Todos Moriremos

Autor: Adrián Figueroa
Ilustraciones: Jok

Cadáveres

El Bastión, en algún margen de la ciudad de Buenos Aires, es un conglomerado inmenso que conjuga viviendas de formas y tipos muy variados. Torres desmesuradamente altas, edificios interconectados a través de pasillos y galerías construidos a diferentes alturas, cuadriculadas urbanizaciones productos del apuro y el descuido, que nacen como reducidas residencias bajas de una planta o dos, para terminar sumando pisos de ladrillos sin revoque, alterando el trasnochado sueño del domingo al ritmo de mazazos contra cortafierros en manos que generan deseos espaciales, callando las molestias de ampollas y de cayos.

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Alrededor de semejantes construcciones o entre medio de los sectores que se identifican por su configuración característica, las casas de madera y chapa, los cartones apilados y los carros, constituyen el trasfondo común del mega barrio.

Sobrevolando vidas confinadas que se aprietan en el intento de ampararse de la muerte y salvarse de ser la catapulta de males invisibles que tronchan existencias queridas y cercanas, entramos por el balcón de un sexto piso hacia el interior de una vivienda y vemos las espaldas de dos seres dejándose impresionar por el continuo impacto de ondas que les traen sonidos e imágenes.

Anselmo se levanta de golpe, dejando los cubiertos en la mesa. Todavía masticando, dice: – Conclusión: montones de cadáveres. Hasta ayer, por lo menos en Argentina veníamos sumando muertos de a uno o dos. Ahora ya sumamos de a cuatro. – Se lleva las manos a las sienes y mirando a Mayra agrega: – Ando todo el tiempo pensando en cuestiones de la sociedad, en la política y todo eso… Recién ahora caigo en la cuenta de cómo me pega la pandemia a mí mismo.

Mayra lo mira repasando los razonamientos que la protegen de inquietarse más de lo preciso, y le pregunta:

– ¿Pensás que te puede pasar algo?

No. – le responde Anselmo con franqueza. – Ni siquiera pienso que le va a pasar algo a mi vieja, que está bien arriba de la edad que venimos escuchando que marca dónde empiezan las peores probabilidades. Pero… tampoco lo descarto. – A punto de llorar, remata: – Pienso en el miedo que debe tener… – y arrancando a caminar, alejándose de la pantalla y de la mesa hacia el hueco por el que entra la luz, haciendo gestos con sus brazos como quien empuja el aire hacia el piso, agrega: – Voy a dar unas vueltas por el balcón mientras proceso un poco y enseguida vuelvo. – Una vez afuera, comienza a caminar por el rectángulo estrecho como un tigre de zoológico lo hace por el sector de su jaula expuesto al público.

En la pantalla insisten con el pedido de permanecer adentro de las casas. Reiteran que la única manera de evitar el contagio masivo es el aislamiento físico. Le recuerdan a la población que la extraordinaria capacidad de transmisión del virus que se propaga en todo el mundo impuso la necesidad de entrar en cuarentena y que la misma implica encierro obligatorio. Sostienen que la posibilidad de desacelerar la multiplicación de casos de infección y muerte depende de cumplir esas medidas.

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Solamente en casos de excepción está permitido transitar por la vía pública. Las autoridades conceden, en esos casos, permisos para circular. Las fuerzas de seguridad controlan el cumplimiento del encierro obligatorio. Hay personas detenidas y multadas por hallarse circulando sin permiso. La mayor parte de las personas que recorren el espacio público con autorización están afectadas al servicio de salud, a la distribución de alimentos, a la recolección de residuos, al transporte público o a la logística de estas actividades. Se establecieron protocolos que reglamentan las medidas de protección que deben tomar las personas que trabajan en relación a estas funciones. La población en general, está autorizada a moverse en las cercanías de sus lugares de vivienda, en procura de alimentos, medicamentos y alguna cosa más.

El padre biológico de Mayra, solamente llegó a saber de ella que se estaba gestando en el útero de María, la hermana de Anselmo. Entre violencias, pastillas y períodos de encierro entre barrotes, María fue descuidando la crianza de su hija, cada vez más a cargo de su hermano.

Mayra le dice a Anselmo tío, o lo llama por el nombre, porque así aprendió a identificarlo de chiquita. Pero él es quien aparecía en la escuela, firmaba cosas, la iba a buscar al club o la llevaba a la sala sanitaria, hasta que terminó asumiendo legalmente la tutoría de su única sobrina. Viviendo el vínculo como de hija y padre, llevan algunos días sin besarse. En cada primer encuentro diario se abrazan sin rozarse las caras, y hacen lo mismo al despedirse hasta el día siguiente.

Anselmo vuelve a ingresar al comedor. Apenas deteniéndose junto a la silla en que almorzaba, enumera complicaciones propias y ajenas que agudizan los malestares del aislamiento forzoso. Mayra piensa en su mejor amiga, que vive en una de las torres en que se corta el agua todas las tardes y no vuelve hasta la mañana siguiente. Cuando su tío retoma el camino hacia el ambiente con la cama de dos plazas, la sobrina vuelve a morder la porción de tarta de caballa que dejó en el plato en circunstancias ya deshechas, y se abisma en reflexiones sobre la manera de pasar las próximas semanas sin ingresos.

Desde la pieza de un hombre que lleva cerca de seis décadas vividas, le llega a quien apenas vivió dos, el susurro sin voz de un llanto contenido. El cielo está más límpido que nunca. El clima todavía parece de verano, aunque el calor ya no sofoca. No se oyen ruidos de motores; solamente mazazos contra el material de paredes y techos, martillazos contra las maderas de encofrados, cumbias, regatones, guaranias, chamamés, estridencia de televisión y los ladridos incansables engendrando el fondo sonoro permanente.

* * *

Después de varios días de fresco vuelve a hacer un poco de calor. La puerta del departamento de Mayra y Anselmo está completamente abierta. La reja de la abertura está cerrada, aunque sin llave. Su finalidad diurna es avisar a vecinas y vecinos de un límite. Ese límite no es infranqueable. A través de la reja, normalmente, circulan saludos, pedidos, informaciones y objetos, como ser herramientas, bandejas, fuentes u otros utensilios de cocina, biromes, papeles, velas y en algunas ocasiones algo de dinero en un sentido u otro.

Por ahí cerca está silbando el Correntino mientras mete mano al cablerío de una caja de electricidad. Es común que se corte la luz en esta torre. La cosa, a veces, se soluciona arreglando algo en la caja de la planta baja. Otras veces, además de lo anterior, hay que ir a ver por qué sigue sin haber luz en algún piso, o en algún departamento; como ahora, en que sólo hay distribución de energía en las viviendas de un lado del pasillo. El Correntino ya sabe que todo eso le toca resolverlo a él.

Anselmo distingue en el silbido la melodía entrecortadamente interpretada entre torsiones y flexiones. Busca en la red cibernética, relacionándose con su computadora mediante el televisor al que está conectada, y pone “La caú”, por Tránsito Cocomarola, que surge al aire a través del equipo de audio enchufado a los demás aparatos electrónicos. Sale al pasillo y le dice al Correntino: – A que estabas silbando esto… – y el electricista, tras afirmar con reiteradas y lentas inclinaciones de su cuerpo hacia adelante, enuncia, a modo de respuesta: – Con esta música no hay vino que aguante.

Cuatro o cinco veces por año, al departamento desde el que, a partir del breve intercambio anterior, se escuchan esta mañana discos completos de chamamé, ingresa vino tinto envasado en montones de botellas. Esas ocasiones están precedidas por la salida de otras cuantas botellas vacías y lavadas por Anselmo. Cajas y cajas, cajones, bolsas o lo que se consiga, van y vienen por las escaleras y el pasillo durante un cierto rato, o en dos o tres ocasiones cercanas en el tiempo, con las botellas vacías hacia afuera o las llenas hacia adentro de su casa. Un vecino de la Azurduy, una villa pegada al edificio, envasa el vino de unas damajuanas compradas al por mayor y lo vende embotellado con distintas etiquetas, según el gusto y los pedidos de sus clientes. A Anselmo solamente le interesa el contenido. Preparar sus pedidos no requiere quitar las etiquetas originales de los envases vacíos, ni etiquetar, ni forrar los picos después de encorchar, ni preocuparse por usar botellas de una misma forma, ni conseguirlas. El que envasa, además, las recibe en estos casos con una lavada previa, sin usar transporte; entregándolas luego llenas y tapadas a la vuelta de su casa. La transacción implica un precio conveniente para Anselmo y una plata segura que se recibe de golpe para el proveedor. El movimiento necesario para concretarla convierte en hecho de público conocimiento a este consumo del departamento 611 de la torre 22.

El tío de Mayra suele dejarle al Correntino un par de botellas de tinto cada vez que hace una de estas compras. A eso y a la complicidad creada por disfrutar los dos el chamamé, más la costumbre de repetir chistes gastados sobre el hábito de ingerir bebidas alcohólicas, atribuye Anselmo el motivo del comentario del electricista. Está en lo cierto. Pero además, el Correntino sabe que la caú significa la borracha.

* * *

Pasan las semanas. Mientras empieza a caer el sol de un día húmedo, Mayra mira desde su balcón a una nena que, en otro, de una torre separada de la propia por unos metros de barro y escombros, un par de pisos más abajo, tararea algo en voz muy baja subida a una bicicleta. No tiene espacio para maniobrar. El recorrido posible le resulta tan corto que no le alcanza para impulsarse mediante los pedales. Haciendo fuerza con los pies contra el piso consigue que la bici avance un poco. Las ruedas no llegan a dar una vuelta completa. La delantera choca con la reja de un extremo del balcón. La nena repite el movimiento y recorre el mismo tramo en sentido inverso. La rueda trasera choca contra la carcasa de un lavarropas en desuso, cubierta por un nailon, donde se guardan cosas rotas para futuros arreglos. Lentamente, la conductora del vehículo retoma el andar que se interrumpe en un instante frustrantemente próximo. Luego vuelve hacia atrás, y así.

Un rato después la nena se baja de la bicicleta, pasa con dificultad entre la pared del frente de su casa y la carcasa del lavarropas, esquiva otros trastos que ocupan el balcón y entra en el departamento. Mayra busca con la mirada en los demás balcones de esa torre y ve a un hombre de unos ochenta años recorriendo el suyo a lo largo, caminando de un extremo a otro a un ritmo sostenido. La sobrina de Anselmo deja el balcón, le avisa a su tío: – Ya vuelvo. – y baja los seis pisos desde su departamento hasta la planta baja. Pensando en que los escalones deberían tener una superficie más adherente, sube hasta el vigésimo y regresa al piso en que vive saludando en el camino personas conocidas, escuchando y respondiendo al paso comentarios sobre la cuarentena, viendo gente grande sentada en la escalera y criaturas jugando en los pasillos.

Ya en su casa siente las piernas doloridas. Corre contra una pared la mesa del comedor y a la sola luz del oscuro fondo de pantalla que muestra la tele actuando como monitor de la computadora, se pone a hacer una rutina de movimientos que aprendió yendo a tai chi chwan. Poco más de media hora después, busca en internet cierto disco de Los Calchakis. Mientras suena, corta zanahoria y papa en tiras, las rehoga en una sartén y condimenta. Prepara aparte masa con harina, leche, aceite y caldo. Agrega a la sartén cebolla cortada en aros y un resto viejo de vino blanco que tenía reservado en la heladera. Estira la masa en una bandeja de metal. Vierte la merluza de una lata en la sartén, revuelve, baja el fuego al mínimo y tapa. Prende el horno. Pasa todo lo de la sartén a la bandeja. Lo extiende sobre la masa y lo mete en el horno.

La mesa del comedor ya está en su ubicación habitual, frente a la pantalla de cincuenta pulgadas, a unos tres metros de la misma. Anselmo, sentado en un sillón de tapizado en parte descosido, manchado, con una remera agujereada extendida a modo de funda del asiento, tiene sobre la mesa una caja de madera en la que hace ocho décadas hubo bombones nuevos, sirviendo ahora para guardar los útiles de costura. Con los anteojos puestos, aprovechando tela de otras remeras en desuso, cose barbijos con espacio para disponer entre capas de tela servilletas descartables, dotados de cordones provenientes de zapatillas que se usaron durante mucho tiempo más que el previsto por sus fabricantes. Mientras va dando las puntadas con hilos de colores diferentes atados entre sí, trata de establecer en su memoria cuándo fue la última vez que cosió algo para Mayra. Recuerda bolsillos y martingalas de guardapolvos, botones, remiendos en pantalones, zurcidos de medias y correas de mochilas.

Mayra irrumpe en el comedor llevando una bandeja humeante sostenida con una mano y dos platos sostenidos con la otra.

– No sé si estará tan buena como tu tarta de caballa, pero tiene un olorcito bárbaro. – dice mientras apoya sobre la mesa lo que trae desde la cocina.

Anselmo se levanta y hace a un lado las cosas de costura; se dirige a la cocina y vuelve con una botella de vino, cubiertos y una espátula que su sobrina tenía en uso. Mayra se cruza con él y vuelve con vasos y un rollo de servilletas de papel. Se sientan frente a la pantalla, se sirven tarta, llenan los vasos y ponen a reproducir archivos de programas de noticias, grabados de la radio y la televisión.

– Esto está buenísimo. – dice Anselmo masticando.

– La verdá que sí. – contesta su sobrina y bebe un trago.

Cenan entre exclamaciones y comentarios ante los dichos de políticos y periodistas, se enojan, se burlan, gesticulan, festejan.

Más tarde, llevan a la cocina lo poco que quedó de tarta y los platos, traen una botella de vino recién abierta y apagan la luz. Ahora están viendo a unos presos norteamericanos acomodando al fondo de una fosa enorme montones de cajones de madera confeccionados sin ninguna preocupación estética. Sencillos prismas de una madera barata sin cobertura interna ni adornos exteriores. Sin identificación, ni nada. La corresponsal enuncia cifras de miles de muertos a causa del virus que circula por el mundo, correspondientes solamente a la ciudad de Nueva York, que inmediatamente le dan énfasis al zócalo que traduce lo que muestran las imágenes.

– A esa gente le hacen creer que son el mejor país del mundo. – dice Mayra, y agrega: – No tienen ni la mitad de los derechos que tiene la gente de los países que invaden o bloquean.

Un rato después, están viendo una película del siglo pasado, de los años ’50, producida por una organización de mineros de Nuevo México, en la que actúan ellos y sus esposas.

* * *

Tras unos días nublados y lluviosos, hoy despejó nuevamente. Anselmo vuelve a sorprenderse con lo límpido del cielo, apoyado contra la reja del balcón, con un vaso de tinto en la mano, después de almorzar. Ese cielo lo lleva al recuerdo de otro, tan limpio de nubes como este pero contaminado de humo y ruido, hace cerca de cuarenta años, que contempló al regresar de un campamento, saliendo de la terminal de ómnibus de Retiro, cargando una mochila de tela verde oliva, aliviado del peso de kilos consumidos de arroz, fideos, lentejas y polenta, del contenido de frasquitos en que llevó aceite, vinagre y alcohol, de los paquetes de azúcar, yerba y café ya usados o regalados al momento de emprender la vuelta. A metros de terminales de trenes, cerca del puerto, en medio del trajín de personas cargando bártulos o voceando mercancías, observaba las filas de colectivos detenidos mansamente mientras largas hileras de personas los llenaban. Cuando arrancaban, desplazándose con parsimonia sobre el asfalto, viéndolos medio borrosos por el aire caliente que ascendía desde el piso, el muy joven Anselmo consideraba lo que estaba observando como imagen de la reproducción aparentemente inapelable de las condiciones de existencia que pretendía desarticular y reemplazar. El sonido de los motores iniciando la marcha lenta de los transportes atestados de gente, navegando entre un mar de vehículos más rápidos ocupados por hombres y mujeres conduciendo en soledad, expresaban en su pensamiento el peso condicionante de las fuerzas enemigas de todo lo que él quería realizar. Ahora que la actividad se detuvo, cesó ese ruido y el cielo se limpió, compara sus preocupaciones actuales con las de aquel muchacho que por saber arreglárselas con poco junto a un arroyo, alejado de la infraestructura urbana, recostado en su facilidad para relacionarse con todo tipo de personas, afirmado en su disposición a dormir a la intemperie, se pensaba a la altura de la organización de próximas guerrillas, que imaginaba necesarias.

Anselmo entra al comedor y mientras escucha lo que Mayra responde a su pregunta sobre cosas que estén haciendo falta, se ata el barbijo y mete plata en un bolsillo del pantalón que lleva puesto. Agarra el carrito de las compras, que se resiste a llamar chango, va hasta un almacén donde tienen más baratos ciertos específicos productos, después va a un supermercado donde suele haber ofertas de carnicería y finalmente pasa por la panadería. Con el carrito lleno, camina hacia una de las tantas plazoletas del conglomerado heterogéneo que sus habitantes denominan barrio, se dirige a un paredón colorido de grafitis que limita el territorio de lo inmediatamente propio y familiar, y agachándose en el sector en que se suele asar a la parrilla recoge restos de carbones en bolsas de nailon que trajo del supermercado.

Al llegar a su vivienda hace rato que es de noche. Limpia con una esponja de cocina embebida en agua y detergente cada objeto que va sacando del carrito. Y luego limpia las manijas de la reja y la puerta de la heladera. Se desata el cordón del barbijo atado sobre las orejas y lo deja pendiente de otro cordón atado al cuello, cayendo sobre el pecho, como un babero. Pone detergente y lavandina en un balde, agrega agua y hunde ahí un trapo de piso. Lo estruja un poco y lo extiende en el suelo. Con un secador lo aplica sobre el recorrido de sus recientes pasos. Estruja nuevamente, enjuaga, y tras limpiar el balde vuelve a llenarlo con agua, un poco de lavandina y detergente. Mete medias y calzoncillos para lavar. Se desata del todo el barbijo, y tras quitar y descartar las servilletas de papel que llevó entre dos capas de su tela, lo mete en ese mismo balde. Se lava las manos y sube al techo de la torre llevando unos ladrillos, chapa, la pieza de varillas de hierro soldadas entre sí que hace de soporte de la cocina, unas maderas, papel, cartón, dos bandejas redondas de hornear, un tenedor, un cuchillo, la caja de fósforos, pan y cuatro chorizos.

Mayra, que lo vio salir con todo eso, pica tomate, cebolla y morrón en una tabla. Pasa lo picado a un tazón y lo guarda en la heladera. Abre una lata de cerveza y vuelve a sus ejercicios de ukelele. Más tarde deja el instrumento, descarta la lata vacía, saca de la heladera una llena y sube al techo con la cerveza, una botella destapada de vino tinto fresco y un vaso para el tío.

Anselmo preparó fuego sobre la chapa, separada unos centímetros del piso por ladrillos. Es decir: separada del techo del edificio. Otros ladrillos más sostienen ahora el soporte de hierro a cierta distancia de las brasas. Los chorizos ya estuvieron expuestos al calor en distintas posiciones, rotando. En este momento yacen abiertos longitudinalmente sobre las varillas entramadas, conformando esa apariencia a la que se le dice mariposa.

El tío festeja con gestos y palabras la llegada de su sobrina. Da vuelta los chorizos. Corta pan abriendo miñones y coloca los pedazos en los bordes del soporte, alejando la posibilidad de que se quemen. Se sirve vino y brindan chocando el vaso y la lata. Se sientan sobre un saliente de la base del tanque de agua de la torre y hacen comentarios sobre el cielo y sobre el puñado de constelaciones que conocen. Cuando los chorizos están listos, los meten entre las dos bandejas, apagan las brasas y bajan con las cosas que usaron. – Mañana meto las cenizas en una bolsa y limpio todo. Antes de que nadie empiece a hablar pelotudeces. – dice Anselmo queriendo anticiparse a preocupaciones de su sobrina, que ella no llega a crearse.

Ya en el departamento, Mayra agrega aceite y vinagre a lo que había dejado en el tazón. Lo lleva a la mesa junto a rodajas de tomate y hojas de lechuga. Ella y su tío comen los choripanes entre carcajadas disparadas por videos de programas humorísticos. Tras el último bocado, planeando hacia la calma después de verter lágrimas de risa, la sobrina comunica una concisa síntesis de la experiencia: – Bueno. Descubrimos una nueva posibilidad… – ¿Hacer fuego en el techo? – pregunta el tío.

Sí. Podemos hacer asado.

Cierto. O algo al disco, piza a la parrilla, hamburguesas caseras… lo que se nos ocurra.

– Paty.

– Ponele. Pero a lo mejor para eso no vale la pena encarar toda la movida. Podemos hacerlos a la plancha.

– Y… Pero tiene otra onda hacerlos a la parrilla.

– Es verdad. – dice Anselmo. Unos segundos después, acota: – Mientras nadie rompa las pelotas con el uso del techo…

* * *

Anselmo vende libros y revistas en subterráneos, trenes, bares, facultades, recitales, actos políticos y encuentros deportivos. Suele intervenir en eventos artísticos interpretando distintos personajes que leen algo de lo publicado en las ediciones que esté ofreciendo. En algunas ocasiones, sencillamente se calza en la cabeza un pañuelo viejo anudado en los cuatro ángulos, y se presenta con sus verdaderos nombre y apellido como “… sabio cuentapropista, políglota ambulante y ciruja de alto vuelo…”, acomodándose en ese tono de porteño de otra época que tiene tan a mano. En esas oportunidades, casi siempre lee un texto propio, o directamente hace un monólogo que concluye ofreciendo el material en venta. Unos veinte años atrás, cuando participaba de una iniciativa cuyos fundadores habían bautizado “Varieté nómade disciplinario”, los volantes lo anunciaban como “…un poeta de contacto. Hace contacto.”

En estos días organizó una pequeña serie de ofertas, combinando diferentes materiales entre los que quedaron en su casa al iniciarse la cuarentena. Mediante el celular y la computadora difundió las ofertas por todo El Bastión. Sin demasiado resultado, no faltó quien compre algo por aquí o por allá. La mayor parte de las pocas ventas se concretaron con la gente del “Bufete jugoso”, una mezcla de centro cultural, comedor y biblioteca, donde elaboran el característico “Lomito del eterno retorno”, muy conocido en el barrio. Hacen esto solamente los sábados, único día en que funcionan como bar, desde la tarde hasta la medianoche.

Mayra canta en el transporte público y donde la habiliten para hacerlo. A veces sola y a veces junto a otra persona. Unos días sale con la guitarra, otros con el ukelele o el charango. Hasta ahora, una sola vez se animó a acompañarse con la caja chayera y nada más, solita su alma, interpretando composiciones propias. No siempre está de ánimo como para salir y enfrentar a un público que no decidió ser tal anteriormente a su presencia. Cuando se lo piden, pinta letras en comercios del Bastión o de la zona. A veces la llaman de un taller de cartelería del barrio o de otro que está por ahí cerquita, para ayudar cuando se les juntan los pedidos. Muy cada tanto confecciona un pasacalle en el departamento, trastocando todo el orden cotidiano. Ahora piensa que la próxima vez que le encarguen uno, si no llueve, va a ir a hacerlo al techo.

Hace unos días cobró una plata por una de esas medidas que decidió el gobierno ante el parate económico que impuso la pandemia. Cubrió el fiado del almacén y el del quiosco, hizo unas compras en el supermercado y al día siguiente le quedaba menos de un tercio del dinero recibido.

Otra vez llueve y está fresco. Mayra, instalada en la mesa del comedor, mira videos mientras su tío lee tomando mate en la cocina. Cuando la lluvia se vuelve una garúa muy leve, se pone uno de los barbijos que le cosió Anselmo, agarra el carrito de las compras, plata y sale. Al volver, después de la rutina sanitaria que resuelve de manera práctica y sin vueltas, ata su pelo sobre la cabeza y se cubre con la cofia que usa cuando quiere bañarse usando un mínimo de tiempo. Encaja sus manos en guantes de látex y, sin quitarse el barbijo, comienza a preparar masa mientras le pide a Anselmo que le saque un par de fotos. – Mandalas vos, que te conoce medio barrio, y avisá que hagan pedidos. Tortas, tartas, empanadas, canastitas… más o menos lo que siempre se pide. Para hoy puede ser sánguche de milanesa o, bueno, cualquier cosa si pueden esperar. Pastafrola, pepas, bizcochos… ¡Ah!, piza. Muzarela, cebolla, napo, jamón y morrones. Eso puede ser para dentro de un rato. Y las empanadas, más o menos, también. Compré bastante carne picada. Vos andá tomando los pedidos y vamos viendo lo que sale hoy, mañana o para tal día. Entre lo que compré y lo que había la vamos piloteando. Si no, mañana volvemos a comprar con plata que entre hoy. Pollo no hay, pescado no hay. – Otro día ofrecemos choris y los hacemos arriba. – dice Anselmo mientras va mandando comunicaciones a diversos grupos de habitantes del Bastión. Mayra se ríe suponiendo un poco fantasiosa la posibilidad nombrada por su tío. Y éste, viendo la reacción de su sobrina, sonríe mientras intenta imaginarse pormenorizadamente cómo sería concretarla. – Si alguien pregunta por cualquier otra comida, no sé… guiso, tortilla, si son cosas que se puedan ir haciendo decí que sí, o preguntá para cuándo lo quieren y vemos.

Anselmo hizo relleno para empanadas y las preparó. Mayra amasó todo lo hecho con harina y administró el uso del horno y las hornallas. El tío dispuso lo necesario sobre las masas para piza ya horneadas, antes del último golpe de calor. Él preparó relleno para las canastitas y ella hizo las milanesas.

Una vez entregados los pedidos para esa noche, comieron un poco de diferentes cosas aprovechando porciones y restos de lo cocinado. – Está buenísimo comer así. – dijo Mayra. – Sí. – dijo Anselmo y se quedó pensando. Tomó unos tragos de vino y agregó: – Para hacerlo todos los días es un poco engorroso. Digo, si fuera que lo hacemos nada más que para comer vos y yo. – Hay gente que hace así. – acotó Mayra. – Preparan un montón de comida y la van comiendo en la semana.

Cenaron tarde, viendo una película de muertos vivos de un director que les gusta mucho. En la sobremesa no pudieron aguantarse y pusieron una que ya habían visto en el otoño pasado, donde se caricaturiza un contexto similar al de la otra. Cuando esa película terminó, se abrazaron y ella se fue a dormir. Anselmo se quedó mirando una película argentina, en la que un actor de moda hace varias décadas interpreta a un caudillo federal. Después vio varios capítulos de una serie que parodia el ambiente de las agencias de espionaje y la imagen difundida del espía en el mundo en que Anselmo fue un niño. En eso estuvo hasta cabecear de sueño en la mesa. Cuando se acostó, hacía rato que el sol iluminaba. De todas maneras, mucho antes del mediodía siguiente ya estaba despierto. Se levantó, preparó mate y empezó a leer una de esas obras de la historia propia que se venía encontrando cada vez más frecuentemente en las citas hechas en otros libros. Llevaba varios años cruzándose cotidianamente con sus ejemplares apilados de los tomos en que fue editada, sin decidirse a su lectura.

* * *

Es lunes. Para hoy no hay ningún pedido. La próxima entrega es para mañana a la tarde y la siguiente para mañana a la noche. Mayra y Anselmo encaran el día como si fuera un domingo. Mejor dicho: con sensaciones que evocan a las de los domingos anteriores a la pandemia.

Él sale de la cama y se pone, sobre la remera con la que durmió, la primera camisa que encuentra en una montaña de ropa arrugada, fijándose solamente en que sea de manga larga. Las puntas del cuello tienden a orientarse hacia arriba, al prescindir de los botones que en otras circunstancias las sujetan. Cubre las piernas con un pantalón de esos que cerca de su estreno se nombraría como de vestir. Abriga los pies con medias de pares distintos y se pone unas alpargatas con agujeros donde presionan los dedos gordos. Después de pasar por el baño, con la cara lavada y el pelo que aún le queda humedecido y echado hacia atrás, deja en la cocina la pava llena de agua calentándose y vuelve a la pieza. Hace varios años que le cuesta acertar en la elección de la ropa que va a usar en tal o cual momento, pasando de sentirse frío a sentirse acalorado ante el cambio más sutil de prenda, poniéndose y sacándose cosas de manera cada vez más seguida. En este caso, buscando en la montaña de la que sacó la camisa encuentra una musculosa celeste, con una calavera dibujada en la parte de adelante, formada por mariposas de colores. Durante la operación de pasar los brazos por entre las tiras de tela, piensa que el dibujo expresa una estética jipi – métal. Cada tanto su sobrina desecha alguna ropa y se la pasa. Generalmente, remeras. Él siempre acepta y después ve qué prendas usará en la calle, cuáles en casa, cuáles pasará a otras personas del barrio y cuáles cortará y transformará en trapos para diferentes usos. La musculosa que acaba de ponerse es de esa proveniencia.

A pesar de la estrechez de la cocina, prefiere quedarse ahí, aprovechando el sol que entra por la abertura que da a un pequeño lavadero. Trae una silla del comedor y coloca la pava, el mate, los lentes y el libro que empezó hace unos días sobre una tabla que se apoya en una ménsula y un fierro empotrado en la pared. Saber que tiene por delante horas de mate y lectura lo reconforta.

Mayra se levanta y tiende la cama. Se pone un pantalón largo muy suelto, de tela de avión, con tiras en los costados. Cubre los pies con zoquetes y zapatillas de lona. Sobre la remera con la que durmió, se calza otra, de manga larga y con cuello. Se lava los dientes, se frota los ojos, la cara y el pescuezo con agua, se arregla el pelo y sale. En la cocina se abraza con su tío y prepara un mate aparte del que toma Anselmo. Cuando está listo, vierte el agua caliente en un termo y lleva los implementos a su pieza. Levanta la persiana y abre apenas una de las hojas de vidrio transparente de la ventana. Ubica el mate y el termo en la mesita de luz, se sienta en la cama y se pone a leer lo que ayer volcó a un cuaderno mientras rapeaba improvisando. Su cuerpo va aflojando la postura y termina extendida, de costado, apoyada sobre un codo y sosteniendo la cabeza en una mano. Toma un mate ya lavado, lo apoya junto al termo y da vuelta la última hoja escrita en el cuaderno. Saca una birome del cajón de la mesita y los ojos buscan la ventana orientando un leve movimiento de la cabeza hacia arriba.

Después de llenar un par de páginas de versos que imaginó como lamentos de una expresión sostenida en los golpes de su caja chayera, va otra vez a la cocina y prepara un mate nuevo. Su tío sigue ahí, con el otro mate y con el mismo libro. Intercambian unas pocas palabras tendiendo a llevar las miradas hacia donde ingresa la luz. Mayra vuelve a su pieza y escribe sin pensar en ningún género ni asociar a lo escrito ninguna melodía. El último mate cebado queda sin tomar. Pasa el tiempo. Finalmente deja en el piso el cuaderno y la birome, chupa el mate frío y se mete en el baño después de preguntarle a Anselmo si lo pensaba usar. Se detiene en las sensaciones del agua de la ducha cayéndole encima. Ya seca, se pone una bombacha y una remera limpias. El resto de la ropa que la cubre es la que vestía antes de bañarse. Cuando pasa por el comedor rumbo a la pieza, huele el guiso que su tío está recalentando.

Comen hablando de lo que anduvieron haciendo esa mañana, de lo que vienen haciendo y sintiendo en esos días, de la tensión entre lo que la cuarentena impone, lo que excluye y lo que habilita. De la insólita percepción del tiempo gestada en el desvanecimiento de la normalidad. Del efecto de lupa que el encierro obligatorio crea en la visión de todas las situaciones preexistentes.

Esa tarde Anselmo se afeita y se rapa pasándose la maquinita por la cabeza. Mayra prueba unas conexiones hasta estar en condiciones de grabar, usando un micrófono que desechó un compañero con quien canta, en la computadora portátil que le habían entregado en la primaria.

Él corre la mesa del comedor y se pone a hacer unos ejercicios, tomándolos de un video grabado por el entrenador de un amigo con el que juega al fútbol. O jugaba hasta hace poco y piensa volver a hacerlo después de la pandemia. Ella está en su pieza con la puerta cerrada, tocando el charango y cantando.

Ya de noche, ella sigue en la pieza, hablando con dos amigas a las que ve en la pantalla del celular. Él escucha música en el comedor. Le llegan las carcajadas de su sobrina. Ella pasa de la pieza al baño y ve a su tío escuchando rock pesado de hace medio siglo, bailando con los ojos cerrados, con movimientos lentos, por momentos contorsionándose. Fugazmente se miran con complicidad. Sonríen.

Mientras Anselmo en el comedor combina secuencias de posturas corporales que sugieren la tragedia con otras que insinúan lo ridículo, Mayra en su pieza rapea a viva voz convocando imágenes de mujeres entre rejas.

* * *

En Estados Unidos se acercan a cien mil las muertes debido a la pandemia. En Argentina alcanzan las trescientas. En todo el mundo se profundizan los problemas económicos y se multiplican las necesidades materiales insatisfechas. Las comunidades se disponen a encarar los conflictos de siempre en escenarios históricos inéditos.

Adrián Figueroa, otoño de 2020.

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