Shoggoth Samurai
Autor: Diego Arandojo
Ilustraciones: Jok
Las tablas del 内臓日記 (diario visceral, o diario de las vísceras) fueron encontradas hacia 1966 en las costas de la ciudad de Shingū, Japón. Su contenido es exótico y atribuido a la ficción, aunque algunos datos referidos a la geografía pudieron ser constatados como verídicos. Se narraba el andar de un samurai de mote ハードヘルメット (casco duro), y la extraña transformación que padeció después de encontrar lo que, en términos modernos, podríamos entender como un «meteorito». Si bien las desventuras de este guerrero no están fechadas, la investigación realizada por la Universidad de Tohoku determinó que pudo haber sucedido durante las guerras Genpei (1180-1185).
***
Nota del editor:
La narración de las tablas posee, en ciertas secciones,
una cronología provista por causa y efecto. En otras no tanto.
Por consecuencia decidimos re-organizarlas de
acuerdo a un criterio editorial, haciéndola accesible
al lector.
DIARIO VISCERAL
de CASCO DURO
1
Estoy despierto.
Abrazado por el sol.
En mi locura.
Mi padre me enseñó a ser hombre. Y lo hizo en la montaña. Yo tenía apenas seis años de edad. «En esa cueva vive tu sombra. Debes conocerla», dijo al señalar una concavidad profunda en la roca, rodeada por espesa nieve. Me llevó hasta allí. «Entra», ordenó. Recuerdo tener miedo y frío, mucho frío. Pero obedecí.
Adentro había oscuridad y un fuerte olor a orina. Supuse que vivía algún animal, porque a medida que caminaba sentía que pisaba algo blando. Al cabo de unos minutos choqué contra la piedra. Había llegado al fondo del sitio. Allí me quedé… no sé cuánto. Mucho tiempo. Tuve hambre, sed… Pero no quería llamar a mi padre.
Algo sujetó mis piernas. No podía ver bien. Estar en la oscuridad tanto tiempo me dejó casi ciego. Cuando salí de la concavidad, y fui recuperando la vista, descubrí rasguños en mi pecho y brazos. Tenía la ropa desgarrada, manchada de sangre. Mi sangre.
«Estoy orgulloso de ti», me dijo, sonriendo.
Descendimos de la montaña. Yo era otro. Atrás había quedado el niño. En la cueva, lloriqueando en silencio.
2
El insecto es.
No se pregunta nada.
Respira, come.
Muchas veces sentí la muerte.
En combate, en soledad, durante el día y también por la noche.
No es un Shinigami. Amenazador, siniestro.
La muerte es el pétalo de una flor hermosa que desciende sobre tu mejilla. Y va quemando tu piel. Pero no sientes dolor. Y va abriendo tu carne. Pero no sientes dolor. Y entra en cuerpo, infectándolo. Pero no sientes dolor.
3
Mis ojos lo ven.
Envuelto en su sangre.
Grita sin gritar.
Mi maestro, Utuga, era un guerrero invencible. Su armadura brillaba más que el sol. Su cabello blanco y largo, agitado por el viento, parecía fuego.
«La paciencia hiere más que la espada», solía decirme.
Me entrenó severamente. Marcaba mis errores con golpes duros. Llegó, en cierta ocasión, a partirme la mandíbula.
Pero su compasión era inmensa.
Tuve el honor de luchar a su lado. Jamás he visto algo igual.
4
El frío muerto.
Lágrimas de mortaja.
Bajo el lodo.
La flecha me sorprendió. Entró por un ligero intersticio entre el Sode y el Dō. Un pequeño descuido. Una ventaja para el enemigo.
Decapité a quién me la arrojó. Exhibí su cabeza ante sus compañeros de batalla. Jamás olvidaré sus rostros: blancos y de ojos vacíos, vencidos por el terror.
Pude curar la herida. Pero la punta de la flecha, hasta hoy, continúa dentro de mi cuerpo.
Me permite recordar mi falta. Para que nunca se repita.
5
Dormir la hora.
Respirar y aguardar.
Lluvia sin gotas.
Me acerqué al poblado para descansar. Era un sitio sencillo, de unas pocas viviendas. Fui recibido con gratitud.
Después de asearme y obtener algo de alimento, medité toda la noche. El cielo estaba limpio. La luna parecía vigilarme.
No tenía sueño.
Me dispuse a caminar por los alrededores. Llevaba mi katana conmigo.
Al cabo de un buen rato deambulando por el campo, que era yermo, con escasa hierba, sentí aquel ruido.
La tierra a mi alrededor crujió. Perdí el equilibrio y caí al suelo. Luego hubo como una luz, que lo cubrió todo por unos segundos.
Ya incorporado, divisé en la lejanía un hilo de humo, alumbrado por unas llamas que variaban del rojo al púrpura.
6
Río sin peces.
Su agua revulsiva.
Fluye con gracia.
El pozo era profundo.
Esperé para ver más de cerca recién cuando el fuego se disipó.
En los bordes de la hendidura había una secreción, como la saliva que sueltan algunas bestias. Era espesa y de tono azabache. Dentro de la concavidad descubrí una esfera de un material muy caliente, como cuando se funde el acero.
Retrocedí.
Con intención de regresar al poblado para informar el acontecimiento, sentí algo sobre mi Kutsu. Vi cómo -lo juro por el honor de mi familia- una porción de esa saliva, que parecía estar viva, perforaba el cuero.
Aunque estaba acostumbrado a sufrir, aquello fue espeluznante. La saliva alcanzó uno de los dedos de mi pie derecho y lo mordió.
Me hice a un costado. Retiré el Kutsu, me alejé raudamente.
7
El torbellino.
Se desplaza callado.
Al ras del pasto.
Recuerdo una primavera, entre todas. La que mi señor enfermó. Vinieron doctores de diversos lugares. Mas ninguno pudo curarlo.
Yo me entregué a la meditación. Los días pasaron sin novedades. Mi señor se debilitaba más y más.
Una noche vi, cruzando el jardín, una figura. Desenfundé rápidamente mi katana y avancé.
A corta distancia vislumbré a una joven doncella, espectral, que observaba a mi señor. La interpelé sobre sus intenciones. Ella giró su rostro tenue hacia mí. Estaba llorando. Retrocedió unos pasos y se hundió en la tierra.
Al día siguiente excavé en ese lugar. Hallé algunos huesos. Les di sepultura.
Mi señor recobró la salud.
8
El ciervo viene.
Los cerezos callados.
Reposo final.
Fue durante mi primer combate. Era joven e inexperto. En la confusión perdí mi arma. Quedé desprotegido.
Me acorralaron tres adversarios y me atacaron con sus wakizashi. No había honor en ellos. Solo miseria.
Soporté cada golpe con mi kabuto. «¡Casco duro!», gritó uno de ellos, burlándose.
El polvo se levantaba a mi alrededor; como un demonio gris, que angustiaba. Lo aproveché como ventaja.
Ataqué a cabezazos a los cobardes, y estos perdieron sus wakizashi. Clavé las crestas de mi casco en ellos. No les di respiro.
Casco Duro.
Así me conocieron desde aquel día.
9
Pájaro vuela.
Con alas de una pluma.
Sin detenerse.
Me costaba caminar.
La mordida de la saliva del pozo había endurecido todo mi pie derecho; no podía mover ningún dedo. La piel estaba morada.
Hallé un doctor en tierras de los Kiso, que me examinó. Me recetó unas hierbas que herví y reduje a pasta. La apliqué durante varios días, pero no hubo mejoría.
A pesar de la incomodidad continué batallando. Mi katana estaba al servicio del honor.
Hasta que soñé aquello.
Al principio la sentí. Luego la vi; la nieve negra cayendo de un cielo roto.
Escuché los gritos. Llegando de todas partes. Estaba en una tierra blanca y gélida, casi infinita. Cadenas oxidadas descendían de aquel cielo hecho añicos; esclavos horrendos se arrastraban, recibiendo latigazos eléctricos de unas bestias aladas.
Quise correr.
Pero no pude.
Desperté, sudado, con los ojos desorbitados. Tenía la boca seca. La lengua trabada.
10
Te siento cerca.
Mi respiración cede.
A tu aliento.
Nací muy débil.
Mamá siempre me lo recordaba. “Pesabas como esto”, decía, mostrándome unos granos de arroz en la palma de su mano.
Esa precariedad me acompañó los primeros años de vida. Otros niños se burlaban de mí. Hasta que papá me llevó a la montaña. A la cueva oscura.
Después me hice fuerte. Temerario.
Pero cuando mi padre falleció, asesinado por aquellos cobardes vándalos, supe que mi misión no era ser un campesino. Todo lo contrario: quería justicia. La busqué con ansias. Me entregué a ella, me sacrifiqué por ella. Y la obtuve.
Ahora veo unos granos de arroz en mi propia palma. Me parecen lágrimas perdidas en un día interminable.
11
En el camino.
Despójate de todo.
Sumisa cosa.
Las pesadillas me abrumaban.
Mi cabeza parecía una biwa, cuyas cuerdas, tocadas por dedos rojos, crispados, interpretaban una melodía angustiante.
Cada noche volvía a aquella región blanca. Dominada por esos monstruos alados gobernando el firmamento; con sus extremidades despedazaban la tierra en busca de alimento. Descendían y se elevaban, con agilidad, dejando tras de sí un festín de devastación.
Sus gemidos. Parecían voces.
Como si me hablaran.
Como si vinieran hacia mí. Para abrirme como se abre un fruto fresco; para extraer la pulpa, y así saciar su apetito aberrante.
12
Otro pedestal.
Sin besos ni caricias.
Aguarda por ti.
El amor no permite tibiezas. Se ama o no se ama. Como la guerra: vas y luchas, o te quedas en casa aguardando una muerte cobarde. Tumbas hay para todos. El asunto es cómo llegas a la tuya. Con honor o deshonor. Depende de ti.
Cortejé a muchas mujeres. Algunas me obsequiaron su corazón, otras el filo de su indiferencia. Pero hubo una que todavía recuerdo. Que todavía siento cerca, cuando estoy en peligro. Kekiro. Su cuerpo parecía una pluma. Pero era más fuerte que cien piedras. Su voz me envolvía en dulzura.
La amé. Más que a esta katana. Más que a mi señor. Más que a todo. Porque había una magia en Kekiro, en su cabello ondulado, en sus manos pequeñas que acariciaban mi rostro cuando hacíamos el amor. En su mirada.
Pero la perdí. Nunca supe por qué. Recuerdo meticulosamente cada detalle de aquella noche de otoño. Porque al despuntar el alba mi compañera se había ido.
A veces quiero creer que continúa aquí, a mi lado. Dándome aliento. Dándome fuerza, su fuerza.
Pero es apenas una ilusión.
13
La estoy viendo.
Una bella tsubaki.
Dulce veneno.
Tres meses. Desde que me infecté.
Mi cuerpo, rígido e inútil, me obligó a permanecer confinado. Me escondí en una cueva, para evitar a los curiosos. Allí aguardé a la muerte. Cada hora. Cada minuto. Cada segundo.
Sin embargo, me curé. Fui recuperando la fuerza. Mi piel dejó de estar morada para recobrar su tonalidad habitual. También las pesadillas se diluyeron, dando paso a sueños agradables.
Salí de la cueva, como cuando era niño, renovado. Al poco tiempo regresé a mis actividades. Puse mi katana al servicio de la justicia. Y la propiné donde fue necesario.
Tres meses. Pero en el cuarto, sin ningún tipo de anticipo, apareció aquello. Fue durante la madrugada. Desperté a causa de un ardor irritante en la barriga. Me toqué y de inmediato sentí un dolor agudo.
Busqué luz. Suponía que se trataba de alguna vieja herida o un movimiento torpe durante el descanso. Nada de eso.
Al alumbrar vi lo que parecía ser un ojo, rodeado de una mucosa. Estaba cerca de mi ombligo; se abría y se cerraba, exhibiendo un iris rojo.
Nota del editor:
El siguiente tramo del Diario Visceral no está completo.
Hubo un notable cambio estilístico: los haiku que daban inicio a cada
crónica fueron desplazados, al igual que la información de cariz biográfico.
A continuación transcribimos, consecutivamente, distintos fragmentos
que si bien no poseen cohesión, dan una idea del estado anímico de
Casco Duro.
14
Metal.
Metal.
Metal. Lo veo. Me ve. Me inspecciona en la noche.
La katana parece hincharse. Respira. Se mueve. Le crecen extremidades.
Deliro.
***
Mi nuevo ojo me permite recordar a través de los líquidos.
Me detuve en un arroyo. Mientras bebía contemplé, reflejado sobre el agua, lo que parecía ser una guerra entre bestias. Criaturas horrendas, titánicas, que blandían armas de fuego unas contras las otras. Sus cuerpos explotaban y salían otros; era un festín macabro. Que parecía no terminar nunca.
Un ruido. Cantos de gloria y muerte de los combatientes.
***
Intenté remover el ojo maldito.
Un herrero me proveyó del instrumento de hierro. Lo calenté e procedí a arrancar aquella cosa en mi barriga.
Me invadió una súbita fiebre.
No pude moverme durante días.
***
Vomité.
Estaba en un campo de hierba dorada.
Grácil oro.
No podía parar de vomitar.
Mi boca soltaba un fluido pesado, repugnante.
A mi alrededor cantaban los árboles.
Pero no había árboles.
Solo silencio.
Sin embargo escuchaba sus voces.
Sus ramas entonaban una melodía afrodisíaca.
La hierba perdía su color.
El oro venía a mí.
Reclamando mis huesos.
15
No podía distinguir si vivía una pesadilla. O si yo era la pesadilla de otro. O si, acaso, había muerto en batalla sin darme cuenta.
Lo que sí sabía era que ya no estaba en este mundo. Aunque mi cuerpo lo afirmara. Mi mente decía otra cosa.
Cada noche. Comencé a recordar con mayor precisión. Aquella tierra blanca y gélida que, durante mucho tiempo, sin poder precisar cuántos años, fue mi hogar. Aquella estepa interminable. Allí transitaba mi dolor junto a mis hermanos.
Trabajábamos para los de arriba. Éramos sus esclavos. Cualquier disidencia era reprimida con la muerte. No había espacio para la duda. Solo trabajar y trabajar.
Éramos unas cosas sin forma, desplazándonos lentamente sobre la tierra. Estaba prohibido pensar. El que lo hiciera era reprimido durante. Estrangulado y arrojado a las llamas invisibles.
A veces cargábamos piedras. Piedras que los amos, con algún tipo de mecanismo, pulían y las colocaban en sus palacios flotantes. Ahí estaba prohibida la entrada. Las piedras se dejaban afuera, donde eran recogidas.
En mí la duda fue fortaleza. Hablé con mis hermanos. En las pausas efímeras entre horror y horror.
Había que buscar la forma. De liberarnos. De romper esas cadenas. Volverlas en su contra.
Así que pensamos. Juntos. A la sombra de la tierra blanca.
Pensamos.
16
El viejo nos habló.
En la noche. De la tierra del frío y de la locura.
Mientras los amos dormían en el firmamento.
Allí en la concavidad nos reunimos. Éramos seis.
El viejo extrajo de su cuerpo gomoso una arista afilada.
De un mineral translúcido.
El viejo habló del cuerpo del amo; cuáles eran sus puntos débiles.
La arista afilada podía hacerles daño.
Pero su mineral era escaso.
Había que ir a buscar más.
En una zona peligrosa.
Nos ofrecimos para ir a buscarlo.
El viejo nos bendijo.
17
Estoy hinchado.
Recostado sobre la tierra.
Mirando el cielo nocturno.
Transpiro a más no poder.
El calor.
La hinchazón.
Mis ojos duelen.
El calor incesante.
Abro y cierro mis ojos, rojos.
Cuando los toco… se deshacen.
Grito.
En cuclillas atravieso el campo. No veo nada porque no puedo ver nada. Pero sí escucho los insectos, próximos a mí.
Me choco contra algo. Es macizo. Lo palpo con mis manos. Mis dedos encuentran una concavidad. Introduzco los dedos.
Espero.
Algo muerde la punta de mis dedos; algo viscoso.
Quiero retirar mi mano. No puedo.
La piedra mastica mi mano. Lentamente.
Entre eructos pétreos, no siento dolor.
Es como entregarme a la muerte.
Con una dignidad escalofriante.
Y ciego.
18
Llovía en aquella tarde de agosto.
Mi adversario, al verme, se estremeció. Quiso escapar pero esgrimí mi katana y le di un corte fatal en las piernas. Se cayó sobre el pasto, gimiendo violentamente.
Me acerqué. Sobre la armadura del caído, pude verme. Entonces entendí.
Yo era un monstruo. Como un tako, con tentáculos e incontable ojos. Aunque solo podía usar dos de ellos.
Tentáculos blancos, como brazos fornidos, sin dedos. Que se movían con suavidad.
Me sentía fuerte. Y hambriento.
Dejé mi espada a un lado y procedí a comer al hombre rendido ante mí. Primero lo desnudé. A continuación mordí su cara. Al probar la carne me excité; continué con el resto de su cuerpo.
Cuando escuché que se acercaban más enemigos, me dispuse a combatirlos. Levanté mi katana, estiré mis tentáculos.
Se escuchó un trueno. O las voces de aquellos pobres idiotas, que al contemplarme aullaron…
19
Dejé de soñar.
Al menos de noche.
Ahora veía. Una cosa sobre otra. Como una pesadilla superpuesta a una imagen de día, real.
Veía un pasado. Veía el presente. Mas no el futuro. Eso era un misterio.
Sentía las cadenas que me apresaban. Recordé el viaje que hice con mis compañeros en busca del mineral para castigar a los amos. Para liberarnos.
Atravesábamos profundas cavernas. Saltábamos pequeños arroyos de un agua contaminada, donde se apreciaban los desperdicios de los instrumentos que otorgaban poder a los amos.
Fuimos atacados. Imprevistamente. Eran vegetales que se enredaban a nuestros cuerpos, haciéndonos caer y luego clavaban su colmillo venenoso.
De los siete, sobrevivimos tres.
Tiempo después alcanzamos la cueva, iluminada por una ráfaga de un color indefinido. Estaba repleta del mineral anhelado. Nos llevamos la mayor cantidad.
Emprendimos el regreso. Al pasar cerca de los cuerpos de nuestros compañeros, prometimos vengar sus muertes.
Al salir de vuelta a la superficie, encontramos al viejo. Nos felicitó y manifestó que nuestro tiempo estaba cerca.
Festejamos golpeteando los pedazos de mineral contra la fría corteza, en una danza de chispas y nieve y vapor.