El rincón de los Suspiros

Autor: Malena García
Fotografía: Cande Pailhé

A todos los chicos suspiros.
A todas las chicas poemas.

 

Prólogo

Nunca fui feliz.
Bueno, sí lo fui, pero luego olvidé cómo era la felicidad y tuve que aprenderlo de nuevo. Aprender a sonreír, a reír, a sentir cosas lindas, recordar que la luz es más agradable que la oscuridad.
Decidí escribir este libro porque tuve la loca idea de que, quizás, pudiese ayudar a alguien a encontrar la felicidad nuevamente.
Porque sé que es posible.
Y así como existen personas que nos hacen mal y nos hacen daño, descubrí que también hay otras que nos hacen bien.
Son aquellas las que hacen que vivir valga la pena.
Porque la vida es hermosa.
Aunque a veces uno tenga que buscar esa belleza para darse cuenta.
La vida no nos va a regalar nada, ni siquiera felicidad.

Está en cada uno buscarla.

pasado


El Rincón de los Suspiros – Capítulo I

Nunca fui una persona de muchas palabras. Me cuesta hablar de mí y de mis sentimientos. Por eso comencé a escribir. Es una buena terapia.

Nací un frío día de invierno, después de mucho trabajo de parto de mi mamá. Sufrió mucho y decidió que no quería tener más hijos así que en casa siempre fuimos sólo nosotros y mi papá. Siempre quise tener un hermano.

Cuando era pequeño solía cuidarme mi abuela cuando mis padres no estaban en casa. Vivía muy cerca de ésta así que para ellos siempre fue una buena opción y también para mí. Con la abuelita nos divertíamos mucho, todos los días iba a buscarme al jardín de infantes y me esperaba con la comida ya preparada en casa. A veces era tortilla de papas, o pasta, otras risotto o pizza. Cada día un menú diferente. Y siempre había postre: flan, mousse de chocolate, yogurt, helado… A mi abuela le gustaba mucho cocinar y me contagió esa pasión cuando, todas las tardes, preparábamos algo juntos para la hora de la merienda: galletas, budín, etcétera.

Ella me enseñó a ser feliz.

Y muchas cosas más. Me enseñó a jugar a las cartas y a los dados, a bailar, a cocinar y, sobre todo, a cuidar plantas. Cuando llovía íbamos al cine o mirábamos una peli en su casa, tumbados en el sofá. O dormíamos la siesta, sobre todo en invierno.

No se crean que era todo diversión. También tenía que hacer mis deberes pero no me molestaba porque sabía que luego podíamos hacer cualquier otra cosa que quisiéramos. Ella era la única persona con la que no lloraba ni rechistaba al hacer los deberes. De hecho los hacía en tiempo récord.

Los días de sol eran los mejores porque podíamos salir al jardín. Era grande, enorme, con muchas flores, árboles, colores y perfumes. Yo la tenía que ayudar a quitar plantas muertas y plantar nuevas, a regar, cortar hojas y el césped, e incluso a hablarles y cantarles. Decía que era importante aprender a cuidar plantas y conectarse con la naturaleza porque son necesarias para la alegría del alma. Por eso aprendí a disfrutar mucho más estar fuera de mi casa que encerrado en una habitación.

Su jardín parecía de película. Lo había cubierto de las flores que más le gustaban (que eran muchísimas) y las cuidaba como a su propia vida. A veces me contaba historias sobre ellas.

Si bien me encantaba ir a donde mi abuela, no me desagradaba estar en casa y pasar tiempo con mis papás aunque no solían llevarme al parque por mucho que les rogara. Tampoco tenían tanta paciencia para ayudarme con los deberes y para no pelearme con ellos me escondía en el ropero y me tapaba los ojos, creyendo que no podrían encontrarme y me saldría con la mía.

Pero un día mis papás comenzaron a pelearse ¿Por qué? No sé, cosas de padres supongo. Y como nunca me gustaron las discusiones me encerraba en mi cuarto tratando de ignorarlas. Aún así podía escucharse todo así que me escondía en el ropero, igual que cómo hacía para escaparme de los deberes, pero esta vez me cubría los oídos y lloraba. Lloraba despacito para que no me escucharan pero lo suficientemente alto para tapar los sonidos de afuera.

De a poquito, me empecé a ahogar por dentro.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo II

Uno de mis primeros contactos con personas externas a mi familia fue en el jardín de infantes. Recuerdo que estábamos enumerando cosas que nos gustaran: autos, juguetes, perros…

Yo respondí “¡Flores!” con mucho entusiasmo. Una de mis cosas favoritas en el mundo y que me conectaban con mi abuela así que la respuesta me enorgullecía, Un niño se rió de mí y me gritó “¡Maricón!”. Desconocía el significado de esa palabra, el chico lo había hecho sonar como algo malo así que le pregunté con inocencia infantil:

-¿Qué es un maricón?

-Algo malo- corroboró él sin saber realmente su significado

Algo malo.

Así que no, mi contacto con el mundo exterior nunca fue bueno, ni siquiera en el comienzo. Desde ese día me molesta la maldita costumbre que tiene la gente de etiquetar a las personas por pequeñas características en común que puedan notar. Como si fuésemos productos de supermercado a los que ponen en la misma góndola. Mismo producto, mismo estante, todos iguales. Ese día me etiquetaron de “maricón” por el simple hecho de que me gustaban las flores. Años después me clasificaron como el “rarito” de la clase por no conectar con nadie de mi clase, por no pertenecer a ningún grupo de personas con las que me tocó compartir mis años de escuela.

Pues no. Soy más que un frasco de mermelada con etiqueta. No me parezco al resto de las personas así como tampoco ellos se parecen a mí. Desde ese entonces, decidí no hacer eso jamás. Jamás juzgaría a nadie de esa manera, no los llamaría con cierto adjetivo simplemente por un comportamiento que tienen. Porque eso es lo que hacen conmigo.

Y es horrible.

Más tarde ese día visité la casa de mi abuelita y nos sentamos en el jardín. Estaba soleado y había una brisa agradable. El otoño comenzaba a asomarse pero todo seguía cubierto de colores. Nos tiramos con una frazada en el césped mirando el cielo azul.

-Abuela ¿Soy maricón?- le pregunté con miedo, aunque no tenía ni idea de lo que estaba preguntando. Ella me miró extrañada.

-¿Por qué preguntas eso?

-Me lo dijo un compañero- respondí haciendo puchero

-Pues dejame decirte algo- me tocó la nariz con un dedo para que la mirara. Estaba sonriendo-. No importa lo que los demás digan sobre ti. No los escuches. Escúchate a tí mismo porque eres el único que puede saber quién eres realmente.

Me parece increíble recordar esa conversación ya que sólo tenía cuatro años en aquel entonces. Pero sus palabras quedaron grabadas para siempre en mí. Me tomó de la mano y nos acercamos a una de sus tantas flores-. Mira esto- señaló un capullo, rodeado de hermosas y resplandecientes flores con muchos, muchísimos pétalos-. A esta flor no le importa que el otoño se avecine y le diga que no puede florecer, lo va a hacer de todas maneras. Florece tranquilo hijo mío. Que nada ni nadie te detenga.

Qué fácil era sonreír con mi abuela.

-Me gusta esta flor ¿Cómo se llama?- pregunté.

-A mi también me gusta mucho- me confesó en voz baja como si fuese un secreto-. Es una flor independiente y que no requiere muchos cuidados aunque sí mucho sol. Se llama Dalia.

-¡Cómo mamá!- exclamé contento. Le faltó agregar que también era muy hermosa. Ese fue el primer nombre que aprendí de una flor.

Y mamá era, efectivamente, una Dalia. Me gustaba más la idea que fuésemos flores y no etiquetas. Porque flores hay muchas, de todos tamaños y colores, con más o menos pétalos, más altas o más bajas pero ninguna es igual a otra.

Y nosotros tampoco.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo III

Un día que comenzó siendo como cualquier otro, terminó siendo crucial en mi vida. Y digo que era como cualquier otro porque, en efecto, mis padres discutieron. Con una pequeña, ínfima diferencia. Esta vez era de día.

Hasta ese momento, las peleas eran de noche, cuando creían que dormía y no escuchaba nada pero ese día me tenían allí al lado, haciendo los deberes, en plena tarde.

No les importó.

Y yo no pude soportarlo.

Sin que se dieran cuenta, me fui de la casa. No sabía a dónde quería ir ni me importaba. Sólo quería escapar.

Empecé a caminar.

En ese entonces tenía seis años y me sentía enojado, triste, impotente y, para colmo, tenía la cara empapada en llanto y chorreaba mocos. Sabía que mi abuelita vivía cerca aunque no sabía exactamente en dónde pero recordaba que siempre había ido caminando. Tenía que ser posible llegar. Y lo logré luego de perderme y desesperarme un poco. Algunos desconocidos trataron de hablarme pero yo los ignoré. Nunca me gustaron los extraños.

No sé cuánto tardé pero me parecieron horas y cuando el sol comenzaba a ponerse, la encontré. Golpeé la puerta desesperado mientras la llamaba a gritos. Todavía recuerdo su cara de sorpresa al verme ahí parado, solo, con la cara roja y los ojos hinchados.

Me dejó entrar sin dudar y me preguntó qué había pasado, junto con algunas otras preguntas que hacen las personas cuando están preocupadas. Le conté lo que pude, como pude y ella me abrazo fuerte fuerte fuerte. Ni siquiera yo sabía qué podía hacer ella por mí para ayudarme pero cualquier cosa que intentara me iba a hacer bien. Porque es lo que ella lograba.

Lo primero que hizo fue llevarme al jardín mientras secaba mis lágrimas. Recuerdo pensar que el jardín era una porquería, que quería que desapareciera el mundo y yo con él pero a pesar de todos mis pensamientos negativos no dije ni hice nada, simplemente la seguí sin rechistar.

Nos detuvimos frente a unas pequeñas flores con pétalos en diferentes tonos de violetas. Las miré, sabiendo que una historia se avecinaba de los labios de mi abuela que yo creía que sería inútil.

-¿Sabes cómo se llaman estas flores?- Negué con la cabeza-. Violetas. Aunque también se las conoce como “ lágrimas de los dioses”. Cuenta una leyenda que después de haber creado los dioses el invierno, las nieves se apartaron y la hierba volvió a brotar otra vez, las aguas a correr y el sol a brillar entre las nubes. Ante tal espectáculo, los dioses lloraron de alegría y estas lágrimas cayeron sobre la tierra, brotando de ellas las violetas. Estas flores nacen al final del invierno recordándonos que incluso los momentos más difíciles, terminan- a medida que iba relatando todo aquello, me fui inclinando hacia su cuerpo y abracé sus piernas- y que aunque veamos todo gris siempre hay color. Si sabemos buscarlo-. Y con esas simples palabras comprendí que ella era una violeta en mi vida, la flor que brilla en el invierno -. También puede comerse- y ante tal afirmación abrí mucho los ojos y la miré incrédulo.

-¡Mentira!- reí y para demostrar que decía la verdad, cortó algunas y prometió decorar nuestra cena con ellas.

Luego me llevó hasta un rincón del jardín cubierto de plantas y montones de flores de esas que yo sabía que eran sus favoritas. Se sentó en el suelo y yo me senté sobre sus piernas. Me abrazó, me abrazó por un largo tiempo.

-Recuerda que ellas siempre te acompañan- me dijo, y yo sabía que se refería a las plantas, las flores, las hojas y los árboles-. Siempre te escucharán sin juzgarte y te darán consejos si prestas atención. Y si algún día yo no estoy aquí para ayudarte, búscalas a ellas- me dió un beso en la mejilla y nos quedamos allí, sentados y abrazados. Cuando me sentí mejor, mi abuelita se levantó y fue a la cocina. Yo me quedé mirando la naturaleza y les conté lo que había pasado. Me sentí medio tonto y hasta pensé que era una estupidez pero cuando terminé de hablar, una brisa me acarició y todo aquello que me rodeaba cantó una canción hecha para mí. Me sentí mejor.

Mi abuela volvió, me tomó la mano y, juntos, le agradecimos al jardín. Entramos a la casa y tomamos un té. Me pareció que hablaba por teléfono preocupada, seguramente con mi mamá pero no presté atención a sus palabras. Luego hizo la cena, una ensalada decorada con las violetas que me había prometido y que comí con algo de culpa. Posteriormente me llevó a casa.

A partir de aquél día, el jardín de mi abuelita se convirtió en mi lugar. Cada vez que mis papás peleaban, yo salía de mi casa y me iba corriendo a la suya. En seguida aprendí el camino. A veces no estaba y tenía que esperarla sentado afuera pero, poco tiempo después, comenzó dejar la puerta sin llave así yo podía pasar e ir directo al jardín. Ese espacio se volvió no solo mi santuario, sino también mi espacio de paz y tranquilidad. A veces me recostaba en la hierba y abrazaba la tierra hasta quedarme dormido y me despertaba mi abuelita con té y galletas de consuelo en sus manos preguntando “¿Otra vez en el rincón?”.

En seguida adopté la costumbre de hablarle a las plantas como una terapia diaria. Gracias al rincón y a mi abuela, las peleas de mis papás se hicieron menos pesadas.

Con el tiempo dejé de llorar.

Una de aquellas tardes, mi abuelita y yo nos acomodamos en el sofá a mirar una película. Después de un rato, me recosté sobre ella y le dije “Quiero mimos”. Ella sonrió y me acarició el cabello.

-Que nieto tan mimoso tengo- comentó haciéndome cosquillas y yo reí y patalée-. Lo que me recuerda a un nuevo amiguito que tenemos.

Entendí a qué se refería y me fui corriendo con energía al jardín.

-¿¡Dónde!?- Grité entusiasmado mientras ella se acercaba a mí corriendo. Caminó por el jardín, conmigo tras sus pasos hasta que llegamos a una flor muy particular. Sus hojas eran pequeñas y similares a las de los helechos y la flor con forma de globo tenía finos tubos terminados en círculos color violeta. Más específicamente según mi abuela, color malva.

-Esta flor se llama mimosa y expresa sensibilidad y alegría- explicó-. Y está un poco despeinada, igualita a ti- bromeó revolviendo mi cabello.

-Yo no soy una planta, abuela- le dije, aunque no me molestaba la idea.

-¡Claro que sí!- replicó-. La flor más linda de este jardín eres tú-. Debo admitir que en este punto discrepábamos, ya que para mí, ella se llevaba el primer puesto-. ¿Quieres ver un truco de magia?

Asentí. Ella tocó con cariño las hojitas de la mimosa y éstas, casi de inmediato, se cerraron. Me quedé perplejo y la copié. Ese día me di cuenta que las plantas son capaces de sentir y por eso mi abuela las cuidaba con tanto amor. Por eso el jardín era tan hermoso.

Un día luego de ir a la escuela, llegué a casa y encontré a mis papás con lágrimas en los ojos. Algo bastante impactante a cualquier edad: ver a tus padres llorar. Me preparé para oír lo que hace tiempo venía esperando que sucediera: la separación, el divorcio y, con un poco de suerte, paz. Pero en vez de eso mamá dijo:

-La abuelita falleció- y rompió en llanto.

Yo, en cambio, me rompí por dentro.

Hasta las flores más bellas se marchitan.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo IV

Todos tenemos cicatrices que nos deja la vida. La pérdida de mi abuela fue mi primer marca, una herida en el alma de esas que nunca sanan pero con las que uno aprende a vivir.

Murió de un infarto. Se fue del mundo sin despedirse y sin sufrir.

Al principio, mis papás dejaron de pelear, quizá la tristeza era demasiado para ellos también pero de a poco también aprendieron a convivir con ella y las peleas fueron reapareciendo. Yo ya no sabía qué hacer, así que me encerraba en el armario como hacía cuando era más pequeño. A veces quería llorar pero había perdido esa capacidad. Mi abuela se había llevado todas mis lágrimas consigo.

Antes de vender su casa recuerdo que fuimos varias veces a buscar cosas importantes, pertenencias valiosas y demás. Hice lo que había hecho siempre apenas llegar, correr al jardín a saludar a mis amigas las plantas pero quedé impactado al ver aquel lugar que solía estar tan vivo y colorido. Estaba… muerto. Como mi abuelita.

Y mi rincón.

Intenté hacer mi lugar en el patio de mi casa para reemplazar el anterior pero no era tan grande y los ruidos de las discusiones se escuchaban en cualquier lugar. Tampoco había plantas que escucharan mis penas. No había vida allí.

Sin darme cuenta, me empecé a ahogar con mis sentimientos.

Como nunca me gustaron los ruidos, se me hizo imposible quedarme adentro de esa casa así que al tiempo comencé a me irme de mi casa por las tardes. Solo y sin rumbo fijo. Las peleas no duraban tanto, podía volver al cabo de una hora pero siempre quedaba un aire extraño, una sensación que me hacía sentir incómodo en lo que debía ser mi propio hogar así que no volvía hasta muchas horas después, cuando era la hora de cenar. Para matar el tiempo me llevaba un libro, los deberes del colegio o los apuntes para estudiar. Siempre tuve buenas calificaciones.

El problema eran los días de lluvia. No podía salir de la casa. Incluso aunque no pelearan, yo no quería estar ahí. Me sentía atrapado. A veces ponía música pero aún así no lograba cesar los ruidos de mi cabeza.

Los primeros años intentamos fingir ser una familia normal a la hora de la cena, nos sentábamos a comer los tres e intercambiábamos algunas palabras. Todo con tal de llenar el silencio incómodo. Pero con el tiempo dejamos de pretender y también nos acostumbramos a ese momento incómodo.

Un día de sol en el que me fui de mi casa y no tenía nada que estudiar, llegué por accidente a una plaza grande, verde y con muchos árboles, una fuente en el centro y varias banquetas de piedra repartidas en toda el área. Hubo una en particular que me llamó la atención, estaba ubicada en el centro de un arco de hierro delante de un gran árbol lleno de historias y vida. Una débil enredadera trataba de trepar por el arco oxidado, sin mucho éxito. Me encantó el lugar a pesar de lo descuidado que estaba, me senté allí y luego me recosté mirando el cielo entrecortado por las hojas.

No era ni de cerca parecido al jardín de mi abuela pero de alguna manera me sentí un poco más cerca de ella.

Mientras los débiles rayos de sol atravesaban las ramas para iluminar mi rostro, sonreí. Se sentía bien hacerlo después de tanto tiempo. Ese día no me importó ni la gente, ni los deberes ni los ruidos y cuando me fui me sentí un poco feliz.

Había encontrado otro rincón.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo V

Comencé a ir a ese parque todos los días y poco a poco, lo hice mi santuario. Quité las enredaderas moribundas y planté un jazmín de leche, una planta trepadora y perenne que da hermosas florcitas blancas de cinco pétalos para asegurarme que todos los años iba a tener plantas vivas y perfume en primavera. Compré todo tipo de flores, incluidas las favoritas de mi abuela, cuyo nombre no recordaba pero sabía que era aquella que se veía como una campanita y las ubiqué al pie del arcón y de la banqueta de piedra. No tenía guantes ni muchas herramientas de jardinería, así que muchas veces mis manos quedaban llenas de tierra y un poco heridas, pero no me importaba porque yo me sentía mejor allí.

El parque no quedaba demasiado cerca de mi casa así que no era fácil llevar agua para regar las plantas, por ende muchas veces morían y tenía que cambiarlas. El dinero para comprarlas lo obtenía de los vueltos que me daban cuando mi mamá me mandaba a comprar. Me quedaba con un pequeño porcentaje y así iba juntando moneditas. Claro que con doce años juntar dinero y cuidar plantas sin tener un mínimo conocimiento no era demasiado fácil pero me acordaba de mi abuela y su consejo de escucharlas tanto como ellas me escuchan a mí y de a poco fui aprendiendo. Ir allí a estudiar y hacer los deberes se me hizo una rutina, iba siempre después de almorzar e incluso a veces me llevaba el almuerzo e iba directamente desde el colegio. A veces me adormecía mirando el cielo, oyendo a los pájaros y las chicharras (si era verano) y oliendo el aroma de la naturaleza. Incluso olvidaba que estaba dentro de una gran ciudad.

Había mucha gente en aquél lugar que, como yo, eran habituales: un hombre que siempre paseaba a su perro a la misma hora, una chica que se sentaba a leer o escribir, un padre que siempre llevaba a su hijo los domingos a jugar, una anciana que alimentaba a las palomas con pan…

Pasaron años y siempre había gente habitual. Algunos se fueron, otros nuevos se sumaron. El niño que iba con su padre los domingos creció y dejó de ir, la anciana de las palomas imagino que falleció porque de un día para otro desapareció, pero venían nuevas familias, nuevos solitarios, algunas parejas de enamorados y yo ahí, en mi rincón. El hombre que paseaba a su perro siguió yendo, y la chica que leía y escribía también, aunque no con tanta frecuencia. Se notaba que ella era más grande que yo y nunca nos habíamos dirigido la palabra pero luego de tantos años de vernos casi todos los días era como ser vecinos. Muchas veces nos saludábamos de lejos, con la mano. Ella siempre sonreía.

Yo ya había cumplido los dieciséis años.

Mi rincón era el lugar más bello y acogedor de la plaza, lo cual debo decir, tenía su lado negativo. Muchas veces había gente cuando yo llegaba, usualmente parejas, y a veces tardaban horas en irse. Así que me tocaba sentarme en otro lugar, acechando a las personas esperando que se marcharan.

La chica que leía y escribía muchas veces se sentaba allí, protegiendo mi espacio, y cuando me veía llegar se iba en silencio y con una sonrisa. Estaba seguro que muchas veces regaba mis plantas.
Una vez llegué y la vi alejarse, como de costumbre, pero ese día se había dejado un cuaderno.

Este cuaderno.

Lo abrí, temiendo invadir su privacidad pero curioso de saber qué llevaba escribiendo por tantos años. Cuando lo hice me llevé una sorpresa.
Un pequeño poema ocupaba la primer página y una dedicatoria que decía con letra clara y redonda: “Para el chico de los suspiros”.

Fue a partir de aquel día que bauticé mi lugar como el rincón de los suspiros.

Y a ella la chica poemas.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo VI

El cuaderno tenía muchas hojas en blanco y algún que otro poema escrito. A mano. Siempre me gustó ver la caligrafía de las personas, aunque no supiera nada al respecto. La suya me transmitió cierta calidez y también sus poemas, aunque fuesen sencillos y con tachones. Noté que leer poesía escrita a mano muestra los sentimientos de otra manera. Más expuestos.

Nunca se me había cruzado por la cabeza que aquella chica escribiera poesía pero con su regalo sentí que abrió una parte de su alma ante mí y eso no es algo que la gente haga muy seguido. Por primera vez tenía un “amigo”. Lo pongo entre comillas porque no era algo demasiado real y yo soy realista. No se puede considerar amigo a alguien con quien nunca se ha cruzado palabra… ¿Verdad?

Ese día me fui a casa sintiéndome diferente: un regalo entre mis manos, un posible amigo y, lo más extraño de todo, la sensación de que había alguien que podía llegar a entenderme.

Pasaron varios días hasta que volvimos a cruzarnos. Yo estaba sentado donde siempre, concentrado en hacer los deberes cuando, de repente, apareció junto a mí.

-Hola- saludó sentándose a mi lado, como si ya nos conociéramos. Bueno, sí nos conocíamos pero de lejos. Me puse un poco nervioso, nunca se me dió bien eso de socializar

-Hola- respondí intentando fingir tranquilidad y a la vez temiendo espantarla con mi sonrisa nerviosa y que no pareciera un maniático loco. Ignoré su mirada a toda costa y seguí haciendo mis cosas.

Nada más pasó, se quedó allí sentada leyendo y yo estudiando. Al cabo de unos minutos, dejé de sentirme incómodo y la tarde transcurrió normal y sin acontecimientos remarcables. Antes de que oscureciera, ella se marchó con un simple adiós.

Uno de aquellos días, volví a casa y encontré a mi mamá llorando. Sabía el motivo: era el aniversario del fallecimiento de mi abuelita. Yo también estaba afectado ese día, aunque ya habían transcurrido muchos años. Mamá trató de secarse las lágrimas pero tenía los ojos hinchados y la cara roja. A nadie le gusta que lo vean llorando y ella no era la excepción. Tan pronto como entré a la casa, me fui. Ese día tenía algo de dinero para comprar flores para mi rincón pero en vez de eso busqué un ramo multicolor, el más lindo que encontré para mi corto presupuesto, y volví derecho a mi casa. Mamá ya no tenía la cara tan hinchada, había dejado de llorar.

Parecía sorprendida de verme de vuelta tan rápido ya que se había adaptado a mis desapariciones diarias. Sonrió cuando le tendí las flores, sin saber bien qué hacer. Para mí obsequiar flores es algo muy especial y ella también lo es. Se le llenaron los ojos de lágrimas, esta vez de una alegría mezclada con la tristeza que cargaba.

-Me recuerdas a la abuelita- dijo mientras me abrazaba en señal de agradecimiento. El aroma de las flores entre nuestro abrazo lo hacía el momento aún más perfecto-. Cuando el abuelo falleció, ella estaba muy triste y deprimida. Su jardín la salvó. Fue su medicina. Las plantas le curaron la angustia. Ver su jardín era como ver su alma al desnudo.

Ese día me fui a dormir contento porque llegué a conocer a mi abuelita un poco más y entendí que, a su manera, ella también había tenido su propio Rincón de los Suspiros.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo VII

Casi todos los días, la chica poemas se sentaba a mi lado. Bueno, yo en una esquina del asiento y ella en la otra. Podría haber entrado una persona y media más entre nosotros. Quizás dos si son personas pequeñas.
A veces me hacía preguntas aleatorias: “¿Te gusta la lluvia?”, “¿Alguna vez te habló el viento?”, “¿Pintarías la noche de otro color?”.
Responder preguntas como la primera era fácil. Sí. No. Depende el día. Para el resto me quedaba callado. Me costaba pensar una respuesta para algo que no podía estudiar de memoria. No sé de dónde salían sus preguntas. Me preguntaba si eran dudas existenciales que ella tenía o si salían de sus lecturas. A veces intentaba ver qué leía pero en general, dada la distancia física que había entre nosotros, era difícil.
Un día me hizo otra pregunta que no era fácil de responder:
-¿De qué escapas, chico suspiros?
Por un momento me quedé helado y creo haber dejado de respirar. No entendí por qué preguntaba aquello ¿Qué le hacía pensar tal cosa? Sin embargo no fui capaz de responder porque esa frase, esa simple pregunta, me golpeó como una bofetada. Y de tanto que dolió, tomé mis cosas con prisa y me fui corriendo, casi tirando todo al piso.
Dios, como pesan las miradas a veces.
Me sentí un cobarde. Efectivamente lo fui. Le di vueltas al asunto todo el día y me reproché de no haber respondido con un simple: “no escapo de nada”. Pero es que hay un problema: no sé mentir.
Me di cuenta que hacía tanto tiempo me la pasaba escapando que ya me había olvidado el motivo.
Esa noche no dormí.

Temí no volver a verla ¿Quién querría sentarse tan cerca de un raro? ¿O hablar con uno? Nadie, ya me había quedado claro años atrás en el colegio. Pero cuando volvió a sentarse en mi rincón, sentí alivio.
No sé por qué decidí que era una buena idea ponerme de pie, aunque miré al suelo en vez de mirarla a ella y responder, por fin, una pregunta difícil.
-De las peleas- dije. Me tembló la voz. No sabía si entendió a qué me refería, pero para evitar mirarla a la cara, aclaré-. Tu pregunta del otro día… escapo de las peleas.
-¿Qué peleas?
-Mis papás- expliqué toscamente mirando los cordones de mis zapatillas y su rebuscado entrecruzado en zig zag-. Discutían cuando era chico, yo me encerraba en el armario pero se escuchaba igual. Así que comencé a venir acá-. Se sentía raro decirlo en voz alta.
-¿Alguna vez les dijiste cómo te sentías?
-N… no
Se quedó en silencio un momento que se me hizo eterno.
-No creo que escapes de las peleas. Pienso que escapas de tus sentimientos- sentenció.
Y ante tal afirmación, tan real y certera, nuevamente me quedé sin palabras y decidí ser un cobarde de nuevo. Me fui corriendo.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo VIII

Me gusta despertarme bien temprano en las mañanas y disfrutar el silencio. Sólo escuchar el viento, o los pájaros cantando. Ocasionalmente algún auto. En verano me quedo tirado en la cama. En invierno me hago un té o un café antes de que alguno de mis papás despierte y me recuesto en el sofá con una frazada a disfrutar de la infusión. Luego de mi momento de paz, comienza mi rutina de todos los días. Ir al colegio, almorzar, ir al rincón de los suspiros. hacer los deberes y luego dormir. Hago ejercicio dos veces por semana, por la escuela. Eso es todo. A veces me preocupa ser demasiado simple.

Pero con la chica poemas sentía que mi rutina era diferente. Algunos días iba, otros no, sin ningún orden específico. Impredecible. Y el hecho de que me hiciera preguntas diferentes todos los días me hacía sentir bien por que era la parte más impredecible de mi día.

Después del episodio en que salí corriendo, nuevamente temí no volverla a ver. No apareció al día siguiente. Ni a la semana. Apareció un día, la vi acercándose a lo lejos caminando hacia el rincón y con un libro entre las manos, como de costumbre. Me sentí un poco nervioso. Para mí esa situación era como ver a alguien que te dice: “tenemos que hablar”. La peor frase de la creación humana.

Obviamente mantuve la mirada en los apuntes aunque releí la misma oración tres veces y aún hoy no sé qué decía porque no le presté atención. También me sudaron las manos. Me sudan las manos cuando estoy nervioso. Me dió esa cosa fea que te da en el estómago que quema pero no son mariposas. Llegué a pensar que iba a sentarse en otro lugar, que iba a desviarse a último minuto. Pero no. Se sentó a mi lado. Esta vez no tan lejos.
-Disculpa por el otro día- me dijo. Ella a mí. ¿Qué? No era ella quién tenía que pedir perdón. Esta vez sí la miré. La miré a los ojos. Verdes. Nunca los había apreciado-. La verdad es que soy yo quién se la pasa huyendo y vengo aquí a distraerme. Pensé que quizás tú también. Pero aún si es así, no debería entrometerme. Perdón.

Para una persona que sale corriendo cuando no sabe responder una pregunta, aquella se me hizo una confesión valiente. Yo no puedo ni sostener una mirada…
-¿De qué huyes?- me atreví a preguntar.
-De mis pensamientos- respondió con una sonrisa. Me pregunté cómo es posible escapar de algo que vive con nosotros-. Por eso hago cosas que mantengan mi cabeza ocupada. Estudio, hago ejercicio con la música muy fuerte, cantando a los gritos en mi interior, leo en voz alta si estoy sola. Cualquier cosa que me permita tapar los ruidos de mi propia cabeza. La noche es el peor momento. Intento irme a la cama estando lo más agotada posible para dormirme rápido y permitir que los pensamientos escapen. Pero resulta que no sirve de nada. Logré entender que huir es inútil y de a poco voy enfrentando las cosas. Es difícil pero es lo más sano. A veces lloro, eso ayuda.

Me impactó que me lo dijera con una sonrisa en los labios, con la tranquilidad en el rostro de quien está haciendo lo correcto pero con una inevitable tristeza en los ojos.
Tomé aire haciendo tiempo para unas palabras que nunca llegaron. Abrí y cerré la boca llena de aire vacío. Me sentí un sapo. La chica poemas decidió hablar por mí, quizá era otra de sus estrategias para no escuchar sus pensamientos.
-Me gusta mucho lo que haz hecho con este lugar del parque. Cada vez que lo veo siento que es la entrada a un cuento. Es sorprendente que de algo tan viejo y desgastado hayas logrado sacar tanta magia.

Esta vez quién sonrió fui yo. Nunca me habían dicho algo tan bonito. Y ese lugar tan simple y pequeño me había dado tanto que me alegró que hubiese generado algo en alguien más.
-Yo lo llamo El Rincón de los Suspiros…
-El Rincón de los Suspiros- repitió. Y de verdad sonó mágico-. Me encanta.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo IX

Aunque nuestras conversaciones no eran muy largas, de a poco la empecé a considerar una amiga. La chica poemas era muy alegre lo que me hacía preguntarme de qué pensamientos podría escapar una persona tan positiva. A veces me ayudaba con lecciones del colegio, otras la ayudaba a estudiar para la universidad y me explicaba cosas que no entendía.
-¿Has escrito algo nuevo?- solía preguntarle a lo que siempre me respondía:
-Siempre escribo algo nuevo pero no siempre es algo bueno.
Era bastante cerrada con sus escritos. Muy de vez en cuando me leía algo pero en general decía que no le gustaba y no quería mostrarlo.
Conversamos un poco mientras ella sacaba provisiones de un gran bolso que solía traer al rincón y servía café en unas tazas de plástico.
Soy de esas personas qué podría vivir sin comer. Obviamente que necesito comer para sobrevivir y me gusta la comida pero no es algo que me vuelve loco. Si no hay comida simplemente no como. No voy al supermercado a comprar. Por eso en esa época estaba tan flaco. En la mañana no desayunaba o solo tomaba un café. Luego almorzaba al volver del colegio y de allí me iba para mi rincón. Muchas veces no volvía a probar bocado hasta la noche, a la hora de la cena. No soy quisquilloso con la comida, me gusta todo salvo algún que otro vegetal y el tomate. Cada vez que mi mamá prepara pasta hace salsa de tomate y yo la detesto, salvo que sea boloñesa. Con mucha carne para que no se le sienta el gusto al tomate. Fuera de eso, mi mamá no tenía que pelear conmigo por mi alimentación.
A la mamá de la chica poemas le gustaba cocinar. Por eso ella siempre traía algo para la merienda acompañado con un termo de té, café o chocolate dependiendo de lo que tuviese ganas ese día. Así que siempre que me cruzaba con la chica poemas tenía la merienda asegurada. Traía galletas, brownies o bizcochuelo. Siempre hablaba contenta de la pasión que tenía su mamá en la cocina y de las cosas que le había enseñado a hacer. Si su mamá no tenía tiempo de cocinar, lo hacía ella aunque insistía en que no le salía tan bien. Desafortunadamente, los últimos meses la chica poemas intentaba evitar la cocina.
-Dejé de hacerlo porque me daba demasiada libertad mental, lo que permitía que pensara mucho y me terminaba torturando y arruinando la comida.
Ya hacía bastante no tocábamos el tema así que aproveche el momento para preguntar:
-¿Por qué? ¿Con que te torturabas?
Le dio un sorbo a su taza de café y suspiró, como tomando fuerzas para decir algo que le costaba mucho esfuerzo.
-Con mi ex. Mi cabeza siempre vuelve a él. Todavía duele un poco.
-¿Qué hizo? ¿Te engañó?- rogué no haber sonado muy grosero con esa pregunta tan frontal.
Emitió una risa casi muda y triste.
-Peor. Me rompió el corazón- me miró a los ojos y a través de ellos pude ver ese corazón partido del que hablaba. Intentó sonreír pero su sonrisa se partió junto con las lágrimas invisibles que comenzaban a aflorar de su alma-. A veces aún me pregunto si hice algo mal. Antes era peor, me reprochaba constantemente el pasado.
Me sentí mal por no poder decir nada pero ciertamente en cuestiones de amor no tengo experiencia ni buenos ejemplos a seguir. Quise abrazarla, porque a veces eso ayuda más que las palabras, pero no quise rozar esa línea en la que el contacto físico se malinterpreta e incomoda. Así que me quedé en silencio.
Nos quedamos en silencio. Yo tragando mis palabras y ella su angustia.
Al final, y como de costumbre, fue ella quien lo rompió.
-Y tú.. nunca me contaste la historia de este lugar- recordó mientras se pasaba la manga de la blusa por la mejilla- ¿Como se te ocurrió transformarlo?
Y por algún motivo, quizá porque ella me abrió una de las puertas de su corazón y me mostró qué había allí, yo abrí una de las mías que tenía cerrada hace mucho tiempo. Al principio es raro, incómodo y hasta asusta un poco. Todo está opacado por el polvo del olvido. Pero solo es superficial, una capa que lo cubre todo pero que se puede quitar. Así que asomarme nuevamente por esa puerta fue como volver a ver el sol luego de mucho tiempo de oscuridad. Cuesta al principio pero de a poco uno se va acostumbrando. Así que le conté. Le conté un poquito. Y luego más y más. Hasta que no pude callar. Supo todo sobre mi abuelita, nuestros juegos y comidas, su jardín, cómo ella me ayudó cuando lo único que yo quería era escapar del mundo y cómo empezó la historia de mi rincón. También le confesé que el nombre Rincón de los Suspiros era también gracias a ella misma, a la chica poemas, cuando me regaló este cuaderno. Sonrió cuando se enteró que aquel santuario tenía nombre y apellido y los dos habíamos sido encargados de bautizarlo. Yo también sonreí mucho ese día. No sabía que podía doler la cara por felicidad.
-Cada vez que venga aquí, pensaré en ti abuelita. La abuelita de los Suspiros. Debe haber sido una persona excepcional, como tú.
Ese fue el segundo cumplido más lindo que me dijeron en la vida. “Excepcional” no significaba ni malo, ni raro, ni diferente.
Por primera vez.
Me ruboricé.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo X

El fin de semana decidí comprar algunas cosas para el Rincón de los Suspiros. Una de las flores se había marchitado y tenía que reemplazarla por otra pero cuando llegué al vivero vi una flor que me dió una idea y que, además, no tenía en el rincón. Compré dos y una maceta. Al volver a casa, traspasé una de ellas a la maceta que había comprado.
Mamá me vió preparando aquello y se acercó a mí con curiosidad.
-¿Esa flor es para mí?- preguntó con picardía
-Esta vez no, Dalia. Perdón- respondí. Estoy seguro que me miró con sorpresa pero yo evité su mirada. No preguntó más detalles.
Puede que suene raro llamar a tu madre por su nombre y, de hecho, cuando comencé a hacerlo luego de la muerte de mi abuela, ella se enfadaba conmigo y me decía que no la llamara así. Hasta que un día, casi me gritó que por qué la llamaba así. Le respondí que era el nombre que la abuela le había puesto y que me parecía hermoso porque me gustaba mucho la flor y me parecía mucho mejor que llamarla “mamá”. Le costó adaptarse al cambio pero cuando vio que yo estaba tan testarudo y que no iba a cambiar de parecer, dejó de enojarse. Más adelante, cuando pasamos frente a una florería, vi una Dalia y le pedí a mamá que la comprara. Digamos que fue la primer planta que le regalé, aunque la pagó ella. A lo largo de los años le regalé algunas pequeñas flores en macetas que están distribuidas por toda la casa.
Al terminar, me fui al parque con las dos flores. Una la planté en el rincón y la otra, la que estaba en la maceta, la dejé a mi lado algo escondida, esperando a la chica poemas. Para mi suerte, cuando llegó (creo que) no la vió.
-Hola- saludé. Me quemaba el estómago. Estaba nervioso. Hacer un regalo es más difícil de lo que creía.
-Chico suspiros- respondió a mi saludo-. Qué extraño verte por acá- bromeó.
-Tengo algo para tí- me apuré a decirle. Me sudaban las manos. Ella pareció sorprendida. Busqué rápido la planta, casi arrojándola al suelo, y se la tendí con los dos brazos pero mirando al piso. Mi estómago iba a provocar un incendio. Ella la tomó amablemente.
-Gracias.
-Se llaman pensamientos- le expliqué. Me pareció que era una flor adecuada para ella-. Se ve parecida a la Violeta pero es diferente. Representa la nostalgia y suele obsequiarse a quien extrañamos mucho. Pensé que… quizás- y aquí es donde temía arruinar todo- tus pensamientos no te dejan tranquila porque extrañas mucho. A algo o a alguien. Creo que estas flores muestran que los pensamientos también pueden ser agradables.
Las observó con cuidado, miró sus colores y abrazó la maceta.
-Gracias- volvió a repetir y de verdad me agradecía-. Sabes… este parque es muy importante para mí. Aquí lo conocí a… él- admitió algo avergonzada, como si estuviese diciendo algo malo. Me quedé en silencio esperando que continuara. Se volteó y miró otra de las banquetas del parque-. En mi casa nunca tuvimos jardín y aún así, yo adopté a una conejita a la que llamé Luna. No me gustaba tenerla en una jaula y me sentía culpable de que no tuviese espacio en la casa, así que todos los días la traía aquí- sonrió ante el recuerdo-. Solíamos sentarnos allí- señaló una banqueta, frente a la fuente-. Yo leía mientras la acariciaba y ella se quedaba quietecita, con los ojos cerrados, durante horas. Me acostumbré a las miradas extrañas por tener un conejo en vez de un perro. Pero yo los ignoraba porque mi Luna era feliz. Y yo también.
“Un día se me acercó un chico y me pidió tomar una fotografía. Fue raro pero acepté. Continué leyendo mi libro intentando que no se me notaran los nervios para que la fotografía saliera bien, luego me dió las gracias y se alejó. Días después, cuando volvía de revelar las fotografías, pasó por aquí y me vió otra vez. Se aproximó a mí pero esta vez con una foto en la mano, la foto que me había tomado. Dijo que era una de las más lindas que había tomado y me la obsequió. Cuando se marchó, me di cuenta que había dejado su número de teléfono en la parte trasera. Así comenzó todo- relató todo aquello como un recuerdo lindo, con una sonrisa en el rostro y ni pizca de tristeza que la solía invadir cuando contaba algo sobre él-. Luego de que mi coneja murió, continué viniendo. Este lugar siempre será especial para mí-. Acercó su rostro a los Pensamientos y se acarició con los pétalos. Una lágrima casi invisible resbaló por su mejilla y continuó su camino por la flor-. Gracias chico suspiros por recordarme la belleza de los recuerdos.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo XI

Los siguientes días la chica poemas no apareció. Me había dicho que tenía que estudiar para unos exámenes muy complicados e importantes para los que tenía que enfocarse al cien por ciento pero que volvería en cuanto los terminara. Por suerte para mí, a pesar de que extrañaba su compañía, no sentí que me faltase algo, lo que significaba que no había generado una dependencia hacia ella. Una vez habíamos hablado de ello relacionado al amor y la chica poemas había dicho que si uno dependía del otro para ser feliz y estar completo algo estaba fallando ya que uno debería sentirse así por sí solo y elegir compartir con otro esa felicidad. Lección que, según ella, aprendió tarde. Lo anoté mentalmente para intentar aprenderlo antes de que me sucediera a mí ¿Puede suceder lo mismo con las amistades? Yo no tuve amigos por mucho tiempo y ahora que tenía una, me daba cuenta lo importante que son y cómo cambia el día a día teniendo a alguien con quién reír, conversar y hasta delirar un poco. Era… agradable. Pero no quería generar una dependencia por ello.
Dos semanas después, luego de rendir sus estresantes exámenes, le pregunté cómo estaba.
-Me siento muy bien- respondió con una sonrisa honesta-. Rara, pero bien.
-¿Qué sucedió?
-Hablé con él- no dijo su nombre pero sabía a quién se refería-. Fue difícil, me costó un montón y lloré. Bastante. Pero creo que algo dentro mío se relajó y comenzó a sanar. Como si hubiese podido desenredar un nudo que tenía atado muy fuerte. También me pidió perdón. Hoy, por primera vez en mucho tiempo, pensé en él y no sentí rencor. Espero que el sentimiento dure- se rió y le sonreí de vuelta.
-Me alegro por tí. Pero ten cuidado, no vuelvas a caer en él-. No sé por qué dije eso, pero me arrepentí en seguida y deseé que un árbol me aplastara. No suelo decir cosas así en voz alta, siempre tengo miedo de la reacción que pueda tener el otro. Ella me miró algo sorprendida y sin dejar de sonreír me tomó la mano y la apretó.
-Para eso te tengo a tí, para que no me dejes caer- no lo dijo coqueteando, se notaba que era un gesto sincero y lleno de cariño. Para mí se sintió raro, la gente no suele tocarme y a mí me cuesta el contacto humano pero me sentí cómodo. La chica poemas era así siempre, irradiaba luz y yo comenzaba a sentirla más una hermana mayor que como una amiga- y yo haré lo mismo contigo.
Esas simples palabras y ese gesto tan suave me hizo entender el significado y la importancia de los amigos. Y eso logró que algo dentro mío se soltara, supe que con ella mi sentimientos y mi alma estaban seguros y libres de ser juzgados. Volví a hablar y por fin confesé lo que sin darme cuenta me estaba pesando.
-Creo que tienes razón. Creo que escapo de mis sentimientos-. Su mano, que aún sostenía la mía, me apretó con fuerza-. El problema es que no sé qué hacer ni cómo afrontarlos.
-Ya lo estás haciendo. Admitir lo que te sucede es muy valiente y difícil… ¿Qué sientes?
-Siento…- me costó encontrar las palabras para describirlo- un hueco. Aquí- me toqué el pecho con nuestras manos enredadas-. Pero está lleno de tristeza-. Contradictorio ¿No? Un hueco que está lleno. Al expresar eso en voz alta, increíblemente entendí mejor lo que me pasaba. Ese hueco estaba vacío de alegría y por eso yo mismo lo llené con tristeza y angustia. Sin poder contenerme, me largué a llorar.
Ella me abrazó.
Como mi abuelita
Y yo le conté todo.
A las plantas.
A las flores.
A la chica.
A los poemas.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo XII

A partir de aquel día comencé a sentirme un poquito mejor. Solo un poquito. También me dí cuenta que por primera vez confiaba lo suficiente en alguien como para abrirme de esa manera sin sentirme avergonzado de lo que siento. Jamás había sido así de sincero, ni siquiera conmigo mismo.
Unos pocos días después, vi a mi amiga acercarse con cara seria y molesta, cosa que no era muy común en ella.
-Sanar un corazón es más difícil de lo que pensé- rezongó mientras abría su bolso y sacaba un termo de café con leche y un contenedor de galletas con chips de chocolate.
-¿Qué sucedió?- pregunté mientras me tendía una taza de café.
-¿Recuerdas que el otro día me pediste que no vuelva a caer en mi ex?- asentí, sabiendo lo que iba a decir-. Pues… no caí pero… digamos que tropecé un poco.
-Dicen que un tropezón no es caída- algo que definitivamente no había cambiado en ese tiempo era mi pésima habilidad con las palabras- ¿Cómo te sientes? ¿Estás bien?- decidí que era mejor ocupar mi boca masticando una galleta.
-Sí, estoy bien. Por un lado me siento tranquila porque cuando lo he vuelto a ver me he dado cuenta que ya no estoy enamorada de él, pero aún hay un revoltijo de sentimientos alterados en mi interior. A veces lo miro y siento tristeza porque me doy cuenta que aquello tan lindo que teníamos no volverá a ser. Otras veces le estoy agradecida por haberme enseñado a amar de una manera que ni yo sabía que era posible. Y otra veces siento odio. Odio por haberme hecho tanto daño.
-¿Se puede odiar a alguien a quién se ha querido tanto?- reflexioné.
Se quedó meditando un momento en silencio y luego me miró a los ojos con una pregunta en la mirada: ¿Se puede?
Para romper el silencio, decidió cambiar el rumbo de la conversación hacia mí y mis problemas.
-¿Y tú? ¿ Qué harás para enfrentar a tu corazón?
Levanté los hombros en honesta señal de duda. No es fácil enfrentar algo que se evita hace tanto tiempo. Ella ya sabía que yo iba allí a suspirar mis penas y también sabía que verme allí todos los días significaba que yo seguía escapando, que seguía en mi zona de confort. Creo que se dió cuenta que me puso incómodo e inmediatamente cambió de tema.
-Me encanta lo que has hecho aquí ¿Sabes? Hiciste un monumento a tu abuela y a la vez un lugar seguro para tí. Es una lástima que lo utilices para las penas y no para las alegrías.
-Quizás algún día pueda hacerlo- repliqué poco convencido. Al fin y al cabo me autodefino como un cobarde.
-Sé que lo harás- me animó con firmeza. Es curioso cómo a veces otros pueden ver cosas en tí que ni tú mismo pueden ver-. Es imposible estar aquí por mucho tiempo y sentirse triste. Como ya te he dicho, este lugar es mágico y eso sólo lo puede lograr alguien igual de mágico. Cuando aprendas a usar esa magia para tu bienestar serás… no sé ¿Hay algo superior a la magia?
-¿Dios?
-Quién sabe.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo XIII

Los domingos siempre trataba de pasarlos en casa la mayor parte del tiempo. En general me iba a mi santuario a relajarme después de almorzar y volvía antes de la merienda. El hecho de que estuviesen mis dos padres en la casa todo el día hacía el ambiente tenso, pero había una especie de acuerdo tácito en el que los domingos las peleas (casi) siempre se evitaban.

Me gustaba pasar tiempo con ellos. Por separado. Muchas veces cocinaba con mamá algo para la merienda o la cena, o la ayudaba a pasar plantas de una maceta a otra o cosas relacionadas a la escasa vegetación de la casa. No teníamos jardín pero a mi mamá le gustaba cuidar las plantas que yo le había obsequiado y porque, de alguna manera, también a ella la conectaba con la abuela. Con papá solía ver películas, o partidos de fútbol aunque no me interesara demasiado. En general, entre ellos no cruzaban palabra y yo lo prefería así.

Hacía mucho que ya no escuchaba las peleas de mis papás porque, básicamente, nunca estaba en casa salvo para la hora de la cena. Ellos ya se habían acostumbrado. Al principio (nunca me lo dijeron pero estoy seguro que lo pensaban) creían que me iba a drogar o hacer ese tipo de cosas y por eso desaparecía todo el día. Cuando me preguntaban dónde había estado, yo respondía con total y absoluta sinceridad: “en la plaza” que, por algún extraño motivo, los dejaba más intranquilos. Pero al ver que mis notas eran cada vez mejores y yo siempre volvía en estado de total normalidad, dejaron de preguntar y se lo tomaron como algo rutinario. También podrían haber creído que tenía una novia o que de repente me había vuelto super popular y me iba a la casa de mis amigos todos los días, pero mi personalidad deja muy en claro que ese no era el tipo de actividades que hacía.

Cuando era más chico, intentaba generar conversación cuando estábamos comiendo pero la mitad de las veces concluía en discusiones y dejé de intentarlo. Comíamos en silencio. No me quejaba de la comida porque ya se habían desencadenado problemas y además sabía que mi mamá hacía esfuerzo y se tomaba el tiempo de hacerla a pesar de que no fuese su actividad favorita en el mundo y que estuviese cansada de trabajar. Si había algo que no me gustase, lo dejaba silenciosamente al borde del plato.
En mi casa siempre era mejor el silencio.

Pero ese domingo fue diferente. Dalia y yo compartimos un desayuno ligero mientras papá dormía y nos pusimos manos a la obra con el almuerzo. Mi mamá era una persona agradable y le gustaba que la ayudara en la cocina porque era menos trabajo para ella. Hicimos pasta casera y salsa. Esos momentos me hacían recordar a cuando cocinaba con mi abuelita. Luego de comer y lavar los platos, cociné unas galletas para cuando volviese del rincón para ver un partido con papá.
Mientras estaba mezclando la harina, algo pasó, no sé qué, pero de repente… gritos. Enojos. Bronca.

Dios. No otra vez. Ya me había acostumbrado a no estar y no escucharlos ¿No podían esperar un rato más hasta que yo ya no estuviera presente?. Me sentí un niño otra vez que sólo quería taparme los oídos y cerrar bien fuerte los ojos y desaparecer de allí. Me contuve y respiré ondo, rogando que fuese una discusión corta y pasajera. Pero no, siguió y siguió. Siguieron. Todo a mi alrededor empezó a darme vueltas y el pecho me apretó. Me volví a ver de pequeño, encerrado en el placard llorando, imágenes que querría eliminar con un botón y no tener que volver a recordar nunca en la vida.
Como si olvidar fuera tan fácil.

Mi respiración se agitó y me sentí impotente. Impotente e inútil, de no poder cambiar esa situación. De que aquello afectara mi vida diaria. Sólo podía pensar en irme de allí. En buscar algo de paz. En escapar.
Otra vez.

Dejé la masa de galletas sin tomarme la molestia de lavarme las manos. No aguantaba más. Las manos sucias no eran nada comparado con ese infierno. Caminé hacia la puerta pero cuando mi mano tomó el picaporte, una voz sonó en mi cabeza. Una voz amiga.
“¿De qué huyes?”
“¿Qué vas a hacer para afrontar tu corazón?”
Otra voz, aún más conocida y que me hablaba todos los días, me incitaba a abrir la puerta e irme, como siempre.
“Vete, necesitas tu rincón, tu paz, tus plantas…”
No. No esta vez. Por primera vez decidí no escuchar esa última voz. Esa que hablaba con mi voz, la voz del miedo. Me dí la vuelta, observándolos discutir, y sentí bronca. Mucha. Traté de buscar sus miradas pero pareciera que yo fuese transparente, como si se hubiesen olvidado de mi existencia. Quería que por una vez me miraran, vieran el daño que me estaban causando a mí y a ellos mismos. Sabía que si miraban mis ojos de tristeza podrían entenderlo. Sólo necesitaba una mirada. Pero no, no lo hicieron.

Me empecé a ahogar, ahogar con palabras en mi pecho. Podía elegir seguir tragándomelas o, por una vez, escupirlas sin temer las consecuencias. El cambio estaba en mí, era yo quién elegía si seguir sufriendo por ello.

Sin meditarlo y por primera vez en mi vida, grité:
-¡BASTA!- ellos se callaron y me miraron, sorprendidos de que yo estuviese ahí, de que les estuviera dirigiendo la palabra en aquel momento. Se quedaron en silencio-. Basta- repetí con lágrimas en los ojos. Y ahora sí, a falta de algo más que decir, di la vuelta, abrí la puerta y me fui. Corriendo.

A mí lugar seguro. Mi guarida. Mi rincón.

Llegué agitado, la chica poemas me vio llegar a lo lejos y se puso de pie, preocupada.
-¿Estás bien?- preguntó alarmada.
-No sé- fue una respuesta sincera.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo XIV

El día que exploté, no volví a casa hasta bien tarde. La chica poemas se había ido hacía rato, no sin antes preguntarme mil veces si no quería que se quedara. Pero insistí en que no se preocupara, que estaba bien y que volvería a casa pronto. Esperaba que, por la hora, mis papás ya se hubiesen ido a dormir. El momento de la cena había pasado hacía rato. Pero no, cuando abrí la puerta de mi casa los vi sentados en la mesa con más cara de preocupación que nunca. Jamás había llegado tan tarde. Para ser honestos, tampoco creía que se preocupaban tanto por mí.

Claro que si me hubiesen dado a elegir, hubiese evitado aquel momento, pero tarde o temprano tenía que volver a casa y volver a ver a mis padres. Y mejor sacarse el peso de encima cuanto antes ¿No?

Estaba seguro que ellos iban a decirme algo, regañarme antes que nada, pedir que explicara mi comportamiento inusual e irrespetuoso y castigarme de alguna manera, aunque nunca antes les había sido necesario hacerlo. Pero cuando los vi allí, mirándome, prestándome atención y en completo silencio, las palabras se escaparon de mi boca. Por primera vez no fui un cobarde.

-No puedo más con esto- miré al piso, porque era demasiado incómodo ver su tristeza en los ojos. Tristeza que yo les estaba provocando. Esa tristeza contagiosa que te agarra cuando ves a alguien a quien aprecias mucho con lágrimas en los ojos, frente arrugada y cejas caídas -. No puedo más-. Repetí. Escuché cansancio en mi voz. Un agotamiento que no me había percatado que tenía. Levanté los ojos y los miré. Costó pero mantuve firme la mirada- ¿Qué hace que esto merezca la pena?

Sólo obtuve el ruido de sus respiraciones como respuesta. Nuestros roles habían cambiado, hoy era el hijo quien regañaba a los padres. Así me sentía, como si yo fuese el adulto y ellos los niños mirándose las manos sin saber qué decir. Continúe:

-Cada día en esta casa es una agonía para mí- Esta vez eran ellos los que no me miraban a los ojos. Lágrimas comenzaron a asomar- hasta el punto que necesito irme. No puedo ni siquiera disfrutar de mis papás. Me hacen muchísima falta-. Y con esa última frase, me volví a romper. No pude contenerme. No quise contenerme. Mamá amagó a levantarse pero yo retrocedí de inmediato y me fui a mi cuarto a encerrarme con llave. Sé que se quedaron un rato allí afuera sin decir nada, escuchando mi llanto esperando a que saliera pero no. Me quedé dormido lleno de mocos y lágrimas chorreando.

Al día siguiente me fui camino al colegio antes de que despertaran y luego me fui directo a mi rincón. Parecía que la valentía del día anterior ya se había evaporado. Más tarde llegó mi amiga y le conté lo que había sucedido luego de volver a mi casa. Estoy convencido que se sorprendió de mi manera de actuar ( incluso yo lo estaba) pero también sonrió con orgullo, me felicitó por mi avance y animó a seguir sacando todo lo que me hacía daño. La verdad es que me sentía mejor pero a la vez tenía incertidumbre por lo que se avecinaba y eso me ponía muy intranquilo. Decidí que era mejor cambiar el tema de conversación para desconcentrar mi cabeza un poco.

-Creo que mi corazón ya está sanando- me contó cuando le pregunté cómo estaba ella-. Te lo iba a contar ayer pero no me pareció apropiado-. Tengo que confesar que hasta hacía poco sentía envidia por la facilidad con la cual lograba comprenderse a sí misma y la manera en que decidía hacer algo al respecto, pero confesó que no era nada fácil y que muchas veces creía comprender y luego notaba que, en realidad, sentía algo totalmente distinto. Yo sabía que de no ser por la chica poemas, habría tardado mucho más (o quizá nunca lo hubiese hecho) en enfrentar mis sentimientos-. Por fin el luto del corazón está pasando.

-Me alegro por tí- y en serio lo hacía- ¿Han vuelto a verse?

-Sí, pero está vez fue diferente. Creo que no, no se puede odiar a alguien que se amó de verdad y que te hizo tanto bien, por más que la historia haya tenido un final. Le dije que le perdonaba el daño que me había hecho y le pedí perdón por mis errores. También le agradecí los buenos momentos, el bien que me hizo estar con él mientras duró y lo mucho que me enseñó con nuestra relación. Después de todo, él fue un gran amor de mi vida de los tantos más que habrá. Vale la pena recordar las cosas buenas y cuando mire al pasado, en vez de llorar, sonreiré.

No sabía nada sobre relaciones y parejas, pero sus palabras me gustaron y me conmovieron.

-Quizás yo también deba perdonar y pedir perdón a mis padres- reflexioné.

-Si crees que eso te hará bien, hazlo. A veces las personas hacen daño creyendo que hacen bien pero no pueden saber cómo te sientes si no se los dices. Nadie nos enseña a vivir, hay que aprender viviendo.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo XV

Días después.

Había estado evadiendo a mis papás hasta el punto de no cenar y comer las sobras del día anterior antes de irme a la escuela para no compartir la mesa con ellos, más lo que la chica poemas traía al rincón. Pero duró poco.
Uno de aquellos días volví a casa temprano, creía que ya estaba listo para hablar con ellos y escuchar lo que tuvieran para decirme. Ya no me importaba si me regañaban. Porque yo tenía algo más importante que decir.
Ellos estaban sentados en la mesa, esperándome. Querían hablar conmigo y yo acepté. Pero les dije que primero quería que me acompañaran a un lugar muy importante para mí. Nos fuimos los tres caminando en silencio, yo en el centro y ellos a mis lados, en silencio. Mamá me tomó del brazo, papá caminaba como un soldado, escoltándome.
Cuando llegamos al parque, vi que la chica poemas estaba sentada en nuestro rincón pero en cuanto me vió a la distancia, se levantó y se marchó a otra banqueta del parque. Sé que me cuidaba a lo lejos y a mí me servía sentirme acompañado.
Mis papás miraban el rincón de los suspiros algo sorprendidos y sin comprender. Mamá sonreía levemente, sabía que a ella le iba a encantar aquél lugar. Me puse nervioso y comencé a retorcerme las manos. Empecé a transpirar.
Allí parados, debajo del arco cubierto de flores, les conté toda la historia. Cómo había surgido ese lugar y lo que representaba para mí: Mi espacio, mi paz, mi santuario , mi homenaje a la abuela… Algo nada fácil para alguien como yo. Se notaba en sus caras que no podían creer que yo había hecho aquello y mamá incluso lloró cuando nombré a la abuela. Luego nos sentamos los 3 y ellos finalmente me dijeron que iban a distanciarse un tiempo.
Creí que aquello iba a ponerme mal pero, en ese momento, en vez de mirar a mis padres, miré a la chica poemas que me sonreía desde lejos. Yo también sonreí. A ella. A papá. A mamá. A la abuela. Al rincón.
-Perdón por no haberles dicho lo que sentía- no lo dije de manera culposa, sino como un algo sincero que me hubiese gustado resolver tiempo atrás. Y ellos me pidieron perdón por no haberme ayudado antes. Cuando ninguno tuvo nada más que decir, les pedí si me podía quedar un rato solo y ellos accedieron y se marcharon en silencio. Mamá me dió un beso en la frente. Cerré mis ojos y respiré hondo, sintiéndome libre por primera vez en mucho tiempo, libre de angustia. Sonreí. Sonreí para mí y me abracé fuerte. Cuando abrí los ojos, mi amiga estaba junto a mí.
-¿Mejor?- preguntó. Asentí y suspiré-. Tengo algo que contarte- me asusté con esas palabras pero al ver la felicidad de su rostro supe que no podía ser nada malo y me calmé.
-Adelante.
-Pues… he conseguido una beca para estudiar en el exterior- Oír algo así se sentía… raro. La única amiga que tenía se iba a ir lejos. Pero los amigos son amigos en cualquier parte del mundo, sin importar la distancia.
-Te felicito- le dije con un abrazo. Nunca me había contado que pensaba aplicar para una beca en el exterior así que me había tomado por sorpresa-. Me acostumbré a tu compañía. No sé qué haré sin tí.
-Haz lo mismo que has hecho hasta ahora. Magia-sus ojos brillaron y me ruboricé.
-¿Me prometes que no es otra manera de escapar de tus pensamientos?- fue lo único que atiné a decir.
-Te lo prometo. Nunca más voy a volver a escapar de mí misma- me juró.
-Ni yo.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo XVI

Papá se mudó de casa pero en el mismo barrio, lo cual hacía fácil que pudiera dividir mis semanas equitativamente para estar con los dos. Mamá quiso que la ayude a decorar el pequeño patio trasero comprando más flores y plantas. Dijo que quería que tuviésemos un rincón de los suspiros en casa. No quedó mal para un par de amateurs, y aún lo estamos mejorando de a poco. También les ponemos música y les hablamos. Algunas plantas que no se encontraban muy bien allí, las llevé a donde papá para alegrar el ambiente. Él no puso objeciones aunque tampoco se le vió muy emocionado. Sin embargo, una noche lo escuche hablando con ellas y contándoles la suerte que tenía por ser su hijo. Era lindo escuchar algo así, aunque no me lo hubiese dicho a mí directamente.
Muy lentamente, comenzamos a armar planes los domingos entre los tres. Ya a esa altura sabía que no iban a volver a estar juntos, y hasta era mejor así pero ahora que no convivían, mis padres se llevaban mejor. Hacíamos cosas simples. Ir a comer a un restaurante, salir a caminar, ir al cine. Con el tiempo, cada quien empezó a rehacer su vida y a salir con otras personas, pero eso no afectó nuestros domingos.
Papá adoptó un perro al que sacábamos de paseo tres veces al día y llamamos Zeus porque en ese entonces nos había dado por estudiar mitología griega y romana. Papá y yo éramos lo que se categorizaría como nerds. Estudiábamos por placer, leíamos libros y compartíamos ideas. Y es curioso la cantidad de leyendas que existen relatando la creación de ciertas flores relacionadas con la mitología. Como el Narciso, los lirios y las violetas.
Semanas después de su anuncio, la chica poemas se fue del país. Pero no sin antes despedirse y permitirme hacerle un regalo. Ella dijo que todos aquellos meses de charlas y compañía habían sido regalo más que suficiente y que esos recuerdos no entrarían en una valija pero que por suerte la memoria era mucho más grande. De todas maneras quise darle algo más. Si bien sabía que no podría llevárselo, me pareció que lo más adecuado era obsequiarle una maceta con flores pequeñas con cinco pétalos de un bello color celeste y centro amarillo. Pareció feliz con el regalo, me abrazó y me preguntó cuál era su nombre.
-”No me olvides”- respondí y es que el nombre de la flor era también un pedido que le estaba haciendo.
-Sabes que no lo haré. Nos volveremos a ver- prometió el último día mientras me daba uno de nuestros abrazos más largos, debajo del rincón. Abrazo de despedida, aquellos eternos que se terminan demasiado pronto- No te librarás de mí tan fácilmente- rió-. Has hecho por mí más de lo que crees. De verdad, gracias.
-Soy yo quien te agradece. Sin tí seguiría hundido en un pozo.
-Eventualmente te habrías escapado para ver la luz. Nadie puede vivir en oscuridad por mucho tiempo. Pero me alegro de haber sido de ayuda para acelerar el proceso. Y para que tú tampoco te olvides de mí, te traje un regalo Chico Suspiros- me tendió un papel doblado en cuatro.
-Siempre te he querido preguntar- me aceleré en preguntar antes de que se me olvide- ¿Cómo se te ocurrió lo de los suspiros? Ni yo sabía que venía a suspirar las penas.
-No lo sabía- confesó para mi sorpresa-. El nombre surgió por esto- extendió sus brazos hacia los costados, como una cruz, mostrando el arco cubierto de las flores favoritas de mi abuela.
-¿Qué tienen que ver las flores?
-Se llaman Suspiros- respondió con una sonrisa.
Yo lancé una carcajada y me cubrí la cara justo cuando una lágrima se asomaba por mis ojos. Ese era el nombre de la flor favorita de mi abuela que yo había olvidado tiempo atrás.
Suspiros.


El Rincón de los Suspiros – Capítulo XVII

De ahora en más no sé qué me espera pero las cosas han cambiado para mí y ha sido para bien. Mi Rincón de los Suspiros ya no era visitado por mis penas sino por mis alegrías, tal como predijo la chica poemas. A veces incluso voy allí los domingos con mis papás o con mi perro.

Como esta historia fue escrita gracias a ella, la voy a concluir con su último regalo. Ese papelito doblado en cuatro que contenía la poesía más linda que leí.
Y es que la poesía también es magia.

El Rincón de los Suspiros

En un parque rodeado de Silencio
una chica escribe sus poemas
un chico suspira sus penas.
Ella escapa de sus pensamientos
él de sus sentimientos.
Ella creó un libro de tristezas
él un rincón de magia secreta.

El Rincón de los Suspiros los encontró
y encontraron en el otro lo que nunca se imaginó.
Él halló mar y luna
ella tierra y sol
y entre los dos
un mundo se creó

Dejaron de escapar
a eso que tanto temían
porque era mejor enfrentarlo
y transformarlo en alegría.
Aprendieron que de risa también
se puede llorar
y que de amor
se puede suspirar.

Nunca hubo amistad tan verdadera
como la del chico suspiros
y la chica poemas.


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