Secuelas dejan Secuelas

Autor: Adrián Figueroa
Ilustraciones: Jok

En algún lugar entre el Mississipi y los Apalaches, al sur del Tennessee, Johnny se crió junto a sus hermanos y hermanas, tuvo las inestables endechas de amor que su madre logró componer y alcanzó a hacerse de un puñado de conceptos demasiado generales sobre lo que significa ser un hombre, aprovechando la irregular y ambigua presencia de su padre en la cabaña.

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En algún momento de la guerra, las necesidades logísticas de La Unión ubicaron al Capitán Murphy como responsable de mantener la comunicación, asegurar el abastecimiento y recabar información en torno a una pequeña zona no demasiado poblada. Las órdenes, como es común en estos casos, le fueron dadas en forma drástica y tajante. Y, como sucede con demasiada frecuencia, fueron interpretadas por Murphy de modo que se ajustasen a sus propios parámetros morales, penosamente acomodados a sus apetitos. La zona a cargo de este Capitán en el territorio disputado, era aquella en que la vivienda de la familia de Johnny se asentaba.

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El Capitán Murphy y sus hombres llegaron un momento antes del amanecer. Tal como habían previsto para el caso de que esta situación espantosa y reiteradamente imaginada se hiciese realidad, los hermanos de Johnny, mayores, lo arrojaron por la ventana trasera con la esperanza de que corriendo pudiera escabullirse, y con el frágil anhelo de que alcanzase a conseguir ayuda. Cuando el Capitán y dos de sus hombres ya habían irrumpido por la puerta principal, otros cuatro, a caballo, rodeaban la casa. En cuanto Johnny se dispuso a empezar su carrera el estampido de un disparo lo detuvo y los gritos de los suyos le hicieron saber que el cuerpo que oyó derrumbarse era el cadáver de su padre. Paralizado y atento, escuchó acercarse los caballos por ambos lados de la casa, y en vez de correr, se metió debajo del piso de madera tragando tierra y raspándose el torso desnudo. Escuchó los gritos de sus hermanas y su madre mientras eran vejadas entre insultos y destrozos. Escuchó los insultos y gritos de sus hermanos mientras eran torturados entre preguntas sobre hipotéticos datos de importancia militar y acusaciones de bandidaje y rebelión. Escuchó el estrépito de cubiertos y utensilios derribados en busca de cuchillos. Y al cabo de unas horas, escuchó el ruido de sables saliendo de la vaina, y los disparos finales que acabaron con toda su familia.

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Pasó todo el día y toda la noche llorando sin animarse a dejar su escondite y afrontar la magnitud de la tragedia. Al día siguiente tuvo el reflejo de arrastrarse y salir. Lo que vio fue peor que todo lo que había imaginado. Johnny tenía nueve años.

Unos vecinos lo adoptaron. Se hizo callado, huraño, introvertido y nada propenso a manifestar emociones. La guerra terminó. Los suyos la perdieron. Murphy se convirtió en la autoridad política y militar de la zona, asistido por sus viejos cómplices. Johnny no pudo soportarlo. A los catorce años se marchó. Cazó, pescó, mendigó y cruzó el Mississipi rumbo al oeste. Hizo cualquier trabajo que haya tenido ocasión de hacer, siempre alejándose, y aprendió a sofocar a golpes los comentarios sobre sus pecas, sus dientes o su pelo pajoso. A veces lo molestaron por el lamentable aspecto de su ropa. Pero eso no era una particularidad de él, sino algo común entre los buscavidas que deambulaban por esos pueblos diminutos y aislados. Pronto se pudo tomar su aspecto como un elemento de identidad e integración. Al cabo de unos años un contratista de vaqueros que hacía dinero llevando ganado de un lado a otro lo incorporó a su grupo.

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Aprendió todo lo que un vaquero tiene que saber, vivió todas las situaciones que puede vivir quien viene y va arriando y protegiendo ganado y vio todo lo que puede verse en los pueblos en que el grupo necesitó detenerse en su trajín. Duelos, peleas, disparos por la espalda y disparos de frente, linchamientos, juicios, ahorcamientos, fugas, asaltos, motines, cabelleras separadas de sus cabezas respectivas y muy diversas modalidades de ejercicio de la autoridad y administración de la justicia. Ya sea en las serenas noches bajo un cielo cargado de estrellas, en las aturdidas barras y mesas de los bares, o en las trasnochadas camas de las prostitutas, escuchó cientos de anécdotas, mitos y leyendas sobre venganzas, bandidos, justicieros, traiciones, lealtades, vilezas, heroísmo, destino, vida y muerte, que constituyeron la argamasa con la que Johnny improvisó una madeja de valores capaces de servir como guía para ubicar actos y personas en los casilleros del bien, el mal, la cobardía y la valentía.

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Cuando Johnny cargaba poco más de veinte años vividos, un contrato envió al grupo al este del Mississipi. Durante la marcha el joven estuvo inquieto, pensativo, ausente y más hosco que de costumbre. A mitad de camino entre el río y los Apalaches, al llegar a una pequeña ciudad, Johnny le avisó al jefe que debería contratar otro vaquero. Tomó silla y caballo a cuenta de lo que hubiera cobrado al llegar a destino, se despidió, y con lo que llevaba ahorrado adquirió sombrero, pañuelo, camisa, chaleco, botas y pantalones nuevos, rifle, escopeta, revólveres, cartucheras y municiones suficientes para sus atormentados propósitos.

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Al llegar al pueblo más cercano a su casa natal, alquiló un rincón que contaba con un catre y con pocas palabras despistó a huéspedes y vecinos sobre los motivos de su presencia en el lugar. Sus armas largas iban entreveradas en un saco con otros bártulos a los que nadie dio importancia, junto a las municiones y un revólver, y el hecho de que portara otro en la cintura fue visto como normal incluso en esos parajes para quien venía desde vaya a saberse dónde.

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Sin demasiado método hizo sus averiguaciones. Murphy ya no se desempeñaba como oficial ni se dedicaba a la política. Había adquirido una importante extensión de tierra usufructuando cargos y manipulando situaciones y personas, manejándose tanto dentro como fuera de la ley, según sus intereses lo necesitaran. Este hombre del Norte atornillado en el Sur, era ahora, entre otras cosas, el principal productor de algodón por esos pagos. Quienes doblaban el lomo y se lastimaban las manos en sus plantaciones, sin ser legalmente esclavos malvivían endeudándose permanentemente en los almacenes de Murphy, llevando de éstos lo inmediatamente indispensable a cuenta de sus salarios próximos.

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Y al Capitán retirado no le importaba de qué color fuesen sus trabajadores. Si acaso alguien en esos días alcanzó a sospechar de algún modo de la presencia de Johnny, prefirió no emitir comentario alguno.

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Hacía unos años Murphy había trasladado a su familia al lugar en que radicaban sus nuevas posesiones. Allí su esposa murió en circunstancias que a Johnny no llegaron a aclararle.

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A esa altura Murphy no manejaba ninguna hipótesis de conflicto que no fuese la de un eventual intento de robo menor, mal planificado y peor ejecutado, contra su propiedad. Algunos de sus viejos cómplices habían adquirido gracias a esa complicidad sus propios ranchos, y otros se desempeñaban en el de su antiguo jefe como guardias y capataces. El rancho en sí no estaba cerca de las plantaciones, y los peones que trabajaban en él se dispersaban durante el día en cumplimiento de sus faenas. Johnny pensó que a media tarde podría encontrar a Murphy con sus hijos y algunos de sus principales hombres en la edificación principal. En cuanto a la posible presencia de alguna persona a cargo de la cocina u otras tareas domésticas, o la de alguna ocasional acompañante o concubina de Murphy, no se detuvo previamente a pensar en eso. Recién al desensillar entre la arboleda junto a un arroyo cercano al rancho, cayó en la cuenta de esa posibilidad y no hizo mayor corrección de sus planes más que decidir que quién se pusiera en su camino se convertiría en justo merecedor de la suerte que corriese.

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Llevaba sus dos revólveres enfundados, la escopeta cruzada en la espalda, el rifle en las manos y las cananas repletas.

A tiro de su rifle, ubicado detrás de la pared cilíndrica de salida de un pozo de agua en que pudo parapetarse, divisó a tres hombres en la galería del frente de la edificación. Desde la puerta de entrada hacia la derecha de Johnny, había uno de pie recostado sobre un poste de los que sostenían el alero, luego uno sentado en el piso de madera de la galería, con los pies apoyados en la tierra seca, y el otro como embutido en la sombra, de pie y con su espalda apoyada en la pared del frente. A diferencia de los que había visto en el pueblo y los que habitaban cabañas de la zona, estos portaban revólveres, que pendían en sus cartucheras empujando con su peso las cintas de cuero desde la cintura hasta la altura de las caderas.

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Johnny comenzó disparando sobre el que estaba más cerca de la puerta, siguió por el que estaba apoyado en la pared, no teniendo más que desplazar el rifle unos pocos grados hacia la derecha sin necesitar variar la altura, y luego bajó un poco su arma en diagonal volviendo hacia la izquierda, dando sobre el restante mientras éste se incorporaba. Los tres cayeron un par de segundos después de haberse oído el primer disparo. Johnny esperó y vio que el abatido en las sombras se movía. Apuntó sin prisa y le atravesó la cabeza de un balazo. Inmediatamente corrió hacia su izquierda avanzando en diagonal respecto al frente del edificio, hasta cubrirse detrás del establo.

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Hubo movimiento en el interior del rancho. Mientras cargaba su rifle, Johnny temía que al no haberse dejado oír disparos simultáneos ni de armas diferentes, Murphy ya supiese que el ataque era llevado a cabo por una sola persona. El galopar de dos caballos lo hace vibrar y lo impulsa a correr hacia el fondo del establo. Se acercan dos jinetes, seguramente alertados por los disparos anteriores, que no cuentan con la presencia de Johnny en su posición actual, desde la que puede apuntarles con relativa tranquilidad y con tiempo. Johnny dispara y derriba a uno de ellos cuyo pie derecho queda enganchado en el estribo. El otro cae por detrás de su caballo y queda seco en la tierra pelada. Los animales sin gobierno pasan entre el rancho y el establo y se pierden, arrastrando uno de ellos el cuerpo inerte del hijo mayor de Murphy, un par de años menor que el propio Johnny.

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El muchacho de las pecas, los dientes grandes e inclinados hacia fuera y el pelo pajoso salta por una abertura hacia dentro del establo, temiendo el contraataque y la llegada de nuevos rivales. Pasan los segundos y nadie asoma por las ventanas del rancho ni se acerca en ninguna dirección.

Johnny sabía que esta primera parte le resultaría relativamente fácil gracias a la sorpresa y a su puntería. Se imaginó que luego tendría que soportar la respuesta de quienes estuviesen en el rancho, y así vería cuántos pudieran ser, en qué situación pudiesen encontrarse, y mediría las condiciones en que Murphy pudiese aparecer. Pero ahora no entendía lo que éste preparaba, ni por qué nadie disparaba contra su posición. Se preguntó si sería que en el rancho no había nadie más. Disparó a las ventanas y no hubo respuesta. El temor de que comenzasen a llegar más hombres, la ansiedad y el miedo a lo que pudiera prepararse desde el seno de la ahora silenciosa construcción lo llevaron a salir. Cargó al hombro el rifle, desenfundó ambos revólveres, movió con sus pulgares los martillos hacia atrás hasta trabarlos en la posición previa a percutir en el depósito de pólvora de las balas, abrió la puerta del establo de una patada y caminó hacia el rancho firme y cautelosamente, atento a cualquier señal de hostilidad.

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Caminando decidió que lo rodearía y encararía por detrás, y continuó avanzando, siempre con los cañones de los revólveres dirigidos hacia las ventanas. Llegando al extremo de la galería lateral, respiró profundamente y asomó de golpe a la trasera, girando hacia su derecha. Mientras se asomaba vio a un muchacho con un rifle y disparó inmediatamente, a la vez que caía en la cuenta de la presencia de otro, cubierto detrás del que avistó primeramente, y sin dejar de disparar fue viendo como se retorcían y caían los dos. En el momento de hacer el primero de estos tiros, algún lugar de su cabeza pensó que estaba disparando sobre alguien ubicado exactamente en el límite de una edad en la que a él mismo le parecía justificable hacerlo, pero mientras sus disparos continuaron, ese mismo lugar de la cabeza le avisó que el otro muchacho, en cambio, era bastante menor que aquel que lo hubo cubierto, además de haberse hallado desarmado.

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Cuando a Johnny le hablaron de los hijos de Murphy nombrándolos como sus muchachos, no se dio la ocasión de suponer que podría tratarse de chicos de la edad del último de los que acababa de matar, o aún menores. Pensando en esto mientras veía la sangre manar de los cuerpos rotos sobre el piso de la galería trasera, se dio cuenta de que estaba mucho más asustado de lo que se había permitido imaginar y notar hasta ese instante. Se dio por completamente ignorante de la situación, sintiendo una enorme necesidad de concluir lo que había comenzado, pero sin estar seguro de qué fuera a ser eso, ni mucho menos, ya, de estar haciendo lo correcto. Pero la idea de acabar con Murphy todavía le daba sensación de claridad y le infundía ánimo.

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Con su espalda apoyada contra la pared trasera del rancho recargó los revólveres, los enfundó y tomó en sus manos la escopeta, dispuesto a enfrentar ya no sabía a cuántos rivales posibles. Dos metros hacia su derecha había una ventana, bajo la cual yacía el menor de los chicos recién acribillados. Johnny fue ubicando sus flamantes botas entre los miembros desparramados del hermano de aquel, hasta situarse en posición de observar por la abertura. Levantó la escopeta haciéndola preceder a su vista en el movimiento de dirigirse hacia el interior. Ya habiéndose vuelto por completo percibió una amenaza a su derecha e instintivamente disparó mientras distinguía un rostro joven de mujer que repentinamente se deshizo. Luego cayó un revólver mientras las manos de la muerta danzaron breve y macabramente, y luego la atractiva y ridícula silueta se desplomó.

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Tras eso Johnny oyó pasos de gente corriendo por la casa. Recargó y enfiló hacia la puerta posterior corriendo por la galería. Se detuvo, se pegó a la pared, aguzó el oído, abrió con sumo cuidado e ingresó. Atravesó una especie de galpón con trastos y salió a un pasillo al que daban varias puertas, que supuso de dormitorios. Se imaginó niños durmiendo, tal vez hijos de la mujer que acababa de matar, y sacudió la cabeza para concentrarse en lo que hacía. No pudo evitar tener un pensamiento según el cual no sabía contra quiénes estaba disparando, ni a quién acababa de volarle la cabeza, ni a quiénes más estaría a punto de matar, o si lo matarían a él mismo, mientras la imagen asociada a Murphy, hasta hace unos minutos tan nítida, comenzaba a empañarse en su imaginación. Sintió que las piernas se le aflojaban y que la congoja le estrujaba la garganta mientras el miedo le oprimía el corazón y las lágrimas saltaban de sus ojos.

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Ya completamente desbordado por sus emociones encaró el pasillo buscando más un desenlace rápido que uno conveniente. Vio movimiento dentro de una habitación a su izquierda y disparó mientras veía a un chico que si bien tenía un revólver en sus manos, no tendría más de trece años. El pequeño cuerpo casi se partió en dos cortado por los perdigones disparados desde una ínfima distancia y el revólver que el chico ya no sujetó fue a dar sobre una cama descubierta, cuyas sábanas blancas se teñían con sangre. Johnny sintió que iba a estallar mientras se disponía a realizar un próximo disparo, ya tomado por el pánico, contra una nueva persona descubierta casi a la vez que aquella a la que oía caer desordenadamente sobre el suelo. Estaba inmóvil junto a la cama, mirándolo, con ojos que a primera vista parecían inexpresivos, pero en los que Johnny percibió justo a tiempo un aviso y un pedido de poner fin a la matanza, mientras caía en la cuenta de que se trataba de una niña, de unos doce años, desarmada y manchada con sangre de su hermano.

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Todavía con el cañón de la escopeta dirigido hacia el torso de la chica, se quedó mirándola fijamente mientras ella se mantenía inmóvil. Invirtió un rato en asumir lo profundo y duradero del silencio en medio del que se encontraban. Tuvo que percatarse de que en el rancho no había nadie más. Lloró en voz baja sin cambiar la posición de su cuerpo y de sus miembros, con su vista en la niña que seguía sin hacer el menor movimiento, hasta que se quedó sin lágrimas. Sintió que sus músculos abandonaban la tensión que habían mantenido hasta el momento. Suspiró profundamente y bajó los brazos. Dejó caer la escopeta. La muchacha tomó el revólver que reposaba en la cama y le descerrajó un tiro entre las cejas.


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