Viaje de Regreso

Autor: Claudio Díaz
Ilustraciones: Quique Alcatena

Gabriel sujetó bien firme el soldador en su mano derecha mientras mantenía bajo el brazo el tubo de acetileno. Con la otra mano se aferraba a la barra de seguridad que le permitía desplazarse en la total ingravidez del interior del vehículo espacial. Tenía los nervios de punta y, si no se movía con cuidado, podía impactar con su cabeza en alguno de los paneles laterales; eso le daría al intruso la ocasión de abalanzarse sobre él y eliminarlo.

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Prestaba especial atención a los rincones y a las esclusas que conectaban con los demás compartimientos, apenas iluminados por la escasa luz que generaban los paneles solares. Ahora que sabía que había alguien más a bordo no se dejaría sorprender. En ese momento le pareció una de las peores decisiones tomadas por Controle da Missão el no haberles proporcionado algún arma de fuego, pero claro, ¿quién podía culparlos? No había posibilidad alguna de ser abordados durante el viaje a Marte, y eso sin contar con el peligro que supondría una fuga de oxígeno si se perforaba el casco por una bala perdida. Y sin embargo…

Sus movimientos lo llevaron hasta la compuerta que comunicaba con el camarote de Thais De Souza, su compañera de viaje. Volvió a golpear como tantas otras veces, seguro de poseer un elemento de presión válido en esta ocasión. Aunque podía hablar fluido en portugués, la furia contenida lo hacía expresarse en porteño.
–Thais… por favor te lo pido, Thais… abrí la puerta.
Desde el interior no llegó ninguna respuesta. Ella seguía negando la realidad; consideraba su actitud como un ataque paranoico provocado por el silencio y la quietud del cosmos.
–Thais, tengo en mis manos el soldador de acetileno –amenazó–. No me hagás usarlo en la cerradura.
–Gaby, fique tranquilo –llegó al fin la voz de ella–, preciso que você reconsidere! Eu não vou abrir a porta enquanto continuar pensando que há mais alguém aqui. Pense um pouco: como poderiam nos ter abordado sem que a gente soubesse? Estamos os dois sozinhos aqui.
–¡Estás con él! ¡Ahora lo sé! –estalló el joven–. ¡Todo este tiempo fingiendo, engañandomé! Lo dejaste entrar, seguramente durante mi turno de descanso, mientras dormía. ¡Vos le abriste, traidora!

Los sollozos no se hicieron esperar. Thais era una mujer muy fuerte, muy valiente, pero amaba a Gabriel. Aunque rechazaba su paranoia con firmeza, no podía mantenerse fría e insensible todo el tiempo.
Mientras aguardaba una respuesta, la mente del hombre recapituló los eventos que los habían llevado a la situación imperante.

El viaje de ida hasta Marte había sido un rotundo éxito. Un año de vacaciones placenteras, interrumpidas a horarios establecidos para verificar los datos de los instrumentos de a bordo, realizar los ejercicios indicados para no perder masa ósea y eventualmente dar algún paseo extravehicular cuando se atascaba la antena secundaria –la principal jamás funcionó–, su único enlace con la Tierra. La siguiente etapa del viaje, de cuatro semanas de duración, consistió en orbitar varias veces el planeta rojo, tomar registros de su superficie en todo el espectro electromagnético y realizar mediciones sobre el metano y otros compuestos presentes en la tenue atmósfera marciana. Ningún otro trabajo que hacer durante al menos veinte horas al día. ¡Y en qué compañía!

Cuando resultó elegido como el primer astronauta argentino, Gabriel sabía que tendría que realizar el viaje junto a otro colega brasilero, ya que se trataba de una misión conjunta de ambas naciones. Pero al conocer a la doctora Thais De Souza supo que había un dios en lo alto, puesto que además de ser una excelente profesional, vital en una misión de esas características, resultó también ser la más hermosa, simpática, divertida y entretenida compañera que pudiera haber elegido. Le resultó inevitable enamorarse de ella.

Durante los meses iniciales del proyecto se había hablado mucho de reducir la tripulación al mínimo para abaratar los costos. La idea original había sido la de enviar un solo tripulante a Marte en un viaje de ida y vuelta, sin descenso programado, ya que por cada persona extra sería necesario duplicar la cantidad de combustible y alimentos necesarios. Pero se había temido que la soledad pudiera poner en peligro la cordura del elegido si llegaba a quedar limitado a sus propios recursos, en caso de perder el contacto con la Tierra.

Y fue una suerte que así lo hubieran contemplado, porque un meteoro errante había rozado la nave pocos días antes de ingresar a la órbita marciana, llevándose consigo la antena secundaria y dejándolos incomunicados por el resto de la misión.

A partir de ese momento tuvieron que realizar las mediciones y los análisis por su cuenta, y almacenar los resultados con celo estricto hasta poder entregarlos a su regreso. El lugar era escaso dentro del vehículo, pero se las arreglaron para combatir el silencio y la quietud del espacio de la mejor manera posible. Hasta que, promediando el viaje de regreso a la Tierra, Gabriel notó que no estaban solos a bordo.

Primero fueron apenas sombras vistas por el rabillo del ojo, las que atribuyó a la enorme tensión que experimentaba como jefe de la misión, pero luego comprobó que faltaban víveres y que algunos de los instrumentos comenzaban a fallar con mayor frecuencia de lo esperado, como si deliberadamente estuvieran siendo saboteados. El peor momento, sin embargo, lo había pasado en la cámara de observación, cuando una extraña sombra huyó amparada en la escasa luz para cerrar luego la esclusa y dejarlo atrapado. Thais demoró cerca de dos horas en acudir a liberarlo, y eso fue lo que lo llevó a desconfiar de su, hasta entonces, compañera ideal.

Thais había afirmado que todo el asunto estaba en su imaginación, que debía tranquilizarse y entonces vería que no había nada que temer. Por sugerencia de ella ambos se habían colocado los trajes de presión y se habían dividido para recorrer los diversos compartimientos que componían el eje principal de la nave, incluyendo aquellos que no eran habitables. No encontró nada en su recorrida, ni en el jardín hidropónico, ni en el laboratorio, ni en la sala de mandos y, cuando ella le dijo que tampoco había hallado prueba alguna del invasor, concluyó que la bella astronauta tenía que ser parte del complot.

Mientras Gabriel pensaba en cómo sonsacarle la verdad, la joven había mencionado, con toda la ternura que podía transmitir, la droga que tan sabiamente les habían proporcionado para un caso semejante; una droga que, inyectándola directamente en el sistema circulatorio, contrarrestaba la paranoia producida por la soledad y devolvía el control de los sentidos. La furia lo encegueció. Discutieron como jamás lo habían hecho y, cuando Thais vio la locura en los ojos de su compañero, optó por refugiarse en su compartimiento, del cual no había vuelto a salir.

Y ahora se encontraban en un punto muerto; ella en su encierro casi sin víveres, y él, cansado y nervioso, amenazado por un desconocido que esperaba que cayera rendido por la fatiga para eliminarlo.

Volviendo de sus devaneos a la realidad, Gabriel encendió el soldador y comenzó a trabajar en la cerradura de la compuerta. Aunque le llevara horas, estaba dispuesto a desenmascarar a la mujer. Le dolía el corazón, por supuesto, pero el instinto de supervivencia era más fuerte. No le haría daño a menos que ella lo atacase primero, si bien estaba dispuesto a lo peor.
–Está bem, Gabriel, agora vou sair. Deixe-me abrir, tire o soldador daí, por favor! –le llegó la voz de la joven desde el interior.
Los cerrojos de la compuerta se deslizaron con su sonido característico y Gabriel hizo a un lado el soldador, apagándolo aunque sin soltarlo.
La puerta circular se abrió despacio y el joven pudo ver nuevamente a su compañera. Su rostro presentaba señales de haber llorado mucho, y le ofrecía un gesto de indudable súplica. Sus labios entreabiertos lo seducían, su figura sensual y sus movimientos gráciles, aún en gravedad cero, lo llamaban para fundirse en un abrazo. Por un momento dudó y quiso estar equivocado, quiso pensar que todo era producto de su imaginación atormentada por el aislamiento, por la responsabilidad, por el silencio… Y en ese momento Thais lo atacó con un objeto que ocultaba en su mano, una pequeña jeringa que clavó en su cuello y que introdujo alguna sustancia desconocida en su torrente sanguíneo.

Gabriel reaccionó como pudo y, tras soltar la herramienta, llevó ambas manos al cuello de la mujer en un movimiento que los lanzó al interior del compartimiento. El impacto contra la pared opuesta fue grande, pero no aflojó la presión y pudo ver con horror cómo los ojos de Thais se apagaban, aún con la súplica y la incredulidad instaladas en ellos. A sus espaldas sintió una gran agitación; el secuaz de la joven debía estar acercándose. Sintió que su voluntad se desvanecía por el efecto de la hipodérmica, pero no soltó su presa hasta que Thais no fue más que un cuerpo inerte en sus manos. Curiosamente, con la certidumbre de lo que había hecho, llegó también la confirmación de que los sonidos se apagaban y alejaban. Se volvió para observar el corredor central y no divisó a nadie. Vacío, quieto. Todo estaba en silencio. ¡No! ¡No podía ser! ¿Dónde estaba el invasor, el polizón? ¿Acaso… acaso Thais tenía razón?

Con la angustia y la evidencia de haber cometido un error de proporciones cósmicas, Gabriel volvió la mirada a la que había sido su compañera durante tantos meses para comprobar que su rostro angelical, ahora con la serenidad que otorga la muerte, se volvía más y más impreciso, más y más transparente, hasta desaparecer, dejando sus manos vacías excepto por la jeringa que, ahora lo sabía, él mismo se había aplicado. Y lloró, lloró durante mucho tiempo, lamentando haber perdido para siempre aquello que nunca había tenido.

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