Un fuerte malestar

Autor: Esteban “Erre” Quinteros
Ilustración: Esteban “Erre” Quinteros

Era un sábado pasada la medianoche del año 1933. Eugenio Salgado sale a la calle en medio de una lluvia torrencial. En su mano derecha una botella de vino que ya pocas gotas guardaba en su interior. Se dirige al boticario más cercano que encontrase para pedir algún remedio que pudiera sacarle el terrible dolor de cabeza que le aqueja hace días. Al cabo de unas pocas cuadras encuentra un establecimiento y se adentra en él. Botica Dr. Malattesta decía el cartel arriba de la puerta giratoria de la fachada, en letras grandes. Con su cara deformada de dolor y con un grito que le brota desde adentro, como molesto y desesperado llama al boticario que estaba de turno. Tranquilo y con calma, Don Amadeo Pratti, hombre de unos 50 años en el rubro, de actitud calma, palabra justa, sonrisa dibujada y caminata tranquila y a esta altura de su vida con muy corta vista, acostumbraba reconocer los estantes y el tamaño de los frascos por el tacto y tal vez hasta por sus desagradables olores, se acerca hasta el mostrador y atiende al cliente.

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Eugenio, un tanto exacerbado, con fastidio etílico le explica la situación repitiendo constantemente el dolor de cabeza que no lo deja en paz hace ya varios días. El farmacéutico, luego de ver su mal semblante y sentir su peor fragancia, le recomienda una receta fácil y sencilla como método efectivo a su dolencia y le pide al joven que deje la botella de lado y que vaya derecho a la cama, siempre con tacto y sin intención de ofender, con la voluntad de querer hacer un bien y considerando que el malestar del joven era a causa del alcohol y no de algún agente externo. La respuesta de Eugenio, un tanto alterado, es simple: el alcohol es lo único que logra calmar o acallar medianamente el mal estar y le reitera que el dolor de cabeza llegó de golpe, instalándose cada vez mas fuerte con el correr de los días y que se dio a la bebida estimando que esta acabaría o menguaría las dolencias; el resultado no fue el esperado ya que el mismo solo disminuía por momentos pero después volvía con más fuerza. El señor del delantal, con el ceño fruncido, mira al muchacho como preocupado, pero le cree, sabe que le está diciendo la verdad, lo lee en su rostro sufrido. Piensa un rato, relaja su frente, levantando la ceja derecha como manifestación de recordar algo, le pide al caballero que lo espere un momento.

-Aguárdeme un instante, veré la manera de solucionar su malestar- esas fueron las palabras de Amadeo, que recordó cierta poción preparada por unos herboristas chamánicos que trabajaron con la farmacia y dejaron hacía ya tiempo un pequeño frasco pensado para calmar y eliminar malestares estomacales y dolores generales. Según decían, el preparado era un tanto fuerte y no se sabía bien cuál era su origen, por una cuestión de imagen y prestigio Francesco Malattesta, dueño de las boticas que llevan su nombre, tipo adusto y gañan ya fallecido, por aquel entonces prefirió cerrar todo tipo de negocios con estos herboristas indios pero por supuesto quedándose con los productos que ya tenía en su poder, los mismos que quedaron guardados y olvidados en el depósito de la farmacia y muchos de ellos sin receta alguna. Una vez allí con poca luz, con hedor a humedad y dejos de abandono, el longevo especialista en el tema, apoyado sobre una escalera, empezó a buscar el brebaje que ayudaría a curar la dolencia del joven caballero.

Casualidades del destino o no, al comienzo de su jornada el farmacéutico olvidó leer el cuaderno de notas del local donde su compañero del turno anterior le dejaba aviso del cambio de estanterías que ocurriera esa mañana en el depósito. En tantos años de trabajo, Amadeo nunca omitió revisar dicho cuaderno, hasta ese día; vaya uno a saber, tal vez su vista cansada pasó por alto los designios de las letras escritas desoyendo la información que debió llevar a su cerebro, o tal vez el paso del tiempo y la experiencia fueron vencidos por el cansancio, lo cierto es que nunca supo de la información en esas hojas.

Amadeo está frente al estante de los calmantes, donde montones de fórmulas, algunas más suaves, otras más potentes están conservadas en frascos, muchas de ellas venidas de ciertos nuevos laboratorios que hacen muestras experimentales y otras tantas mezcladas por los viejos herboristas chamánicos. Parado en lo alto de la larga escalera Amadeo, dubitativo, toma una muy pequeña botella, el oscuro y malogrado depósito no deja ver con claridad al maduro empleado del local. Luego de unos minutos de indecisión toma el frasco que cree es el indicado para solucionar el problema que aqueja a su cliente nocturno. No estaba muy convencido al comienzo, ya que su olfato y su mente no asociaban, cierto tipo de aromas, pero supuso que quizás la humedad del depósito le había jugado una mala pasada. Al bajar la larga escalera, escalón tras escalón, cada vez más se convencía de su acierto.

Ya en el mostrador le hace entrega en mano del remedio sanador al malogrado cliente. Amadeo le dice con sonrisa cordial y convencido de acertar al blanco con el problema del joven: – Tómese en una taza caliente de té con no más de cuatro gotas. Recuerde, no más de cuatro gotas.

Eugenio deja por un momento la botella en el mostrador y, como puede, le paga a Amadeo con manos temblorosas, saluda con un movimiento de su cabeza y se retira por la puerta giratoria. Fuera de la farmacia la noche seguía cubierta de un manto de agua, la lluvia torrencial movía a su antojo a Eugenio que parece títere de la circunstancia caminando bamboleante por las calles. Luego de trastabillarse en dos ocasiones y muy agotado logra llegar a la puerta del edificio donde vive, sube las escaleras hasta el tercer piso, primera puerta a la izquierda, habitación número 13. Ya en sus aposentos y tomando fuertemente su cabeza, desesperado se dirige a prepararse la infusión, el dolor es terrible, el alcohol solo sirvió por poco tiempo, las botellas regadas por el piso son el decorado del mal que arrastra Eugenio hace días, sus sentidos dormidos a esta altura eran ahora nervios crispados sin descansar. Intenta prender la hornalla pero es imposible, su cuerpo tiembla cual terremoto azotando todo su universo. Se convence de que debe calmarse, así logra llenar una jarra de aluminio con agua. Con un leve temblequeo prende la llama de la cocina y logra que el vaso de metal con agua hierva. Con precaución toma el asa del jarrito con un trapo para no quemarse y acerca una taza, y es en ese momento donde se deja ganar por la ansiedad, el dolor incesante lo azota. Vuelca el agua fuertemente sobre la taza y esta cae al piso junto con el agua caliente y el jarro. Eugenio tiembla, su mirada no cree lo que ve, no entiende que su cuerpo le falló, no le responde y estalla en cólera, tira todo lo que está a su alcance, patea su cocina, tira las sillas, golpea la mesa y luego de querer desmantelar el sillón sin éxito se queda sentado en este, atemorizado y sintiendo los latidos agitados de su corazón, esos latidos que golpean sus sienes. Saca del bolsillo de su camisa el frasco que le diera el boticario, lo mira de cerca, temblando, casi llorando lo abre como puede y toma un sorbo del horrible brebaje, no obstante piensa en el tremendo dolor incesante y decide tomar todo el extraño contenido.

Cierra sus ojos y toma una respiración profunda como si ya hubiera concluido un trabajo, queda inmóvil, expectante, tratando de entender sus síntomas en el vaivén de su cabeza, comprende que el bienestar esperado no ha llegado y se irrita, pero hay un párate en su mente; es una lucha, es un combate de él consigo mismo, cree que su imaginación confusa le está jugando un mal momento, tal vez fuera el alcohol, quizás si no hubiera tomado todo el brebaje del frasco o si no se hubiera exaltado. Luego de ese segundo de calma abre sus ojos, el brillo es extraño en ellos, comienzan a apagarse tornándose opacos, pálidos empieza a sentir una pequeña comezón en los oídos, un zumbido, un ruido no muy agradable, como si sus sentido estuvieran alterados; escucha todo tipo de sonidos provenientes del departamento, del edificio, de la calle, a través de la ventana se oyen autos, la sirena de un patrullero, un gato a lo lejos y la torrencial lluvia cayendo sobre la calle.

De este modo nota los sonidos a su alrededor, las paredes le hablan, el piso golpea y retumba al igual que los muros y el techo, son sus vecinos que le piden que deje dormir, que deje de hacer ruido. Y de esa pequeña falsa calma al brote de furia tan solo un segundo bastó.

Eugenio esboza una sonrisa casi torturada, sufrida, sudando tapa sus oídos, toma su cabeza con ambas manos y levantándose del sillón toma la pata de un silla rota y comienza a golpear las paredes, brincar sobre el piso y golpear el techo con la pata de la silla, totalmente descontrolado arranca la puerta del baño y así empieza a destrozar todo lo que encuentra a su paso mientras en su cabeza se repite que el dolor no paró, no se detuvo jamás. El dolor está ahí, inquisidor, castigando todo el tiempo. El departamento quedó en ruinas y a oscuras. Eugenio, derrotado y sollozando con movimientos cansinos, torpes, se traslada a su cuarto o lo que quedo de él, se tiende en la cama y se hace en forma de bolita, sin dejar de sentir los dolores en la cabeza, comenzó a sentir escalofríos y un dolor desgarrador en su espalda, sus extremidades se agarrotan de dolor como resistiéndose a tal suplicio.

Mientras, en la puerta de la habitación los vecinos agolpados fueron a su encuentro con aires no tan cordiales a ver qué ocurría con aquel hombre emocional que tanto bullicio ocasionaba aquella noche de lluvia a altas horas de la madrugada.

Lejos de preocuparse por este hecho y ya con lo poco que quedaba de su escasa razón, su pensamiento solo logró hilvanar una idea “el Boticario… se equivocó”. En ese instante, contracturas anormales revolucionaron su cuerpo, atípicos crujidos en sus huesos, tendones y un ardor lávico corriendo por su sangre, sus ojos giraron hacia arriba casi poniéndose blancos, justo cuando la puerta es derribada y el grupo de vecinos disgustados irrumpe en la habitación a oscuras en busca de respuestas de modo poco cordial, de tono violento. Unas cuatro o seis personas dentro de aquel escenario en un manto negro que en un tono silencioso los recibía, mujeres y hombres de apariencia cansada, fastidiados, enardecidos por la falta de sueño y por los ruidos molestos que supieron exaltarlos. Algunos llevaban y sostenían en sus manos palos, escobas, botellas. Solo un hombre, el primero en entrar, aquel que derribó la puerta sostenía un revólver entre sus manos, por si era preciso tranquilizar la situación de otra manera. El ambiente denso, húmedo con ese olor agrio que emanaba de las paredes, como de abandono, peleaba su lugar en un espacio reducido entre los recientes invitados. Los mal dormidos vecinos chocaban entre ellos, trastabillaban, se pisaban y llevaban por delante todos los muebles y cosas que estaban esparcidas por el piso de aquel lugar casi en ruinas. Lo que buscaban no se hizo esperar, un sonido, como un quejido al principio, un chillido después proveniente de la pieza. El grupo de gente ofuscada sin pensarlo fue directo al lugar de donde surgía ese ruido, despedidos como tromba se abalanzaban a su encuentro. A medida que iban entrando el sonido de golpes, gritos, botellas que se estrellaban, huesos que se rompían, se quebraban y por sobre todo el sonido de un fuerte y poderoso aleteo como si de un ave gigante se tratase sonaban en aquella habitación número 13, de aquel edificio. Pasaron solo dos minutos y luego reinó el silencio, se escucho una respiración tiritarte y un disparo seguido de otros cuatro. El chillido de lo que fuera que se encontraba en esa habitación al recibir los impactos fue ensordecedor y al parecer su desesperación fue tal que optó por huir por la ventana. En su retirada violenta se llevo consigo parte del muro y la ventana entera, el sonido de un fuerte aleteo se perdía dejando regados escombros y plumas negras por doquier, la lluvia estrepitosa fue la encargada de ocultar sonido alguno, después solo la nada.

La madrugada lloraba sus últimas gotas, las nubes ya dispersas pintaban un nuevo amanecer, el cielo se teñía en un rosa intenso.

Dos patrulleros estaban ubicados a la puerta de la farmacia Malatestta. En la vereda un hombre desnudo se encuentra tirado boca abajo, era Eugenio, cortado y lleno de golpes y magullones con un disparo en su cabeza y cuatro impactos más en el resto de su cuerpo. Estaba cubierto de sangre y rodeado de plumas negras por debajo y a su alrededor. En su mano derecha se encontró un pequeño tapón como de un frasco. Pero que hacia ahí, en ese estado y desnudo, se preguntaban los efectivos policiales. Qué pudo haberle sucedido para acabar así su joven vida. En el interior del local, a pasos de la puerta de entrada, se encontraba tirado el farmacéutico Amadeo, pálido, con expresión de susto y sin ningún rasguño. En medio de los dos solo la puerta giratoria cerrada con candado los dividía, en el exterior la misma se encontraba llena de arañazos y algunos de sus vidrios lucían rotos. Los peritos indicaron que el señor de edad falleció de un ataque al corazón, su rostro lo indicaba, este expresaba que un gran susto fue la causa. Dos muertes a pocos metros divididos por una puerta. Pero ese no fue el único extraño caso acontecido en esa mañana, a pocas cuadras otro peculiar evento llamo la atención de la gente, ese público que acudió curioso e intrigado a ver qué ocurría en la vecindad. Las autoridades se preguntaban sobre lo que encontrarían. En un tercer piso de un edificio cercano un enorme boquete, un agujero inmenso donde antes hubo una ventana, en la habitación número 13 de aquel edificio fue un horror el espectáculo visual que se encontró, cuerpos golpeados y despedazados por todos lados, huellas de sangre y plumas negras regadas por toda la habitación, marcas de arañones en las paredes. La misma gente del edificio asombrada no entendía lo que había pasado. Nunca quedó demasiado claro qué fue lo que ocurrió; algunos dijeron que Eugenio andaba en asuntos raros, la mafia y esas cosas y que fue una vendetta o algo de eso, pero esa gente ni si quiera conoció al joven. Jamás se supo si ambos casos tuvieron o no relación alguna y lo que nunca nadie supo es cuál era el contenido de aquel frasco… ¿Que contenía ese extraño y raro brebaje? ¿Tal vez esos nuevos laboratorios que hacen remedios equivocaron sus recetas? Algunos dijeron que era el fantasma de Malatestta, los más supersticiosos dicen que fue una maldición de los viejos chamanes que supieron trabajar con la botica. Los diarios hablaron de un hombre pájaro volando bajo la lluvia torrencial de esa noche del año ’33 ya que algunas personas alegaron ver algo pero nunca hubo pruebas al respecto. Qué le pasó a Eugenio no lo sabremos nunca, lo que sí es seguro es que su malestar se fue con él y también lo acompañó el pobre Amadeo que vaya a saber uno qué fue lo que azorado lo mató. El secreto de lo que pasó esa noche, la respuesta real de lo que ocurriera, se lo llevaron ambos a la tumba y hasta el día de hoy no se sabe a ciencia cierta qué fue lo ocurrido.

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