Todos los hermanos se llaman Pablo
El cuento fue originalmente publicado en “Punto de Quiebre #1”, de Los Aspirantes Ediciones..
Autor: Ernesto Parrilla
Ilustraciones: Marcos Vergara
La estación del ferrocarril nos trae un viejo recuerdo. Aquel edificio casi abandonado, por el que no transitan locomotoras desde que éramos muy pequeños, nos salvó la vida.
Parece mentira que hayan transcurridos tantos años desde entonces. Como si la vida se marchitara en la palma de la mano, sin que nos diéramos cuenta. Un soplo del viento, una canción que llega al final y deja de sonar. Y en ese silencio que nos queda, entre tema y tema, nos permitimos de vez en cuando mirar atrás.
Los ojos de la mente viajan a ese reducto de ladrillos rojos y andén derruido por el tiempo, de vigas despintadas y alero de chapa a punto de venirse abajo. Sobre los rieles, un vagón olvidado, dormido entre los yuyos que crecen profanos, altos y descuidados. La postal hoy es burda, casi una tomada de pelo al pasado. Y, sin embargo, es nuestra.
Allí nos guarecemos en la noche. Allí nadie nos molesta. Somos jóvenes, vivaces y sedientos. Tenemos, para nosotros cinco, un cajón y medio de cervezas. El otro medio se lo tuvimos que dejar a Pablo, el hermano de Ezequiel, a cambio de la compra. A nosotros no nos venden, somos menores. Pablo es nuestra salvación en cada oportunidad. Y si no fuera por la tranquilidad de la estación, nos quedaríamos con él, que era el hermano de todos, porque nos conocía desde que íbamos al jardín de infantes.
Pero en la estación somos nosotros. Una guitarra, uno que toca, cuatro que cantan. No hay vasos, no hacen falta. Las manos ofrecen la botella destapada con generosidad. Todos tomamos, reímos, cantamos. No nos importa nada más. ¿Qué cosas podrían importarnos a esa edad, salvo la amistad y las mujeres?
La brisa sopla bastante y hace frío, pero bajo el alero del andén apenas si lo sentimos. Es nuestro mundo y en nuestro mundo, nadie tiene frío. No le permitimos existir, lo combatimos con el calor humano, con la alegría innata, con el desconocimiento del futuro.
A lo lejos, en la calle más próxima, bajo las tenues luminarias municipales, los coches marchan sin sentido alguno, como imágenes arrancadas a la ciudad para que nos brinden un paisaje y nada más. Y los transeúntes, que giran sus cabezas hacia la estación, quizá alertados por la música o las risas, o la sensación de felicidad, también son para nosotros figuras difusas de una noche de honesta alegría.
Así podían sucederse los siglos, con nosotros cantando en la vieja estación, mientras empinábamos las botellas en dirección a la boca, una y otra vez, sin cansancio. Así podrían haber seguido, por toda la eternidad.
Pero fue esa noche que descubrimos que todo tiene un final, que nada es para siempre. Entre punteos y bemoles escuchamos las sirenas y luego las explosiones. Varias detonaciones. Y luego gritos, más gritos y un resplandor.
Nos pusimos de pie y nos asomamos lo más que pudimos a la calle. La gente corría sin dirección, mientras enormes llamas se desprendían contra el cielo dos calles más allá de la estación.
Lo miramos a Ezequiel, parado unos metros más adelante que el resto.
– Negro, es cerca de tu casa.
Corrimos detrás de él. No solo era cerca, ese presentimiento nos alcanzó en los corazones. Lo supimos antes de llegar a la esquina y ver la casa del Negro en llamas y la madre con un ataque de histeria en la vereda, sostenida por dos oficiales de policía. Ezequiel se tomaba la cabeza.
Todos nosotros lo hacíamos. ¿Qué pasó? preguntábamos. Los vecinos no nos decían nada y se metían en sus casas. Lo vimos al Negro abrazar a su madre y a la distancia, lo oímos gritar, de una forma que nos desgarró el alma.
Un bombero lo detuvo cuando quiso arrojarse a la casa en llamas. El recuerdo termina ahí, quizá por decisión propia. El dejo de tristeza es enorme, el de impotencia aún mayor. Veo en mi mente la estación y agradezco esos días, pero principalmente, el cobijo de esa noche. La última que pasamos allí, la que nos marcó a todos. La noche en la que murió Pablo, en una mortaja de fuego. Algunos dicen que ya estaba muerto antes, que los que fueron a hacerlo cagar porque les debía mucha guita en drogas, lo habían matado a quemarropa. Otros aseguran que herido y todo, sacó a la madre al pasillo, para que pudiera escapar y que ahí se le derrumbó parte del techo encima.
La estación nos salvó a todos, pero al mismo tiempo nos robó un hermano a cada uno. Dijeron muchas cosas después de esa noche, pero nosotros sabíamos otras y gracias a esas, es que sobrevive en nuestras memorias. Él, la estación y aquellos tiempos de amistad y gloria, de música y mujeres, de cervezas y noches interminables. Tiempos que se han ido para no volver, salvo en forma de imágenes cada más difusas, de recuerdos que hacen lagrimear.
Entre canción y canción pareciera que no hay nada y, sin embargo, existe un mundo.
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