Frontera

Autor: Adrián Figueroa
Ilustraciones: Jok

Bellísima sigue con sus inmensos ojos negros el recorrido del cometa que surca la noche de Favio, un planeta en la periferia del espacio explorado. A través del techo curvo y transparente de la estación percibe el cambio de luces provocado por el ocultamiento de una luna y la salida de otra. Es la segunda y última ocasión en que podrá ver el paso del cometa antes de finalizar su turno en este punto del espacio. Y en ambas habrá practicado el mismo rito: se dejará estar muellemente tumbada de espaldas sobre un cómodo reclinable en el centro de la sala gigante, durante el tiempo que lleve la reproducción de la “Selección de música americana del siglo XX de la era cristiana”, cuyo valor coincide casi exactamente con el del lapso en que el cometa permanece visible desde esta ubicación.

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Ese valor equivale a unas ocho horas sociales, así llamadas tomando como referencia los tradicionales lapsos de los movimientos cíclicos de La Tierra; y ese archivo con sonidos de una época remota sería considerado por la mayoría de los contemporáneos de Bellísima “cosa de eruditos”, muletilla que como reflejo automático defiende la reiteración de los hábitos más extendidos en su civilización.

En cuanto al significado aparente o directo de la muletilla, no es de ningún modo aplicable a Bellísima. Ella sólo reconoce a uno de los cientos de intérpretes grupales e individuales: una tal Holiday – aunque reconoce en el apellido una palabra del antiguo inglés – y a dos o tres de los géneros interpretados, a los que no sabría nombrar, sabiendo, sin embargo, que se originaron en América del Sur. Pero, claro, la mayoría de sus contemporáneos no podría ni siquiera nombrar los idiomas de la era que produjo aquella música, y mucho menos podría tener una mínima noción de geografía terrestre – y de ninguna manera sospechar la vibración etimológica de una redundancia en esto último.

Ante la aguda y dulce irrupción de una quena, Bellísima entrecierra los ojos y sus manos oscuras se deslizan sobre la piel tostada de sus muslos hasta que sus índices se hunden en la entrepierna antecediendo al resto de los dedos en el roce de su vulva. Ya húmedo, el mayor de su mano derecha encuentra entre las nalgas un punto de partida para el ascenso lento que llevará esa presión tenue en crecimiento sutil hasta el clítoris. Es ahí cuando Bellísima recuerda que en ese día del calendario social cumple 25 años. Una luna termina de ocultarse y la reproducción de la música finaliza. Repentinamente siente frío y cruzando sus brazos hasta tomarse los hombros busca cubrir su cuerpo. El peso de los atributos e implicaciones culturales de la edad trastocan el significado de su yacer desnuda ante la infinidad del cosmos. El ingreso en el pasado de la primera décima parte de su existencia – según la esperanza de vida de la especie – torna inquietante su certeza de hallarse en una soledad que excluye la presencia de otro ser humano en un espacio que sólo puede imaginar de un modo teórico, como multiplicación racional de medidas de longitud convencionales. Y esto a pesar de haberlo transitado.

Bellísima toma sus pechos y se mira los enormes pezones tratando de recordar su torso de cuando era niña. Veinticinco años hicieron de ella una perita en las transformaciones mutuas de materia y energía, una experta en telecomunicaciones y una persona con la sensación de no conocer sus deseos ni haber atendido sus inclinaciones. Mientras el reciente recorrido de su dedo va secándose, ella se viste, carga el oxígeno y sale a dar una vuelta. Su cerebro repasa el cumplimiento de todos los controles de la actividad de la estación. Sólo en oportunidad de salir siente alguna preocupación por el oxígeno del interior. Pero las probabilidades de que éste falte en las estaciones de observación interplanetaria son tan escasas como las que se dan en la atmósfera de cualquiera de los planetas antropoambientados.

Sus pequeños rulos intensamente negros brillan apretados bajo el casco, y en la superficie interna del mismo Bellísima ve por un momento el reflejo de sus labios gruesos. Sin reparar en motivo alguno, piensa en la palabra hablada y sin llegar a decidirlo vuelve la vista atrás. Por primera vez en lo que va de su estadía en el deshabitado y sombrío Favio, su interés al salir es observar desde afuera el artefacto que le fue asignado. Cuando la luna que hace rato vio aparecer alcanza su cenit, ella culmina una vuelta alrededor de la estación observándola desde una distancia aproximada de un kilómetro. La inmensa mole artificial y sus sonidos permanentes le recuerdan su pertenencia a una civilización con la que siente haber ido perdiendo vínculos desde el final de su niñez en adelante.

La estación toma señales del espacio e información del planeta en que radica. Manda robots – que volverán al cabo de alguna cantidad de años sociales – hacia los restantes planetas del sistema iluminado por la estrella que irradia sobre Favio, y hacia los satélites de cada uno de ellos, cumpliendo programas de exploración que se recrearán según la propia mole procese la información traída. Reenvía permanentemente datos hacia las bases interplanetarias del gigapolio que la instaló, el que elaborará, según aquella información acaparada, los planes de explotación y colonización que juzgue realizables y convenientes. Bellísima, como cualquiera de sus miles de compañeros ubicados en distantes sistemas planetarios, no tiene más que supervisar el normal funcionamiento de la compleja instalación y sus programas, manteniendo abierto el intercambio de señales con la correspondiente estación base. Todas las estaciones de este tipo, cuentan con programas reparadores y poseen controladores alternativos de cada aspecto de su funcionamiento. Tendrían que fallar muchas cosas a la vez o registrarse señales de acontecimientos muy por afuera de lo esperado para que el trabajo de Bellísima fuese más allá de permanecer relativamente atenta. Y fundamentalmente, en sus cabales.

Anteriormente a su nacimiento, varios siglos de huelgas y sabotajes concluyeron en el acuerdo laboral legalizado entre los supervisores y los gigapolios, consistente en fijar en seis meses sociales la duración del turno de estadía en las estaciones, y en un año social la duración del franco. El acuerdo obliga, además, a los empleadores, a mantener en el puesto de trabajo a los empleados mientras los exámenes psicofísicos entre turnos a los que son sometidos estos últimos arrojen resultados dentro de los parámetros de normalidad; y a asignarles pensión vitalicia en caso contrario. Como era de esperar, tras acceder a concretar este acuerdo los gigapolios se volvieron extremadamente cuidadosos y exigentes en los exámenes de aptitud impuestos a los candidatos a ser incorporados como supervisores de estaciones interplanetarias. Bellísima los aprobó sin el menor traspié, y no tuvo yerros ni lagunas en el examen técnico. Habiéndose iniciado el año social en que cumpliría sus veinticinco, estuvo en condiciones legales de embarcarse. Abordó la nave preguntando si el tiempo de viaje se consideraba como parte del turno o del franco. Le respondieron que la duración de ambos se consideraba neta, preestablecida e invariable, y que el tiempo invertido en los viajes, considerado aparte, era pagado como fracción de turno. Viajó reconfortándose al pensar que el trabajo que había conseguido le permitiría usar el tiempo en lo que realmente le interesara. Pero, bueno, sus intereses abarcaban un campo tan vasto como la galaxia y tan heterogéneo como los rubros de la actividad del gigapolio que la había contratado.

Dispuesta a entrar en la estación tras su paseo nocturno, ve llegar a un robot extractivo, seguramente cargado de muestras. Bellísima le cede el paso y se inclina en una reverencia. El robot emite un zumbido de aviso al registrar la presencia de un ente biológico con probabilidad de interponerse en su camino. A la joven supervisora eso le recuerda las señales recibidas durante los últimos días, las que, emitidas por sujetos de cultura, parecían incluir el pedido de ser mantenidas en secreto. E intuitivamente, así las mantuvo.

Teniendo en cuenta la posibilidad de establecer contactos con “seres de otra especie inteligente” – como suele decirse en la dimensión de las actividades laborales – o la necesidad de hacerlo entre humanos culturalmente muy disímiles, la formación de quienes se desempeñarán en telecomunicaciones incluye un vasto y profundo trabajo semiológico, cuya finalidad es la de poder procesar eficazmente cualquier tipo de símbolos, señales, sonidos, imágenes, adquiriendo la capacidad de organizar el sentido de sucesiones de datos que no se hayan comunicado en base al uso de idiomas o códigos preestablecidos y previamente convenidos entre quienes participen de un diálogo. Bellísima se quita la carga de oxígeno una vez dentro de la estación, vuelve a desvestirse, y como quien consigue finalmente hallarse a la altura de una decisión propia cuya ejecución requiere atravesar un mar de miedos y de angustias, se pone a analizar aquellas señales que la inquietan a la vez que la emocionan y la atraen, comprometiendo cada fibra de su sensibilidad y causándole la impresión de estar expandiendo su personalidad más allá de los estrechos límites impuestos por la cultura a la que pertenece.

Tras operar en la posibilidad de filtrar las comunicaciones con su estación base, ocultando así el contacto ante el gigapolio que la emplea, se entrega durante horas al análisis de las señales recibidas, emitiendo cada tanto ella misma en el intento de constituir los rudimentos de un código que haga posible el entendimiento mutuo. Con la sala gigante atravesada por proyecciones de cuerpos virtuales, ondas olfativas, imágenes, sonidos, tele-sensaciones y referencias saporíferas – y con la esperanza de ampararlas del registro cibernético de la estación en que se halla – los ojos de Bellísima desbordan lágrimas ante el espectáculo asombroso de las extrañas formas de aquellos con quienes se está comunicando.

Según puede interpretar, sus interlocutores se hallan en los límites espaciales de la influencia de su civilización, a la que describen como guiada compulsivamente por un rumbo tan mezquino y voraz como lo son los rasgos determinantes de la humana. Aquella civilización, mantuvo numerosas guerras de conquista, y las mantiene actualmente en otros puntos, lejanos, en límites opuestos al de establecimiento de este contacto. Aquellos con quienes se comunica son los equivalentes alienígenas de los supervisores humanos. Lo esencial del mensaje que transmiten expresa su profundo terror ante la posibilidad de otra guerra si sus mandos detectasen el hallazgo de esta periferia en que Bellísima trabaja. Estos seres cuentan con que la misma situación debe darse del lado de la especie de su interlocutora. Y la invitan a integrarse a una resistencia sostenida y desplegada con paciencia cósmica, consistente en una actividad orientada hacia la desarticulación de prácticas inducidas, el desentrañamiento de finalidades enajenantes, la recreación de ritos y la reformulación de convenciones. Todo lo cual requiere aplazar el inicio de nuevas guerras, y evitarlas, en caso de ser esto posible.

Entusiasmada y ya comprometida con la actividad propuesta por sus compañeros extrañísimos, busca entablar conversación con otros supervisores de su propia especie a través de las estaciones de aquellos, mientras la aflige el miedo a la posibilidad de que estas comunicaciones sean detectadas por el gigapolio que la emplea, incluso mediante la propia estación en que se desempeña, sobre la que opera permanentemente en el afán de distraer sus dispositivos de control y alarma.

Por las señales que los alienígenas le envían, entiende que pudo hacer llegar mensajes a la estación a cargo de Ómorfos, una vieja supervisora partícipe del histórico conflicto que derivó en el acuerdo entre los suyos y los gigapolios. Bellísima salta de su reclinable dando un grito triunfal. Pero su alegría se desmorona un instante después al notar que la estación ya no registra sus operaciones, dejándola completamente al margen de su funcionamiento. Durante la ejecución de rápidos movimientos mediante los que realiza angustiantes y vanos intentos por reinstalarse como usuaria autorizada del artefacto cibernético, contempla, sin posibilidad de intervenir, el despliegue de un dispositivo que señala ante la estación base la ubicación de las tres estaciones alienígenas involucradas en la comunicación con supervisores de la periferia humana. La espantosa certeza de la inminente destrucción de sus interlocutores agiganta sus ojos, eriza su piel y elimina por completo su posibilidad de continuar ignorando lo que a ella misma le sucederá de un momento a otro. Muerta toda esperanza de operar sobre los programas de la estación, corre por la sala con la idea de anular fuentes de energía y romper circuitos, sin acertar a elegir pasillo al que dirigirse, mientras su conocimiento de la mole le recuerda los controladores de reparación automática, el programa de activación de circuitos alternativos y el sistema de distribución y reemplazo de fuentes de energía. Sintiendo que las piernas se le aflojan y con la cara empapada en lágrimas, en cuanto cambia de rumbo presa del ansia de abandonar la estación, ésta emite un zumbido agudo y Bellísima se deshace dando lugar a un charco pringoso en el suelo que pisaba, gas y algo de humo. En ese momento, ingresa un mensaje de Ómorfos: ANDATE, ANDATE, ANDATE.


Libre y natural

A mi hermano Gabriel Tomassi.

Rubí está solo en un planeta aún innominado (aunque ya clasificado y numerado, como es lógico, y ubicado en el sistema oficial de referencias), al que apenas puede considerárselo incluido en el soberbio concepto del vastísimo alcance del dominio humano. Quedan por delante algunos siglos de concreción del rimbombante “Plan de Realización de Infraestructura para el Establecimiento de las Telecomunicaciones en la Zona 6 de la Galaxia” antes de que el intercambio de señales con el resto de la especie pueda llevarse a cabo desde el enorme y gélido planeta. Y ese fue el principal motivo que tuvo la elección por parte de Rubí de J7F3..9.6-15/4/33/d-HK-2,1/9,8/0,5/pn como lugar donde instalar su campamento.

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Él hubiera preferido establecerse con uno de aquellos sencillos refugios de lona o de “tela de avión” en los que apenas cabía un puñado de personas, en algún lugar de La Tierra relativamente fuera del alcance de la urbanización. Un bosque, la ladera de una montaña, una playa, las orillas de un lago o una pradera arbolada atravesada por un canoro arroyo. Pero lugares sin algún grado de urbanización o que no estén dedicados al cultivo dejaron de existir en el planeta originario desde mucho antes del fin de la hegemonía cultural judeo-cristiana. Y viajar hasta La Tierra desde el lugar en que radica su vivienda hubiera significado gastar muchos más créditos que aquellos de los que podría disponer durante un par de siglos.

Adquirió un generador de atmósfera terrestre con los créditos que ganó dando clases de dibujo a mano. La recreación de ciertas necesidades expresivas de la humanidad produjo una especie de renacimiento de varias técnicas e instrumentos artísticos en desuso. Así Rubí, que se hallaba resignado a sobrevivir trabajando en un centro de transformaciones materiales, aprovechó la moda poniendo uno de sus pasatiempos en función de juntar créditos para poder pasar algún tramo de su vida en planetas alejados del centro desde el cual la civilización se expande. Desde distintos rincones de la galaxia le llegaron las proyecciones corpóreas de alumnos de todos los sexos y todas las edades. Y se encontró, a su vez, holográficamente proyectado dibujando en hábitats disímiles que evidenciaban intimidades sutilmente identificables como de la misma especie. Viviendo de un modo considerado demasiado austero por sus contemporáneos, prescindiendo de montones de objetos y hábitos por ellos apreciados, no le resultó difícil adquirir, finalmente, el generador de atmósfera terrestre, considerado socialmente un lujo.

El artefacto puede cargarse sin mayores problemas en una nave interplanetaria de las más sencillas. Al poner en marcha su funcionamiento una cúpula de un líquido parecido al vidrio se despliega albergando el aire que simultáneamente se produce en su interior. Se requerirían varias decenas de miles de años para que el extraordinariamente lento pero inexorable fluir del material de la cúpula implicase pérdida de oxígeno. Y apenas algo menos para que su diáfana transparencia deteriorase la visión del firmamento en algún que otro punto de la cúpula. El artefacto cuenta con reservas extra comprimidas de agua y de oxígeno. E incluye, además, generadores de oxígeno y de agua capaces de obtener estas sustancias a partir de diferentes materiales y elementos mediante procesos de transformación que utilizan como fuente de energía a las pequeñas y poderosas pilas de irsitonio. Las mismas que actúan como fuente de alimentación del sistema de control térmico del ambiente herméticamente aislado bajo la cúpula.

Rubí adquirió el generador de atmósfera terrestre junto con el juego de flora y fauna de menor complejidad entre los disponibles. Luego de instalarse en el planeta J7F3..9.6-15/4/33/d-HK-2,1/9,8/0,5/pn, ya con la cúpula desplegada descomprimió y extendió el soporte físico del ambiente a producir sobre la superficie abarcada por el campamento, sembró las crías, semillas y colonias genéticamente programadas y unos meses después contaba con algunos árboles y arbustos, sectores de hierbas y flores, reptiles y batracios, anélidos, algunas aves y mamíferos pequeños, una cierta diversidad de insectos, arácnidos y univalvos, y suficientes microorganismos como para mantener el equilibrio del ecosistema. De todas maneras, el controlador cibernético de procesos genéticos y bioquímicos instalado en el artefacto le permitiría realizar cualquier ajuste del sistema que fuera necesario. Y el procesador de rocas y suelos, que trajo desarmado y apretado en un volumen reducido de la nave, una vez montado le permitirá hacer de algunos materiales del planeta en que se halla lo que su campamento necesite. Contando con estos implementos, y disponiéndose a permanecer en el planeta cierto tiempo, podría explotar más o menos rudimentariamente fuentes de energía locales ahorrando así pilas de irsitonio, las que transportó en cantidad considerable, y que, ya de por sí, significan una reserva energética capaz de mantener el campamento durante más de un siglo si se administra racionalmente su funcionamiento.

Pero ni su pericia ni la tecnología pueden brindarle a Rubí la compañía de Amapola, quien unos días antes de la fecha convenida para el inicio del viaje que realizarían juntos le dijo que ella se quedaba. Entre muchas palabras hilvanadas de modo que Rubí sólo pudo entender la decisión de no volver a verlo, Amapola incluyó las que expresaban que nada cambiaría si él suspendiera el viaje.

* * *

Rubí completa el dibujo del rostro de Amapola depositando grafito mediante un instrumento de forma similar a la de un destornillador sobre un soporte de celulosa laminado. Apoya el instrumento sobre el piso, y tomando con ambas manos la lámina de celulosa dibujada, levantándola un poco por sobre la chapa pulida que sostiene encima de sus muslos, sentado bajo un árbol, contempla el retrato concentrándose en los ojos como si esperase descubrir en ellos una explicación de su infortunio. Apenas empieza a llorar se da cuenta de que durante todo el viaje no lo hizo, a lo mejor reconcentrado en las exigencias del control del rumbo, y en cambio desde que llegó estuvo esquivando y posponiendo este momento, lloriqueando de a ratos e interrumpiendo inmediatamente el llanto para volver a dedicarse durante gran parte de sus días a las preocupaciones propias de la instalación del campamento y sus cuidados, sin permitirse dibujar, en las tantas ocasiones en que lo hizo, más que abstracciones o algo de aquello que pudiera estar viendo en el entorno, cercado por la idea de abalanzarse a dar forma a los rasgos amados de Amapola y resistiéndose a llevarla a cabo. El planeta sobre cuyo suelo alterado caen las lágrimas de Rubí, no tiene satélites que pudieran reflejar en sus noches la luz de la estrella en torno a la cual gira. La luminosidad de la galaxia se posa sobre J7F3..9.6-15/4/33/d-HK-2,1/9,8/0,5/pn sin interferencias cuando su sol se oculta. Rubí, erguido, eleva al cielo su vista empañada chorreando lágrimas calientes por sus sienes y emitiendo gemidos que inquietan a las alimañas de los alrededores. El inmenso y gélido planeta no se inmuta ante los avatares de la templada gota de presencia terrícola en el voluminoso océano de su monótona existencia inerte.

Aliviado tras un largo rato de llanto sostenido calza su traje térmico y el tubo de oxígeno. Atravesando una esclusa de aire, por primera vez desde su llegada sale de la cúpula a la atmósfera del planeta innominado. Cada vez que una puerta de la esclusa cierra luego de haberlo hecho la otra, independientemente del tiempo transcurrido entre ambos cierres se acciona automáticamente el dispositivo extractor. En este caso, luego de trabarse la puerta exterior se oye por unos momentos el zumbido de su funcionamiento mientras Rubí pisa sobre la materia de la superficie insólita.

Rubí deambula encandilado por la rareza del paisaje y seducido por el modo en que sus formas reflejan la luz tenue emitida por estrellas ya extinguidas. Más que la textura, a cuyo tacto sus guantes le impiden el acceso, prueba la consistencia de la materia entre la que se entromete amparando sus dedos del congelamiento fulminante. En cuanto piensa en tomar algunas muestras para observar en la cúpula templada, sus imaginaciones son surcadas por recuerdos felices de Amapola. Ella conducía transportes de materia prima hacia el centro de transformaciones en que Rubí empleaba preciosas porciones de su tiempo. Triturando en su puño enguantado un cristal frágil, Rubí sonríe y gira lentamente en su lugar escrutando el horizonte. Fija la vista en una serie de elevaciones relativamente regulares y decide que irá a explorarlas durante el largo atardecer del día siguiente, luego de unas horas de sueño a las que no sabría si nombrar con la palabra siesta. La nostalgia de la modorra previa a ese momento grato instala en su mente sensuales recuerdos del vino en su boca. Piensa en comer y vuelve hacia el abrigo de su atmósfera. Se abre una puerta de la esclusa y se cierra tras su paso. Se abre la siguiente, Rubí pasa, y tras el seco sonido que la puerta produce al trabarse zumba el extractor.

Además de haber sembrado vides bajo la cúpula que lo protege, Rubí transportó uvas congeladas en la nave en que arribó al planeta en que se asienta. Antes de que se acabara el vino transportado tenía listas decenas de litros del elaborado por él mismo. Escancia en un vaso de un material similar a la cerámica, bebe un trago y hace fuego a unos metros de un grupo de álamos. En una época en que cocinar es considerado una rareza, Rubí trajo consigo una diversidad de utensilios de metal y de madera, desconocidos por la mayoría de sus contemporáneos salvo por su aparición en los relatos de otras épocas. Con hortalizas producidas bajo la cúpula y carne transportada desde el lugar de radicación de su vivienda, cortada en trozos pequeños, prepara un plato que en los patéticamente distinguidos centros especializados en comida elaborada no tendría la posibilidad de saber de esa manera y repetiría el gusto común de los ingredientes difundidos. Rubí conoce como “guiso” lo que en aquellos centros sería presentado con nombre pretensioso. Come pensando si la ingesta que disfruta será el almuerzo, la cena o qué. Viene de un planeta cuyos días duran casi la mitad del tiempo que insumen los tradicionales ciclos diarios de La Tierra, y se halla en otro en que su rotación completa insume más de siete veces ese tiempo. Abre uno de esos libros confeccionados a base de celulosa laminada, difíciles de hallar, y lee hasta que el sueño lo voltea.

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Hace varios años, hablando en términos terrestres, que los dibujos realizados por Rubí bajo la cúpula parecen girar en torno a un tema único. Él lo comenta para sí como “personas de todas las épocas en cierta relación con la naturaleza que implica comunión con la esencia de la especie”. En uno de esos dibujos puede verse a un grupo de muchachas y muchachos del siglo XX de la era judeo-cristiana alrededor de uno de esos diminutos refugios de lona montado a orillas de un río. En otro pueden verse ancianos con vestimentas del siglo XXV de aquella misma era hablando y riendo en una sobremesa sobre el tradicional paisaje de la vieja Luna. Hay un dibujo en que un hombre y una mujer sonríen tomados de las manos flotando a varios kilómetros por sobre la superficie de un planeta unidos por cable a un satélite artificial. Y otro en que personas semidesnudas y descalzas con plumas en la cabeza bailan como en trance en el claro de un frondoso bosque. Parece haber sido realizado con especial dedicación el que muestra hombres y mujeres velludos cubiertos con pieles de animales, con los pelos de la cabeza extremadamente largos, comiendo a mordiscones trozos que sujetan con sus manos de un cuadrúpedo asado, alrededor de un fuego creador de una burbuja de claridad que los cobija de las cerradas tinieblas de una noche antiquísima. Y podría destacarse como representativo del conjunto al que muestra un grupo de niños tirados panza arriba sobre el piso de un compartimento de una nave crucera, tentados de risa y tomados de la mano observando a través del techo transparente la prístina luz de la inmensidad del cielo.

El punto más alto de la cúpula alcanza una altura de treinta kilómetros, y el paisaje de características terrestres en que Rubí se desenvuelve bajo su abrigo ocupa la superficie abarcada por un círculo de sesenta kilómetros de diámetro. Si bien todavía le resulta más cómodo sufrir el dolor de la ausencia de Amapola, en ocasiones Rubí piensa en la posibilidad de compartir la morada con otra mujer. Ese pensamiento le produce una feliz nostalgia de algo por venir y lo lleva a preferir pasar el resto de su vida en este punto del espacio, viendo crecer sus árboles frutales, cultivando sus legumbres y cereales, cuidando sus animales, recorriendo el paisaje encapsulado de su hábitat y el cautivante y gélido exterior, tocando música, haciendo vino, dibujando, disfrutando el infinito archivo audiovisual del que dispone o contemplando el firmamento. Mientras deja fluir sueños de este tipo, no siente la menor necesidad de que el planeta, finalmente, quede incluido en el sistema de telecomunicaciones de la especie. Podría viajar muy de cuando en cuando hacia los más cercanos planetas habitados, a proveerse de lo que sintiera necesario o para actualizar las relaciones con sus semejantes. Y pensando en viajar vuelve a situarse en el centro de su mente la certeza de que, si nunca abandonara este planeta, jamás conocería a otra mujer. Pero volver a la urbanidad también sería asumir la imposibilidad de regresar junto a Amapola.

* * *

En medio de una larga noche en que fuera de la cúpula transcurre el apogeo de un invierno, sentado a una mesa al aire libre luego de comer un par de palomas asadas, Rubí no se decide – lo cual le está pasando con mayor frecuencia cada vez – a hacer ni a dejar de hacer ninguna de sus actividades habituales, ni a hacer cualquier otra cosa o quedarse tranquilo haciendo nada. Camina hasta la nave, la aborda, recorre sus múltiples y espaciosos compartimentos, se recuesta en diferentes sitios sin permanecer en ninguno de ellos, finalmente la abandona, apaga las luces, se aplica repelente de insectos y se aleja caminando dispuesto a mantener el rumbo hasta alcanzar un borde de la cúpula. Lleva con él algo más de medio litro de un vino de una partida recién elaborada. Y el cuchillo del que nunca se desprende.

Por entre las copas de unas tipas le parece ver un punto luminoso del firmamento que no se comporta de modo natural. Corre hasta salirse de debajo de los árboles y puede así apreciar la trayectoria del punto, que parece dirigirse desde lo que Rubí decidió considerar el oeste hacia lo que llama este, a la vez que puede observar que el diámetro de lo que sea aquello que está viendo, crece. En seguida debe admitir que se trata de una nave. Por un momento cree que marcha hacia la propia cúpula, pero a medida que se acerca, Rubí se tranquiliza. No da la impresión de que vaya a impactar contra el techo de su paisaje terrestre. Ya estando muy cerca es notorio que aterrizará a unos quinientos metros de la cálida burbuja. Antes de que la nave se hunda en una depresión del gélido paisaje y se pierda de vista, Rubí se hace una idea bastante precisa de su tamaño, que equivale al doble del que posee la suya propia.

En dirección al lugar en que la nave se detuvo hay una de las esclusas de la cúpula. Mirando hacia allí, ahora puede verse, asomando tras la sutil elevación del terreno, una luminosidad que contrasta con los reflejos que los cristales de la superficie del planeta producen durante las largas noches. Unos treinta metros más acá de esa esclusa Rubí tiene instalada una mesa permanente, en la que a veces pasa las horas alternando los lados a los que se sienta, pudiendo contemplar, según hacia dónde mire, el familiar paisaje artificial o el extraño paisaje natural. Hacia allá va, llevando una docena de palomas desplumadas, vino, agua, platos, vasos y cubiertos. En cuanto llega hace fuego, dispone las palomas de modo que se vayan asando muy lentamente, se sienta mirando hacia el borde de la cúpula, se sirve vino y espera con la vista fija en la nueva fuente de luz instalada en el paisaje extraterrestre.

Al principio está tenso y expectante. Su cabeza elabora cientos de explicaciones posibles de lo que está ocurriendo. En otros viajes y campamentos, y en el propio planeta en que hasta hace un tiempo radicaba, Rubí enfrentó numerosas situaciones que resolvió en base a una combinación de tranquilidad, firmeza y buena disposición. Claro que esa buena disposición se amparó en la posibilidad de usar la fuerza, y en que el otro o los otros implicados tuvieran claro que existía de su parte esa posibilidad. En algunas de aquellas ocasiones estaba armado. Ahora, tras experiencias ingratas, prefiere enfrentar las situaciones de otro modo. Piensa que si hubieran querido eliminarlo seguramente ya podrían haberlo hecho, y aunque es consciente de que eso no tiene por qué significar buenas intenciones, empieza a distenderse. Todo parece sugerir que, en caso de venir los de la nave con fines que planteen un conflicto, serán más complejos que los que puedan reducir la cuestión a ver quién elimina a quién. Se tranquiliza pensando de esta forma y se sirve otro vaso de vino. Su experiencia le indica, además, que casi nunca se da la peor hipótesis que pueda concebir. Termina el vaso y se sirve otro. Estira las piernas y se despereza. Se pregunta si todavía estarán, quienes sean, atareados en el lugar en que se detuvieron o estarán vigilándolo y habrán recorrido el perímetro de la cúpula observando sus instalaciones. Se sirve nuevamente, pensando si no será que la autoridad bajo cuya jurisdicción se encuentra el planeta se estará molestando en ejercerla, tal vez viniendo a imponerle un tributo o a desalojarlo. Antes de terminar un nuevo vaso está profundamente dormido.

Cuando se despierta ve a través del material que lo separa del medio natural a un ser de formas poco familiares embutido en un traje de un tipo que le resulta completamente desconocido, parado a unos veinte metros de la cúpula y observándolo. Rubí y sus contemporáneos están bastante hechos a la idea de concretar, finalmente, el tan mentado contacto con seres de lo que llaman “otra especie inteligente”. Hace miles de años que se da por sentada la existencia de diferentes especies de ese tipo en el universo y se conviene en afirmar que todas las probabilidades están a favor de que no fuéramos la única en nuestra galaxia. Pero una cosa es el conocimiento de la posibilidad teórica y otra la vivencia de la experiencia concreta. Incluso para Rubí.

El traje disimula la forma del alienígena, pero evidencia su posesión de cuatro extremidades. A pesar de estar viéndolo ahí parado, a Rubí le produce la impresión de ser un cuadrúpedo afirmado sobre sus patas traseras, más que un bípedo. El casco, perfectamente esférico, refleja el entorno haciendo imposible distinguir los rasgos de su cara, si es que tiene, o reconocer la forma de su cabeza.

Rubí se pone de pie, se acerca al borde de la cúpula desplazándose con tranquilidad y se queda mirando al alienígena dejándolo en situación de proponer el siguiente paso del encuentro. El visitante flexiona una de sus extremidades superiores – o tal vez deberíamos decir delanteras – llevando lo que parece una mano enguantada hacia el centro de su cuerpo y luego elevándola hasta ubicarla frente a su cabeza para terminar extendiéndola desde allí hacia delante, como enviándole algo a su interlocutor. Rubí imita el gesto acompañándolo por un movimiento involuntario de sus hombros y una pequeña inclinación de su cabeza. El alienígena toma un artefacto que desprende de un costado de su traje, lo sostiene con las extremidades superiores sobre su cabeza y lo deposita en el suelo delante de sí. Suponiendo que es un arma, Rubí eleva sus brazos y hace un giro sobre sí mismo permitiéndole al visitante ver que no tiene más que el cuchillo, el cual deja donde está, sujeto a su cintura. Se miran sin hacer nada unos segundos hasta que Rubí se acerca a la puerta de la esclusa, presiona un botón que abre la puerta exterior y hace un gesto invitando al visitante a ingresar en la cúpula. Éste inclina levemente su cabeza y se toma unos segundos antes de comenzar a caminar aceptando la invitación, lo que hace suponer al anfitrión que el otro comunicó algo a su base o a compañeros que pudieran andar por ahí cerca. Una vez dentro del ambiente terrestre, el alienígena manipula una perilla de su traje. Rubí supone que ajustó la temperatura del mismo. O que, al menos, la controló.

El anfitrión sirve un vaso de vino y se lo acerca al huésped. Éste hace un movimiento circular con una mano – o lo que sea que esté bajo el guante – manifestando negación. Rubí tiene la impresión de que el visitante, mediante algún dispositivo – biológico o tecnológico – puede saber la composición de las sustancias constitutivas de aquello que manipula, o huele, o ve. Entonces anota mentalmente para sí: no puede ingerir alcohol. Prueba ofrecerle pan de una bolsa dejada en esa mesa después de un almuerzo, o lo que haya sido, hace unas quince horas, acompañando el ofrecimiento con gestos característicamente terrícolas de expresar que algo fue hecho con las propias manos del que lo refiere, y el otro vuelve a negar la aceptación. Resultándole a Rubí difícil creer que la harina pudiera hacerle mal, concluye que la sal le hace algún daño. Toma un tenedor, pincha una paloma asada y le cede el mango del cubierto. El alienígena lo toma, su casco se abre y en un santiamén está extendiendo el tenedor desnudo como para devolverlo, al tiempo que el casco vuelve a cerrarse. El anfitrión se sorprende, aunque sin alarmarse ni alterarse, pero debe hacer un pequeño esfuerzo por contener la risa, al sentirse algo ridículo descubriendo que su cerebro organizó la frase: come pájaros. Le deja el tenedor al huésped dándole a entender que puede devorar cuantas palomas quiera y sirve un vaso de agua. Apoya el vaso delante del extraño y le señala una silla.

El extraterrestre, sentado de espaldas al paisaje planetario, con las patas delanteras apoyadas en la mesa – o como haya que decirlo – contempla el hábitat artificial en que se encuentra. Su cabeza gira lentamente abarcando unos doscientos setenta grados. Rubí, sentado frente al visitante bebe el último trago de un vaso y se sirve nuevamente. El otro está atento a los sonidos que producen los pequeños animales cercanos. Una vizcacha se posa sobre sus patas traseras a un costado del extraño y éste le arroja un pedazo de pan. Se acercan otras y les va arrojando más, hasta acabarlo. Rubí vuelve a llenar su vaso. Ambos seres se miran – si así puede decirse, ya que el terrícola no ve más que su propio reflejo en el casco del otro – hasta que Rubí extiende las manos y levanta los hombros queriendo preguntar cómo seguirá la relación. Inmediatamente escucha un sonido que, siendo completamente artificial, le produce una intensa sensación de familiaridad: – Puedo comunicarme en tu idioma.

* * *

– Comprendo tu idioma aunque lo uso con imperfecciones. Lo comprendo pero no lo hablo porque mi aparato fonador no me permite pronunciarlo. Puedo comunicarme mediante este dispositivo diseñado para tal fin – dijo, artificio mediante, el alienígena. Rubí, muy sorprendido, extiende su vaso hacia el extraño y dice: – Buenas noches. Bienvenido. – Tras lo cual ultima el vaso y se sirve una vez más.

Mantienen un diálogo en el que a Rubí le parece inútil ocultar que se encuentra aislado de su propia civilización. Supone que los otros ya lo saben – nunca pensó que su huésped estuviera solo – y prefiere mostrarse franco. Cuando, tras cordiales y austeros prolegómenos, queda por delante ir al grano del asunto, el extraterrestre dice: – Estamos en guerra. – Rubí detiene el movimiento de su brazo, que estaba llevando el vaso a boca, frunce el ceño y tuerce la cabeza. Completa el recorrido de su brazo, bebe y pregunta: – ¿Y eso qué significa? – Su interlocutor responde: – Los que descienden de los antiguos habitantes de La Tierra están en abierto conflicto armado con quienes descendemos de los nacidos al calor de Jreyztal. – Rubí extiende hacia adelante el brazo que no ocupa en sostener el vino y baja la palma de pronto como diciendo “sí, sí, sí… ya sé lo que significa guerra”. Bebe. Mira al cielo durante unos segundos y pregunta: – ¿La Vía Láctea no alcanza para todos? – El extraterrestre lo mira sin decir nada. Rubí sacude la cabeza levemente. El otro dice: – No disfrutamos haciendo esto. – Y al terrícola se le escapa un irónico: – No, claro… – Bebe y vuelve a servirse. Se inclina hacia un lado y mira el paisaje terrestre, luego mira hacia afuera de la cúpula, y finalmente eleva la vista al cielo. Después de unos segundos se dirige a su interlocutor y dice: – Así que “estamos en guerra”… – y tras unos instantes: – ¿Motivo? – El alienígena responde: – Recursos. – Rubí lo mira con una expresión que lo acusa de decir una obviedad. El extraño se defiende: – La guerra podría ser por zonas de influencia, conquista, afán de dominio, colonización… – Ah… Sí… Claro… – dice el anfitrión, y pregunta: – ¿Y cuál es el motivo de todo eso? – El visitante baja la cabeza, luego la sube y orientando hacia el terrícola la parte del casco que refleja la luz del entorno, responde: – Recursos…

– ¿No podrían encontrar los recursos que necesiten buscándolos hacia el otro lado de la galaxia? – pregunta Rubí.

– La galaxia se acaba detrás de nosotros – responde el alienígena.

– ¿Y si van a buscarlos a una galaxia vecina?

– Para poder atravesar el espacio que nos separa de galaxias vecinas y establecer con ellas un tránsito regular necesitamos una enormidad de…

– Recursos – interrumpe Rubí. Y tras decirlo alza su vaso y bebe. – Veo que no te sacás el traje – comenta después -. ¿No respirás oxígeno?

– Sí – dice el otro –. Pero no puedo tomarlo del aire de la misma manera en que vos no podés tomarlo del agua.

– ¿Ese aparatito de ahí transforma la materia del medio en lo necesario para tu respiración?

– Sí.

– Entonces: ¿no podrían transformar lo que sea que haya por donde ustedes estén en lo que sea que necesiten?

– Claro: lo venimos haciendo desde hace millones de años terrestres.

– ¿Y?

– No podemos hacer de todo nuestro contexto sideral materias primas y fuentes de energía. Necesitamos mantener nuestro hábitat. E incluso acrecentarlo, ya que nuestra población aumenta.

– Ya veo. No quieren devorarse su propia geografía. ¿Y qué tomarán de por aquí?

– Básicamente, lo que tus ancestros nombraban como “materia y energía”.

– Ni más ni menos que “aquello-que-existe”…

El extraterrestre finalmente bebe su vaso de agua, abriendo y cerrando el casco. Rubí lo vuelve a llenar mientras piensa en Amapola y en los alcances de la tragedia que se viene. También llena su propio vaso, con vino, e intercalando algunas risas leves y entrecortadas con algunos tonos angustiosos le cuenta al visitante que se había instalado en el planeta en que se hallan para dibujar, componer música, encontrar su expresión propia y esas cosas. Hace un sintético dibujo del extraño, mientras éste, estático, lo observa, y al concluirlo se lo entrega. Le pregunta: – ¿Qué van a hacer? – Seguir nuestro camino hacia la zona dominada por los terrícolas – responde el alienígena y agrega: – Nos sería muy útil establecer aquí una base permanente. – Convienen un próximo encuentro y se despiden. Ya fuera de la cúpula, el extraño se detiene junto al objeto que anteriormente abandonó en el suelo. Sin darse vuelta levanta una mano dando por hecho que Rubí lo está mirando. Se inclina sosteniendo en alto la extremidad, con la otra mano toma el objeto, lo fija a su traje y sigue su camino hasta desaparecer tras la elevación del terreno que oculta ante la vista de Rubí la nave extraterrestre.

Luego de unas cuantas horas de sueño profundo Rubí despierta con los primeros reflejos de un lento amanecer. Impactado por el cambio de su situación, piensa por un instante en aprovechar los implementos de los que dispone para preparar un desayuno de manera práctica y rápida. Pero el hecho de no saber si podrá volver a desayunar alguna vez en las condiciones en que venía haciéndolo, o en el planeta en que se encuentra, o si, sencillamente, tendrá la ocasión de un desayuno próximo al que está por prepararse, lo inclina a tomar otra decisión. Se instala en el lugar en que habló con el jreyztalense, enciende un fuego y prepara mate.

En el momento convenido ve aparecer al visitante por sobre la elevación cercana. Esta vez no trae el arma. Se sientan frente a frente ocupando los mismos lugares que la vez anterior. De todo aquello que Rubí le ofrece, el extraño sólo acepta té de peperina frío servido en un tazón con mucha azúcar, que se lo baja de un trago.

Antes de comenzar a hablar, el jreyztalense hace un gesto levantando una mano mientras con la otra extrae del interior de su traje un objeto metálico que le cede al terrícola. Cuando éste lo toma el alienígena dice que lo fabricó anoche al llegar a su base, imitando los gestos que hizo Rubí cuando en el encuentro anterior ofreció pan. El objeto es enteramente metálico, tiene un mango en forma de cilindro ancho en su centro que se angosta hacia los extremos, y una hoja rectangular de unos veinte centímetros de largo y unos cuatro de ancho, con filo en uno de sus lados. Parece poder usarse como cuchillo, hacha y machete. Según dice el fabricante señalando la cintura de Rubí, donde nunca dejó de colgar su cuchillo, puede usarse también como piedra de afilar sin temor a que se melle. El obsequiado toma uno de esos cilindros de madera que contienen el grafito con el que dibuja y comprueba la facilidad con la que puede afinar su punta usando el instrumento nuevo.

Tras agradecer el presente, Rubí renueva la yerba de su mate, calienta agua y dice: – Bueno… – dando pie a que el jreyztalense diga lo que tenga para decir.

– Necesitamos tus reservas de agua, oxígeno y energía, más el alimento disponible en tu campamento. Todo eso, más el hecho de que tus recursos sean relativamente renovables (lo que podríamos optimizar), nos permitirá establecer aquí una base para explorar el espacio terrícola o para lo que haga falta.

Rubí piensa que si el interés de los extraterrestres fuera el enunciado por su huésped, les alcanzaría con eliminarlo y no haría falta llegar a ningún acuerdo. Como en vez de eliminarlo están hablando con él, sin decir nada hace un gesto casi imperceptible con sus cejas invitando a su interlocutor a explicitar una propuesta. El jreyztalense, entonces, agrega:

– Preferimos compartirlo en vez de tomarlo. Y que nos ayudes a mantenerlo y acrecentarlo. A cambio te facilitaríamos todo lo que necesitases.

Rubí hace unos movimientos de rotación de su mano derecha queriendo expresar ante su interlocutor el pedido de que desarrolle lo que acaba de decir. El visitante lo interpreta y continúa:

– Podemos ampliar esta cúpula enormemente. O dejar esta como tu hogar y crear las que hagan falta para producir lo que necesitemos. Podemos traer personas, es decir: seres, de nuestro espacio o dentro de un tiempo del terrícola, que trabajen en las unidades productivas que vayamos creando. Instalaríamos procesadores, robots, controladores y la maquinaria que hiciera falta. Vos serías el administrador y el que fuera pidiendo lo que considera necesario. Nosotros intercambiaríamos con vos lo producido por lo que vos necesitaras.

Mientras Rubí se pregunta si en caso de aceptar se convertiría en una especie de siervo de la gleba, en un director de gigapolio, en un gerente local de una corporación o en un simple operario de un proceso, comenta:

– Tengo la sensación de que no estaría en condiciones de discutir demasiado los términos del intercambio del que me hablás.

– En cualquier caso te resultaría conveniente. Cualquier producto de nuestra sociedad que quisieses te lo traeríamos. Y dentro de poco podríamos traerte productos de la sociedad terrícola. Los terrícolas que vos quisieses que radicaran acá, radicarían. Estarías a cargo del planeta – expuso el jreyztalense.

Rubí pensó en Amapola.

Se despidieron tras aceptar el visitante el plazo pedido por su anfitrión: al atardecer del largo día les daría su respuesta. Supuso que a los extraterrestres les valdría la pena esperar un poco. Seguramente estarían entretenidos explorando el planeta, analizando todo lo que hubieran observado y comunicándolo a los suyos. En particular lo relativo a la burbuja terrícola.

Rubí se quedó pensando que la que acababa de recibir era la mejor oferta laboral que jamás le hubieran hecho. Pero todas las sensaciones agradables que pudieran surgir de este pensamiento eran aplastadas por la idea de “trabajar para los enemigos”. Sin embargo, haciendo el mismo trabajo para personas de su misma especie estaría sirviendo intereses similares. No vio resultados muy distintos al imaginarse una patrulla terrícola cayendo sobre un desprevenido jreyztalense trabajando su hábitat en un planeta aislado. Y creyó que, al concluir la guerra, terminara como terminase habría algún grado de convivencia entre ambas especies, bajo alguna hegemonía resultante que podría estar determinada por cuestiones de especie o por algún otro interés difícil de evidenciar en las actuales circunstancias.

Se imaginó disfrutando con Amapola toda la extensión del planeta innominado. Decidiendo como quisiesen el uso de su tiempo. O, bueno, más o menos como quisiesen siempre que la marcha de los procesos requeridos estuviese bajo control y asegurada. Se vio con ella recorriendo a lo largo de los años múltiples cúpulas con diferentes medio ambientes. Seguramente algunas con flora y fauna alienígena. Por momentos prefirió destinar la que ahora habita a morada de los dos, dejando las próximas para paseo. Y para producción, claro.

Al recordar la relación entre lo imaginado y su hipotético papel en los dispositivos jreyztalenses se avergüenza. Supone que Amapola lo despreciará y lo verá como un traidor. Pero al abandonar la idea de colaborar con los extraños se da por muerto y supone que ella lo verá como un estúpido que desperdició una ocasión extraordinaria. Que podría haberla salvado a ella también. Imagina el espacio terrícola dominado por los jreyztalenses y en la fantasía Amapola está perdida, murió, fue sometida. Entonces la fantasía se vuelve aún más oscura y en ella Amapola colabora con el enemigo condenando a los de su propia especie.

Rubí sacude la cabeza como un animal tras empaparse la propia. Se dirige hacia la nave, la aborda, llena una pileta con agua tibia y se sumerge. Tiene a mano un juego de mate e implementos térmicos instantáneos. Acodado en los bordes de la pileta y tomando mate trata de repensar la situación. Más allá de las espantosas sensaciones que le produce concebirlo, le resulta racionalmente fácil establecer que su relación con Amapola y el embrollo planetario que necesita desmadejar no están unidos por causalidad alguna. Ella decidió no volver a verlo y eso es independiente de lo que él haga o deje de hacer. Tome la decisión que tome, Amapola ni se enterará. Y si se enterase, fuera cual fuese la decisión tomada ni la seducirá ni la desilusionará.

Enfrentado a abordar por sí mismo la cuestión, se le hace presente con absoluta nitidez el deseo de sobrevivir.

Pensando en sobrevivir se enfrenta a su propia concepción de la vida y pensando en vivir se detiene a sopesar, distinguir y decantar sus propios valores. Reconociendo sus valores siente poder apreciar el relieve topográfico de su identidad. Las sensaciones que el proceso reflexivo le produce se sintetizan en una resolución.

Sale de la pileta, se seca y pasa por su cabeza la idea de encender la nave y marcharse, sin más. Inmediatamente adquiere la seguridad de que en ese caso lo derribarían. Piensa en las herramientas de que dispone, hace algunos cálculos mentales e instala el procesador de rocas y suelos en el camino hacia la mesa en la que se concretaron los encuentros, la que a su vez está en camino hacia la esclusa ubicada en dirección a la base jreyztalense. Despliega los brazos del procesador para hacerlo trabajar sobre una considerable superficie del suelo en esa zona, y le ordena labores que aflojarán el terreno, triturarán rocas y cristales de cierto volumen ubicados a cierta profundidad, agrietarán el material depositado en capas más profundas aún y removerán la materia en general. Sacudido por la certeza absoluta de estar siendo vigilado, se tranquiliza con la idea de no estar manipulando más que herramientas características de una instalación como la propia, y espera que sus movimientos sean vistos por los alienígenas de tal modo que no lleguen a causar su alarma. Se dirige a los corrales, los abre y arrea ganado hacia la zona, sin poder llegar a valorar del todo racionalmente el sentido de ese esfuerzo y asustado nuevamente por la idea de levantar las sospechas de los visitantes. A medida que va pasando el tiempo y se van acumulando indicios y resultados de sus labores le cuesta más trabajo dominar su ansiedad. Tiene la esperanza de que los otros se expliquen su laboriosidad como la preparación de un presente inaugural de la puesta en marcha de un acuerdo o la de una especie de muestra de sus posibilidades productivas. Manipula los controladores del generador de atmósfera terrestre y programa ciertos cambios de clima que deberían atraer animales hacia la zona en la que trabaja, con la sensación de estar creando factores que mejoran las probabilidades de realización de sus propósitos, pero con cierta desconfianza en cuanto a si realmente será así. Corrige lo programado y ordena ascenso generalizado de la temperatura.

Mientras lo puesto en marcha se va desarrollando, extiende un brazo del procesador de rocas y suelos y lo programa para compactar el material en que se hunden las patas de su nave, de modo de afirmarla al terreno con la mayor fuerza posible. Luego acondiciona el implemento que se utiliza para modificar la viscosidad del compuesto constitutivo de la cúpula. Hasta ahora solamente lo había usado para licuar porciones del material aislante creando aberturas de conexión con las esclusas instaladas. Lo enfoca hacia el punto de la cúpula más cercano a la base extraterrestre y lo programa para derretir lentamente una pequeña porción, buscando producir en el borde de su hábitat un agujero a ras del piso de unos dos metros de altura. Luego conecta todas las pilas de irsitonio y pone a funcionar los generadores de oxígeno utilizando su máxima potencia. Finalmente ordena al generador de atmósfera el movimiento contrario al primero que realizó al arribar al planeta: plegar la cúpula. Ve una vaca hundiéndose en el terreno, y los movimientos que venía realizando desde la impostura de la mayor naturalidad, se aceleran y adquieren la forma característica de los que se realizan bajo algún apuro. Entre el estrépito creciente que produce el procesador trabajando sobre el suelo, aborda la nave y la cierra herméticamente. Supone que si hasta ese momento las posibles sospechas de los jreyztalenses tuvieron que haber sido demasiado frágiles como para generar alguna decisión, ahora en cambio tienen que haberse transformado en certezas determinantes de la decisión de eliminarlo. Pero ya no tendrán tiempo de hacer nada.

Los escasísimos gases existentes sobre la superficie del planeta J7F3..9.6-15/4/33/d-HK-2,1/9,8/0,5/pn le confieren a su atmósfera una densidad de valores tan escasos que comparados con los de la atmósfera terrestre pueden considerarse despreciables. La diferencia de presión entre el interior y el exterior de la cúpula es tal que puede compararse con la que hay entre cualquier ambiente antropoacondicionado y el interior de un recipiente en el que se generó vacío. Si los gases de la cúpula tuviesen por donde pasar al medio ambiente del planeta sin nombre, lo harían con la misma violencia y velocidad con que el aire aplasta un envase de plástico cerrado al vacío o llena uno aplastado si encuentra por donde ingresar.

Esa diferencia de presión fue aumentada en forma descomunal por Rubí al acrecentar en varias veces la cantidad previa de gases existentes en la burbuja terrícola (poniendo al generador a producir todo el oxígeno posible), al reducir el volumen de la cúpula (lo que sucedió al plegarla), y al aumentar la temperatura en su interior. En cuanto el particular líquido que aislaba el paisaje artificial terrestre del ambiente natural del gélido planeta cedió en el sector en que comenzaba a escurrir, se produjo una salida de gases violenta. Toneladas de materiales fueron arrastradas hacia el exterior. Rubí pensó en fenómenos climáticos de vientos intensísimos y en erupciones volcánicas, pero en seguida le pareció que no podían compararse con lo que acababa de provocar, más parecido al estallido de una bomba gigantesca.

O, más modestamente, a la explosión de un globo.

Todo lo que no estaba suficientemente afirmado a la superficie sobre la que el hábitat terrestre se erigía, voló en dirección a la base establecida en el sitio en que aterrizó la nave jreyztalense. En el momento del estallido, el agujero producido en la cúpula se fue agrandando durante nano milésimas de segundo hasta arrancar todo un bloque de su material constitutivo, el que salió disparado precediendo a tierra, rocas, cascotes, animales, plantas y toda la maquinaria de Rubí. Inmediatamente la mayor parte del resto de la cúpula se desmoronó. El camino que el interlocutor de Rubí cubrió en las dos ocasiones en que se entrevistaron adquirió el aspecto de una larga montaña de escombros, bestias, metales y árboles. La base alienígena quedó sepultada.

Tras el sacudón de la explosión, Rubí enciende los motores de la nave y antes de despegar acciona un mecanismo que la desprende de sus patas, clavadas al terreno. Mientras la mole se eleva, alcanza a ver a dos jreyztalenses cerca del círculo que quedó marcado en el terreno donde hasta recién hubo una muestra de la vieja Tierra, del lado opuesto al de la salida principal de gases y demás materiales. Supone que habrán sobrevivido algunos más, todos cuantos no estuvieran en su base o en el camino directo desde la misma a la cúpula. Pero las reservas de oxígeno instaladas en sus trajes terminarán acabándose. Si los implementos que llevan encima les permitieran transformar en oxígeno otros materiales, deberían consumir considerables cantidades de energía para poder hacerlo. Y las reservas energéticas de que dispongan no pueden ser infinitas, además de que las necesitarán para mantener la temperatura de sus trajes. Morirán por asfixia o por congelamiento.

Durante el ascenso de la nave, Rubí contempla en el paisaje las marcas que deja la presencia extra planetaria. Las producidas por su estadía prolongada. Las hechas por la estancia efímera de los alienígenas. Se estremece al ver los alcances de la explosión y recién en ese momento cae en la cuenta de la profundidad e intensidad del miedo acumulado. La adrenalina lo recorre, tiembla y suda. Percibe los latidos acelerados de su corazón y se dice a sí mismo, sobresaltado: – Tranquilo… Tranquilo… Tranquilo, Rubí, tranquilo… Ya está… Ya pasó… – recordando la forma en que su madre lo tranquilizaba después de un susto o al lastimarse y sangrar.

A medida que la nave describe su trayecto escapando de la atracción gravitatoria del planeta, todavía tomado por el miedo que hasta hace un rato había podido dominar, Rubí es desbordado por la angustia y rompe en llantos. Es el momento de la travesía en que el viajero se expone a la inmensidad del cosmos. Las imágenes que muestran al navegante su falta de asidero, ya suficientemente lejos del punto de partida como para no poder sentirse unido a ese trozo abandonado de materia, y todavía penosamente lejos de cualquier amparo, pasaron para Rubí desapercibidas al iniciar el viaje de ida y durante todo el recorrido. Su cabeza estaba tomada por otras zozobras y otros anhelos. Ahora el peso de su soledad se le viene encima y el abismo de la existencia sideral lo aplasta contra la percepción de su infinita pequeñez.

En ese momento se constituye en su mente la posible existencia de una estación satelital de los jreyztalenses que podría estar por detectarlo, o con la que podrían comunicarse los sobrevivientes de la explosión y dar aviso de su fuga. Van a desesperarse por impedir que él se comunique con su especie para dar aviso de la presencia alienígena y… – Tranquilo, Rubí, tranquilo… – Respira profundamente, observa en derredor, vuelve a apoyar sus nalgas en el asiento, consulta los instrumentos de detección, estira las piernas y por primera vez desde que despegó quita una mano de los controles y enjuga sus lágrimas. Sorbe ruidosamente y se ríe por sentirse un párvulo. Sin saber por qué, recuerda en ese momento al extraterrestre diciéndole que respiraba oxígeno pero no podía tomarlo del aire. Establece una relación entre el hecho de que los que tomamos oxígeno del aire solemos elegir elevaciones para establecernos, y en cambio los jreyztalenses se instalaron en una depresión. No le ve sentido a esta relación, pero le gusta haberla establecido y se vuelve a reír. Esta vez se le escapan un par de carcajadas. Se le frunce involuntariamente el ceño y se pregunta si el medio natural de los jreyztalenses será gaseoso o líquido. Ve en su memoria a aquel con el que dialogó bebiendo el agua del vaso que le convidó. Se le hace un nudo en la garganta y se descubre sintiéndose culpable. Recuerda el regalo que el visitante le trajo – el cual porta en la nave – y el dibujo que él hizo y le obsequió en la primera ocasión. Recuerda las emisiones mediante las que el extraño establecía comunicación y estalla en una risotada porque acaba de llamar mentalmente a eso “recordar su voz”. El nudo, ahora, se le hace en el estómago.

Se ve a sí mismo contando cómo el extraterrestre se devoró aquella paloma asada y se vuelve a reír a carcajadas. Trata de adivinar a quién se lo está contando y su rostro se ensombrece. Sacude la cabeza como suele hacerlo y programa la navegación. Pasa el vino de una botella a una bota – que facilita beber en situación de ingravidez – y se ubica en lo que llama “dormidero”. Se pregunta cuánto tardarán en llegar nuevos grupos de alienígenas al planeta que acaba de dejar atrás. Pone en duda la imposibilidad de que alguno de los de esa primera patrulla se las pueda rebuscar para sobrevivir de alguna manera. Intenta calcular cuánto tiempo les llevará a los jreyztalenses enterarse de lo sucedido a sus semejantes enviados como avanzada. Antes del tercer trago abandona plácidamente la vigilia.

Durante más de quince horas, sólo se despertó en unas pocas oportunidades en las que de un vistazo consideró que todo estaba bajo control, para volver a dormirse profundamente sintiéndose cada vez más alejado de algún peligro real. Posteriormente se levantó e inmediatamente se sintió fresco. Preparó mate en un dispositivo especial para cebarlo durante viajes interplanetarios, muy difundido, y anduvo entre el balance de la experiencia y la cautivante contemplación del cosmos. Todo el tiempo invertido en crear y sostener aquel paisaje terrestre en los confines del alcance de la existencia humana, está deshecho. Los trabajos y esfuerzos puestos en el diseño, construcción, mantenimiento y reproducción de aquel ecosistema yacen muertos como lo estarán todos los animales de la cúpula, despedazados entre los escombros, sepultados, fulminados por el frío o asfixiados. El vértigo de los riesgos asumidos, el ánimo erigido ante las consecuencias de las decisiones, los nervios gastados en cada apuesta realizada y los créditos empleados se disiparon en el gélido ambiente del planeta innominado junto con el aire de la burbuja antropoacondicionada: una gota de presencia terrícola que existió como un quiste animado y cálido en la helada superficie.

Tras el balance de estas pérdidas, Rubí siente también la de las ilusiones que lo llevaron a decidir el viaje. Y la de aquella que gestó después: compartir con alguien su creación y su morada. Vuelve imbuido del sentido implicado en comunicar su experiencia, con la certeza de la irreversibilidad de su relación con Amapola y con la sensación de saber quién es él mismo.


Marte

Fluencia recorre con la palma de su mano la espalda de Constelación. Su vista encuentra la ventana del satélite, que simula un primitivo ojo de buey, y se deja tomar por las imágenes de una superficie planetaria iluminándose levemente por los reflejos que sus lunas le envían.

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– No voy a ver a mi hermano durante no sé cuánto tiempo – dice alejándose de Constelación, girando sobre su propio eje entre los invisibles gases del ambiente hasta tomarse de un mínimo saliente de la pared curva, cubierta de elementos funcionales.

– ¿Primavera? – pregunta Constelación.

– Sí. El más chico – responde Fluencia. Y agrega: – Se va a trabajar a Marte y se queda allá durante más de medio siglo.

– Uh… Qué difícil.

– Hacía décadas que venía esforzándose por concretar esta posibilidad. Yo estaba un poco hecha a la idea. Y estoy contenta. Se lo ve feliz… Pero, bueno, una cosa era saber que esto iba a pasar en algún momento y otra que esté pasando.

– Claro – dice Constelación, desprendiéndose de la bolsa de dormir mediante el leve impulso que provocan sus pies al hacer presión sobre la pared, a través de la tela semiplástica.

– Va a estar viajando durante no sé cuántos años – comenta Fluencia observando de cerca la bombacha que pasa lentamente frente a sus ojos. Mirando a su compañera, precisa: – Años sociales, ¿eh? No los de esta bolita de metal que nos mantiene cerca.

Constelación afloja el rostro como dándole cauce a la crepitación involuntaria de una risa. Pero, inmediatamente, el movimiento de sus músculos se detiene. Sus ojos se agrandan enfocando a Fluencia. Su mente, sin embargo, recibe con un asombro ineludible otras imágenes, evocadas por recuerdos viejos.

– Pará – dice adoptando una quietud de estatua. – ¿Cuando decís Marte te referís a: Marte? ¿¡El viejo Marte!?

– Sí – confirma Fluencia -, el mucho más que muy antiguo. El original, el nombrado durante miles de años en todo tipo de relatos desde que empezamos a escribir hasta que trascendimos el sistema solar -. Hace una pausa y aclara: – El sistema solar originario. El Marte que se veía… que todavía se ve en el cielo de La Tierra.

– Entendí – dice Constelación -. Pero para procesarlo necesito preguntarte: ¿el planeta que está al ladito de La Tierra? ¿El Marte al que se le decía el planeta rojo?

– Sí… Cuesta pensarlo, imaginarlo… concebirlo. Impresiona y emociona. Me da una especie de vértigo.

– ¿Y cómo está, ahora? No veo imágenes de ese Marte desde que iba a la integración comunitaria.

– Está hermoso. Cada vez más parecido a La Tierra.

– Tu hermano va a vivir una experiencia alucinante.

– Sí, sí…

Constelación vuelve a detener todos los movimientos visibles de su cuerpo. Gira de golpe, suspendida en el pequeño espacio que comparten, e impulsándose contra una pantalla se dirige hacia Fluencia. La toma de los hombros y afirma:

– ¡Vas a poder viajar para allá!

– Supongo que sí – dice Fluencia, sonriendo. – Tampoco es tan sencillo. Tendría que dejar en suspenso todo lo que vengo haciendo… O directamente empezar otra vida. Pensando en hacerla allá o aprovechando el viaje para terminar radicando en las regiones opuestas de la galaxia -. Sacude la cabeza y sigue: – Porque si no, entre los viajes de ida y vuelta más el tiempo que me quede allá…

– ¡Guau! – exclama Constelación. Mientras recorre pantallas con su vista, viajando por el interior del satélite a impulsos del dedo índice de su mano izquierda, que presiona sobre aristas en relieve, dice: – Además, estando allá vas a querer estar en La Tierra, en La Luna… ¡y en cada asteroide!

– Quiero estar en un mar, en un desierto, en una selva, un río, una laguna, una montaña, una catarata y un bosque naturales. Sentir la radiación del Sol en la cara, andar entre la nieve…

Constelación sonríe extasiada, disfrutando la posibilidad de su compañera de vivir esas experiencias. Fluencia sigue enumerando actividades que pueden realizarse allá. Nombra lunas y planetas. Describe sensaciones que sólo puede imaginar. Constelación la mira fijamente, ya sin euforia, con su cuerpo distendiéndose a medida que su sonrisa se amplía y en sus ojos se encienden brillos nuevos. Acaba de entender cuál es, en última instancia, el tema que están abordando mediante esta introducción, yendo hacia el objeto del diálogo como una nave que ingresa en el campo gravitatorio del planeta de destino. Ahora es ella la que mira a través del ojo de buey.

La estrella del sistema en que se hallan comienza a asomar desde el lado contrario del gigante metálico que orbitan. Por lo mismo que los objetos privados de fijación navegan el ambiente, las lágrimas no caen.

Los rayos del astro incandescente ya obligan a Constelación a entrecerrar los ojos. Sus lágrimas se mueven lentamente hasta aplastarse de a poco contra el ojo de buey. Percibe los brazos de Fluencia que empiezan a envolverla. Gira la cabeza hacia atrás, disponiéndose al encuentro de los labios. Sus ojos van señalando la trayectoria que describen mediante mojones creados con la materia de los viejos mares.


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