El arquitecto de lo existente

El cuento fue originalmente publicado en la revista “Lafarium”.

Autor: Diego Arandojo
Ilustraciones: Jok

Soy mago.

Puedo controlar los planetas, dominar sus órbitas, hacer que colisionen entre sí.

Invoco el fuego, el hielo, el viento, la marea; aplasto un edificio con un pensamiento o hago eterno el sufrimiento de algún inocente.

Soy mago. Soy el que ordena la realidad. La obligo a cumplir mis designios, por más oscuros, seniles o extravagantes que sean.

Mi nombre anterior era Pedro Rodríguez. Ahora soy Kal-A-Ver, el mago. El único. El más fuerte y preciso de todos. Derribé a mis contrincantes. Sus almas fueron crucificadas en lo indómito del espacio exterior.

Durante mi estancia en París me encargué de poner todo patas para arriba. Los muertos resucitaron. Los criminales fueron liberados y dotados de poderes sobrenaturales. Los poetas escribieron libros sobre mí, que cada habitante debía aprender y memorizar. Las piedras cantaron en mi honor. Los niños se suicidaron en mi éxtasis.

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Soy Kal-A-Ver. Nada me puede detener. Mi sangre está constituida de la misma materia del universo. Somos uno.

Pero todos tenemos un talón de Aquiles. El mío fue la joven. Mis enemigos franceses eligieron a la muchacha más bella y seductora de la ciudad. La hicieron caer bajo mi mirada, mientras me encontraba en el centro de la ciudad en busca de cosas para destruir. La chica me miró con terror, pero sin perder la ternura. Quise evitar el sentimiento. Pero afloró inevitablemente.

La hice mía sin forzarla. Ella me deseaba. Estaba a mi disposición. Me prometió un goce más allá de la tierra; su carne blanca, suave, me cautivó.

La conduje a una habitación. Allí intimamos durante horas. Cuando caí, agotado y a la vez fascinado, la muchacha aprovechó para clavarme tres dagas de cuarzo: una en el cuello, otra en el corazón y otra en la barriga.

Estaba anulado. No podía ejercer mi magia. ¿De dónde extrajeron esos conocimientos?

La joven, con gesto triunfante, llamó a sus compañeros. Estos ingresaron por la ventana. Al verme débil, despojado de toda fortaleza, se frotaron las manos. Había sonrisas en sus rostros inmundos.

Mi muerte fue lenta. Y tan múltiple. Tan macabra.

No guardo rencor para mis asesinos. De hecho los admiro. Yo hubiera hecho lo mismo.


Angelitos Prohibidos

El cuento fue originalmente publicado en la revista “Lafarium”.

Autor: Diego Arandojo
Ilustraciones: Jok

Dos angelitos habían sido castigados por Jehová.

¡Pobrecitos! ¡Tan dulces e inocentes!

Expulsados de la diminuta nube que era su hogar, fueron arrojados al abismo.

¡Traidores! ¡Pecadores! Les gritaban los otros ángeles mientras caían hacia las profundidades.

Allí, ¡pobrecitos, corrieron, saltaron, buscaron ayuda! ¡Nadie los socorrió! La región era peligrosa y muy oscura.

Tan limpitos y blancos antes, ahora sucios y mugrientos. Sus vestimentas negras y sus cabellos llenos de basura y pasto.

Cuando estaban por perder toda esperanza apareció él: gordo, ataviado de rojo, botas negras, larga barba y piel gris. ¡Su salvador!

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El gordo alimentó a los angelitos. Les dio alojamiento en su gran caverna. Allí los recién llegados leyeron grandes libros, escritos en lenguas malditas. Aprendieron de magia y control mental.

Con la llegada de la navidad, el gordo construyó sus renos, preparó los regalos ayudado por los angelitos (¡eran muy creativos!) y se subió hacia la superficie.

Ese 25 de diciembre la Tierra se sembró de terror. La atmósfera se llenó de humo negro y explosiones nucleares.

En medio de las voces, de los gritos, de pavor y terror de la población, se escuchó la carcajada de los dos angelitos.

¡Estaban tan felices!


Simulación

El cuento fue originalmente publicado en la revista “Lafarium”.

Autor: Diego Arandojo
Ilustraciones: Jok

Dejas de respirar.
Te sumerges en la oscuridad.
Te alejas de la realidad, de tu vida, de tu entorno.
Te llevas contigo el rostro de tu amada. Sus labios carmesí. Sus ojos celestes.
Ya estás en la sombra. Atrapado.
Dejas de respirar.

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Recuerdas algo. Una imagen. Un niño de torso desnudo que, bajo un árbol, lee un libro pequeño. Intentas ver el título de la obra pero todo se nubla. Vuelves a intentarlo. “Capricornio…” y lo siguiente es imposible de elucidar.
Algo te tira hacia un costado.
Recuerda: sigues en la sombra. Sólo has podido recordar una imagen. Casi como una fotografía en lento, exageradamente lento, movimiento.
Algo te proyecta hacia arriba.

Es como nacer otra vez. El agua inunda todo lo que eres, si es que posees alguna sustancia en tu cuerpo. Algo está conectado a tu pecho. Como un cable. Te suministra energía.
Te entusiasma la idea de ser otra persona, en una nueva condición de existencia. Entonces empiezas a moverte con violencia. Das golpes. Intentas vencer al agua que cada vez parece más pesada. Densa. Incontrolable.
Una fuerza te comprime. Te expulsa hacia todas partes y hacia ninguna. Viento y fuego te rodean. El agua es ahora acero. Caliente.

Una bocanada de aire.
Tus ojos, rodeados de números y cálculos, enfocan un paisaje desolador. Una ciudad en llamas. Devastada por aeronaves extrañas, de forma hexagonal, que irradian destructivas luminarias azules. Baba de la muerte.

Caes de rodillas. Rápidamente comprendes que ya no eres humano. Eres un robot. Pero tu conciencia permanece intacta.
Observas tus manos: llevas guantes con distintos tipos de armas. Apuntas al cielo y disparas. Una rápida bola de gas atraviesa el aire e impacta en una de las aeronaves hexagonales. Explota.
Hay aplausos. Celebraciones de otros como tú: robots de tres metros de alto, que poseen el mismo Signo de Color Verde en su yelmo. Te das cuenta que estás en medio de una guerra y que perteneces a una tropa de élite.

Pero jamás descubrirás la verdad.
Tienes nueve años. Eres un superdotado.
Estás tendido en una cama de hospital, en un pabellón neuropsiquiátrico.
Un grupo militar está experimentando contigo.
Simulan qué sucedería ante una guerra extraterrestre.
Qué tipo de soldado sería el más idóneo.
Qué tipo de ataque, de estrategia.

Para ti, que eres un soldado, un robot a las órdenes de un Comando, ya nada tiene sentido. Sólo destruir.
Para los militares del plano real eres apenas un juguete del cual se puede aprender.


Cuerpos Olvidados

El cuento fue originalmente publicado en la revista “Lafarium”.

Autor: Diego Arandojo
Ilustraciones: Jok

El invierno llegó y nunca más se fue.
Nos cubrimos con lo que teníamos a mano: abrigos, tapados, bufandas, guantes. Toda la ropa que uno suele dejar empolvada en el armario. Toda fue usada.
El Monstruo Blanco (como llamaron al invierno permanente) no daba tregua. Cada día se cobraba miles de vidas en todo el mundo. Las masticaba en su garganta gélida, sin detenerse a descansar.
El calor se convirtió en un recuerdo. En un cuento para niños.

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Mi padre era científico y estamos vivos gracias a él. Supo adecuar el sótano de nuestra casa en Minnesota para soportar las bajas temperaturas. Allí nos recluimos durante los primeros meses. Luego excavamos hacia el sur, y es nuestro actual lugar de residencia.
Me llamo Arthur. Mi hermana, Nancy. Desconozco en qué año nos encontramos.
La última transmisión de radio anunció que el planeta era un copo de nieve. Todo estaba congelado. Adiós a los gobiernos, a la sociedad. Luego el aparato de radio dejó de funcionar, al igual que el suministro eléctrico.

No sé cuántos humanos sobrevivieron. Todo depende del área en que se encontraran cuando aconteció el Cambio, como lo llamo. Me costó mucho tiempo comprenderlo. Cuando pierdes a tus seres queridos por algo de la naturaleza, lo llamas Catástrofe. Pero yo entendí que era un cambio; el mundo mutaba. O en todo caso la naturaleza se hartó de nosotros. De nuestra altivez.
Les conté al principio de este relato que tuvimos que abrigarnos con lo que teníamos a mano y mucho más. Nuestra percepción de la fisonomía humana quedó alterada.
Ahora parecemos osos. Pero falsos osos. Los humanos son extremadamente gordos, recubiertos por capas de todo tipo de telas. Cualquier cosa vale por preservar la temperatura corporal.
Todavía me pregunto cómo se verá mi cuerpo sin toda esta obesidad de lana. Me encantaría desnudarme. Pero está prohibido. Es la única ley que respetamos.
Lo que antes fueron ciudades y metrópolis son ahora hogar de los Mastodontes. No sé muy bien cómo describirlos. No son ni elefantes, ni aquellos mamuts que enuncian los libros viejos que sustraigo de la biblioteca.
Los Mastodontes se movilizan en tres extremidades anchas, con pezuñas filosas. Una gran trompa que brota de su rostro les permite succionar carne; su adicción carnívora fue algo no-natural, forzada por la ausencia de vegetación.
Estas moles rugen constantemente. Emiten un sonido que encrespa hasta el más osado de los hombres. La población de Mastodontes creció bastante. Se reproducen por la noche, permitiéndonos buscar alimento.
Nuestra dieta consiste principalmente en hongos y legumbres que crecen en algunos edificios de las ciudades. Al parecer son las únicas especies vegetales que lograron adaptarse a temperaturas tan bajas.
Pero no es fácil obtener alimento. A veces hay que reñir con otros humanos. Incluso herirlos de muerte. Para eso llevo mi Lanza.
No me gusta la idea de matar a un compatriota. Menos a una mujer, o un anciano. Pero Nancy insiste en que tenemos que sobrevivir.
–Papá lo quería así –me dijo, cuando nos recostamos en nuestro catre.
Les expliqué que la única ley que respetamos es el no desnudarnos. Eso no impide que tengamos acceso carnal.

Un día blanco. Otro día blanco. Un sol demasiado débil, o un frío demasiado fuerte.
Cinco días blancos. Cinco años, cinco décadas, ¡una eternidad de helada existencia! ¡Un copo de nieve el mundo!
No era fácil. Digo, ser coherente. Mantenerse coherente. Leía mucho. Nancy también. El problema era el fuego. Habíamos encontrado la forma de reciclar una lámpara de aceite. Estaba encendida día y noche. Si se apagaba significaba nuestro final. Por eso hacíamos rondas.

Nancy había dejado de leer. Ya nada parecía interesarle. Quería animarla pero no sabía cómo.
–¿Qué te sucede? –le pregunté.
No respondió. Se acurrucó en el sillón. Se tapó la cara con una bufanda sucia. Sus ojos miraron hacia el piso. Perdidos. O encontrados en algo, en una idea vaga, difusa del pensamiento.
Aquella tarde busqué alimento. El edificio que visité estaba totalmente pelado. No había hongos ni nada comestible. Por las pisadas que avisté en la nieve algún otro viajero me ganó de mano.
De camino de vuelta a casa escuché un bramido. Me detuve. Mi respiración creció, sentía que la cabeza me ardía, mas no de calor sino de nervios. Me volví con cuidado.
Allí estaba la bestia: un Mastodonte adulto, que alzaba su trompa con intención de aplastarme. Corrí desesperadamente pero la gran cantidad de ropa en mi cuerpo reducía mis posibilidades de escapar. Mi perseguidor en cambio se aproximaba con muchísima facilidad, pues su tercera extremidad le permitía dar pequeños saltos.
Fueron unos segundos. Un acto reflejo. Una reacción… o pura suerte. Giré empuñando mi lanza. La sostuve con fuerza. Todo estaba en juego. El animal chilló horrendamente, mientras su sangre caliente lavaba mis manos enguantadas.
La punta había quedado clavada en la mandíbula del Mastodonte, que pereció lentamente, quejándose y pateando, hasta que el invierno apagó su vida.
Reaccioné con celeridad. Tenía en mi poder una cantidad insólita de carne. Después de tanto tiempo íbamos a poder comer esta sustancia tan sabrosa. Papá estaría orgulloso de mí.
Un banco de niebla me permitió no ser descubierto por otros. Descendí por el túnel mientras arrastraba dos bolsas, en donde coloqué la preciada carne.
–¡Hermana, hermana! ¡Ven! –grité con entusiasmo al llegar a nuestra morada en las profundidades.
Algo estaba mal.
La lámpara de aceite daba su último estertor lumínico, con una llama agonizante.
–¡Hermana! –dije, soltando las bolsas, y dejando que la carne cercenada quedara desparramada en el suelo.
Nancy estaba tendida en el catre. Su cuerpo desnudo parecía formar un cruz.
–No… No, por favor… –expresé mientras me acercaba.
Mi mano temblorosa recorrió aquella carita hermosa, de piel azulada y labios morados. El dolor apretaba mi corazón, mi alma, destruía cada centímetro de mi interior. Lloré. Claro que lloré. No había consuelo para mi pérdida.
Mi hermana.
Lo único que tenía en este mundo de mierda.
Se fue sola. Allá, a la oscuridad.

Continué llorando algunas horas más. Sin consuelo.
Al día siguiente me arrodillé ante el cadáver. Todo estaba templado, algunos vientos se oían desde la superficie.
Me quité la ropa. Capas y más capas de chaquetas, lonas, bufandas. Me quité todo.

Me recosté al lado de Nancy. Los dos estábamos desnudos. Dejé que el invierno, aquel maldito monstruo blanco, hiciera su trabajo.


Salvaje

El cuento fue originalmente publicado en la revista “Lafarium”.

Autor: Diego Arandojo
Ilustraciones: Jok

Le cortaste la garganta.

Tragaste toda su sangre.

Esa noche, después de un tiempo incalculable, lograste dormir.

Te llamas Juan. Juan Rojo.

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Si aquel libro no hubiera llegado a tus manos. En sus paginas, enmohecidas y grises, estaba la palabra de los antiguos, los gnósticos.

Si aquel libro no hubiera infectado tus pensamientos de niño, arrojado todas las sombras de la adolescencia, marcado a fuego tu adultez. Hubieras sido otra cosa: oficinista, peón o esclavo del capitalismo.

En cambio tu destino nació del papel. Ahora, como Juan Rojo, llevas la justicia cósmica a donde se la necesite.

Matas. Por placer o deporte. Matas.

Capturas la ingenuidad del aire, de la televisión por cable, para convertirla en tu mercado. Tus consumidores son ciudadanos de clase alta. Pagan grandes sumas de dinero para ver tus asesinatos.

Juan. Juan Rojo. Caballero de la noche bermeja. Eterno conquistador de la mediocridad.

Aquel cuatro de diciembre ejecutaste tu masacre. Llevaste la muerte a tu selecto grupo de consumidores. Los ricos muertos. Desangrados.

No eres un anarquista: eres un artista del crimen. Hay maldad o bondad en tus actos. Depende cómo se los analice.

Ya nada te excita. Ni mujeres, ni hombres. Nada.

Estás vacío.

En tu mano, el cuchillo. El filo clama más muerte. Más destrucción.

¡Hazle caso! ¡Avanza en la noche, destrúyela!


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