Frontera
Autor: Adrián Figueroa
Ilustraciones: Jok
Bellísima sigue con sus inmensos ojos negros el recorrido del cometa que surca la noche de Favio, un planeta en la periferia del espacio explorado. A través del techo curvo y transparente de la estación percibe el cambio de luces provocado por el ocultamiento de una luna y la salida de otra. Es la segunda y última ocasión en que podrá ver el paso del cometa antes de finalizar su turno en este punto del espacio. Y en ambas habrá practicado el mismo rito: se dejará estar muellemente tumbada de espaldas sobre un cómodo reclinable en el centro de la sala gigante, durante el tiempo que lleve la reproducción de la “Selección de música americana del siglo XX de la era cristiana”, cuyo valor coincide casi exactamente con el del lapso en que el cometa permanece visible desde esta ubicación.
Ese valor equivale a unas ocho horas sociales, así llamadas tomando como referencia los tradicionales lapsos de los movimientos cíclicos de La Tierra; y ese archivo con sonidos de una época remota sería considerado por la mayoría de los contemporáneos de Bellísima “cosa de eruditos”, muletilla que como reflejo automático defiende la reiteración de los hábitos más extendidos en su civilización.
En cuanto al significado aparente o directo de la muletilla, no es de ningún modo aplicable a Bellísima. Ella sólo reconoce a uno de los cientos de intérpretes grupales e individuales: una tal Holiday – aunque reconoce en el apellido una palabra del antiguo inglés – y a dos o tres de los géneros interpretados, a los que no sabría nombrar, sabiendo, sin embargo, que se originaron en América del Sur. Pero, claro, la mayoría de sus contemporáneos no podría ni siquiera nombrar los idiomas de la era que produjo aquella música, y mucho menos podría tener una mínima noción de geografía terrestre – y de ninguna manera sospechar la vibración etimológica de una redundancia en esto último.
Ante la aguda y dulce irrupción de una quena, Bellísima entrecierra los ojos y sus manos oscuras se deslizan sobre la piel tostada de sus muslos hasta que sus índices se hunden en la entrepierna antecediendo al resto de los dedos en el roce de su vulva. Ya húmedo, el mayor de su mano derecha encuentra entre las nalgas un punto de partida para el ascenso lento que llevará esa presión tenue en crecimiento sutil hasta el clítoris. Es ahí cuando Bellísima recuerda que en ese día del calendario social cumple 25 años. Una luna termina de ocultarse y la reproducción de la música finaliza. Repentinamente siente frío y cruzando sus brazos hasta tomarse los hombros busca cubrir su cuerpo. El peso de los atributos e implicaciones culturales de la edad trastocan el significado de su yacer desnuda ante la infinidad del cosmos. El ingreso en el pasado de la primera décima parte de su existencia – según la esperanza de vida de la especie – torna inquietante su certeza de hallarse en una soledad que excluye la presencia de otro ser humano en un espacio que sólo puede imaginar de un modo teórico, como multiplicación racional de medidas de longitud convencionales. Y esto a pesar de haberlo transitado.
Bellísima toma sus pechos y se mira los enormes pezones tratando de recordar su torso de cuando era niña. Veinticinco años hicieron de ella una perita en las transformaciones mutuas de materia y energía, una experta en telecomunicaciones y una persona con la sensación de no conocer sus deseos ni haber atendido sus inclinaciones. Mientras el reciente recorrido de su dedo va secándose, ella se viste, carga el oxígeno y sale a dar una vuelta. Su cerebro repasa el cumplimiento de todos los controles de la actividad de la estación. Sólo en oportunidad de salir siente alguna preocupación por el oxígeno del interior. Pero las probabilidades de que éste falte en las estaciones de observación interplanetaria son tan escasas como las que se dan en la atmósfera de cualquiera de los planetas antropoambientados.
Sus pequeños rulos intensamente negros brillan apretados bajo el casco, y en la superficie interna del mismo Bellísima ve por un momento el reflejo de sus labios gruesos. Sin reparar en motivo alguno, piensa en la palabra hablada y sin llegar a decidirlo vuelve la vista atrás. Por primera vez en lo que va de su estadía en el deshabitado y sombrío Favio, su interés al salir es observar desde afuera el artefacto que le fue asignado. Cuando la luna que hace rato vio aparecer alcanza su cenit, ella culmina una vuelta alrededor de la estación observándola desde una distancia aproximada de un kilómetro. La inmensa mole artificial y sus sonidos permanentes le recuerdan su pertenencia a una civilización con la que siente haber ido perdiendo vínculos desde el final de su niñez en adelante.
La estación toma señales del espacio e información del planeta en que radica. Manda robots – que volverán al cabo de alguna cantidad de años sociales – hacia los restantes planetas del sistema iluminado por la estrella que irradia sobre Favio, y hacia los satélites de cada uno de ellos, cumpliendo programas de exploración que se recrearán según la propia mole procese la información traída. Reenvía permanentemente datos hacia las bases interplanetarias del gigapolio que la instaló, el que elaborará, según aquella información acaparada, los planes de explotación y colonización que juzgue realizables y convenientes. Bellísima, como cualquiera de sus miles de compañeros ubicados en distantes sistemas planetarios, no tiene más que supervisar el normal funcionamiento de la compleja instalación y sus programas, manteniendo abierto el intercambio de señales con la correspondiente estación base. Todas las estaciones de este tipo, cuentan con programas reparadores y poseen controladores alternativos de cada aspecto de su funcionamiento. Tendrían que fallar muchas cosas a la vez o registrarse señales de acontecimientos muy por afuera de lo esperado para que el trabajo de Bellísima fuese más allá de permanecer relativamente atenta. Y fundamentalmente, en sus cabales.
Anteriormente a su nacimiento, varios siglos de huelgas y sabotajes concluyeron en el acuerdo laboral legalizado entre los supervisores y los gigapolios, consistente en fijar en seis meses sociales la duración del turno de estadía en las estaciones, y en un año social la duración del franco. El acuerdo obliga, además, a los empleadores, a mantener en el puesto de trabajo a los empleados mientras los exámenes psicofísicos entre turnos a los que son sometidos estos últimos arrojen resultados dentro de los parámetros de normalidad; y a asignarles pensión vitalicia en caso contrario. Como era de esperar, tras acceder a concretar este acuerdo los gigapolios se volvieron extremadamente cuidadosos y exigentes en los exámenes de aptitud impuestos a los candidatos a ser incorporados como supervisores de estaciones interplanetarias. Bellísima los aprobó sin el menor traspié, y no tuvo yerros ni lagunas en el examen técnico. Habiéndose iniciado el año social en que cumpliría sus veinticinco, estuvo en condiciones legales de embarcarse. Abordó la nave preguntando si el tiempo de viaje se consideraba como parte del turno o del franco. Le respondieron que la duración de ambos se consideraba neta, preestablecida e invariable, y que el tiempo invertido en los viajes, considerado aparte, era pagado como fracción de turno. Viajó reconfortándose al pensar que el trabajo que había conseguido le permitiría usar el tiempo en lo que realmente le interesara. Pero, bueno, sus intereses abarcaban un campo tan vasto como la galaxia y tan heterogéneo como los rubros de la actividad del gigapolio que la había contratado.
Dispuesta a entrar en la estación tras su paseo nocturno, ve llegar a un robot extractivo, seguramente cargado de muestras. Bellísima le cede el paso y se inclina en una reverencia. El robot emite un zumbido de aviso al registrar la presencia de un ente biológico con probabilidad de interponerse en su camino. A la joven supervisora eso le recuerda las señales recibidas durante los últimos días, las que, emitidas por sujetos de cultura, parecían incluir el pedido de ser mantenidas en secreto. E intuitivamente, así las mantuvo.
Teniendo en cuenta la posibilidad de establecer contactos con “seres de otra especie inteligente” – como suele decirse en la dimensión de las actividades laborales – o la necesidad de hacerlo entre humanos culturalmente muy disímiles, la formación de quienes se desempeñarán en telecomunicaciones incluye un vasto y profundo trabajo semiológico, cuya finalidad es la de poder procesar eficazmente cualquier tipo de símbolos, señales, sonidos, imágenes, adquiriendo la capacidad de organizar el sentido de sucesiones de datos que no se hayan comunicado en base al uso de idiomas o códigos preestablecidos y previamente convenidos entre quienes participen de un diálogo. Bellísima se quita la carga de oxígeno una vez dentro de la estación, vuelve a desvestirse, y como quien consigue finalmente hallarse a la altura de una decisión propia cuya ejecución requiere atravesar un mar de miedos y de angustias, se pone a analizar aquellas señales que la inquietan a la vez que la emocionan y la atraen, comprometiendo cada fibra de su sensibilidad y causándole la impresión de estar expandiendo su personalidad más allá de los estrechos límites impuestos por la cultura a la que pertenece.
Tras operar en la posibilidad de filtrar las comunicaciones con su estación base, ocultando así el contacto ante el gigapolio que la emplea, se entrega durante horas al análisis de las señales recibidas, emitiendo cada tanto ella misma en el intento de constituir los rudimentos de un código que haga posible el entendimiento mutuo. Con la sala gigante atravesada por proyecciones de cuerpos virtuales, ondas olfativas, imágenes, sonidos, tele-sensaciones y referencias saporíferas – y con la esperanza de ampararlas del registro cibernético de la estación en que se halla – los ojos de Bellísima desbordan lágrimas ante el espectáculo asombroso de las extrañas formas de aquellos con quienes se está comunicando.
Según puede interpretar, sus interlocutores se hallan en los límites espaciales de la influencia de su civilización, a la que describen como guiada compulsivamente por un rumbo tan mezquino y voraz como lo son los rasgos determinantes de la humana. Aquella civilización, mantuvo numerosas guerras de conquista, y las mantiene actualmente en otros puntos, lejanos, en límites opuestos al de establecimiento de este contacto. Aquellos con quienes se comunica son los equivalentes alienígenas de los supervisores humanos. Lo esencial del mensaje que transmiten expresa su profundo terror ante la posibilidad de otra guerra si sus mandos detectasen el hallazgo de esta periferia en que Bellísima trabaja. Estos seres cuentan con que la misma situación debe darse del lado de la especie de su interlocutora. Y la invitan a integrarse a una resistencia sostenida y desplegada con paciencia cósmica, consistente en una actividad orientada hacia la desarticulación de prácticas inducidas, el desentrañamiento de finalidades enajenantes, la recreación de ritos y la reformulación de convenciones. Todo lo cual requiere aplazar el inicio de nuevas guerras, y evitarlas, en caso de ser esto posible.
Entusiasmada y ya comprometida con la actividad propuesta por sus compañeros extrañísimos, busca entablar conversación con otros supervisores de su propia especie a través de las estaciones de aquellos, mientras la aflige el miedo a la posibilidad de que estas comunicaciones sean detectadas por el gigapolio que la emplea, incluso mediante la propia estación en que se desempeña, sobre la que opera permanentemente en el afán de distraer sus dispositivos de control y alarma.
Por las señales que los alienígenas le envían, entiende que pudo hacer llegar mensajes a la estación a cargo de Ómorfos, una vieja supervisora partícipe del histórico conflicto que derivó en el acuerdo entre los suyos y los gigapolios. Bellísima salta de su reclinable dando un grito triunfal. Pero su alegría se desmorona un instante después al notar que la estación ya no registra sus operaciones, dejándola completamente al margen de su funcionamiento. Durante la ejecución de rápidos movimientos mediante los que realiza angustiantes y vanos intentos por reinstalarse como usuaria autorizada del artefacto cibernético, contempla, sin posibilidad de intervenir, el despliegue de un dispositivo que señala ante la estación base la ubicación de las tres estaciones alienígenas involucradas en la comunicación con supervisores de la periferia humana. La espantosa certeza de la inminente destrucción de sus interlocutores agiganta sus ojos, eriza su piel y elimina por completo su posibilidad de continuar ignorando lo que a ella misma le sucederá de un momento a otro. Muerta toda esperanza de operar sobre los programas de la estación, corre por la sala con la idea de anular fuentes de energía y romper circuitos, sin acertar a elegir pasillo al que dirigirse, mientras su conocimiento de la mole le recuerda los controladores de reparación automática, el programa de activación de circuitos alternativos y el sistema de distribución y reemplazo de fuentes de energía. Sintiendo que las piernas se le aflojan y con la cara empapada en lágrimas, en cuanto cambia de rumbo presa del ansia de abandonar la estación, ésta emite un zumbido agudo y Bellísima se deshace dando lugar a un charco pringoso en el suelo que pisaba, gas y algo de humo. En ese momento, ingresa un mensaje de Ómorfos: ANDATE, ANDATE, ANDATE.
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