Regresión
Autor: Claudio Díaz
Ilustraciones: Quique Alcatena
El doctor Latorre dejó por unos instantes de acariciar su barba y observó con detenimiento a la joven que tenía frente a sí. Pálida, delgada, con el cabello negro notablemente desaliñado y sus profundos ojos color café abiertos y redondos, oprimía una y otra vez sus manos entrecruzando los dedos y empequeñeciéndose sobre la silla, como si la aséptica habitación blanca fuera demasiado grande para ella.
El psiquiatra se tomó unos momentos antes de responder lentamente:
–De acuerdo, la ayudaré.
La muchacha alzó la vista y lo observó, agradecida, desde el lado opuesto del escritorio.
–No sabe usted el bien que me hace, doctor. Pensé que iba a volverme loca.
–Olvide eso por el momento y cuénteme su problema –sonrió con empatía–. La enfermera me ha pasado un resumen, pero quiero oírlo de sus labios.
–Doctor –preguntó ella, con voz insegura–, ¿cree usted en la reencarnación?
Latorre se abstuvo de dar una respuesta.
–Creerá usted que estoy mal de la cabeza, pero no es así –continuó ella–. Investigué mucho sobre el tema durante los últimos tiempos. –Hizo una pausa y, a modo de disculpa, agregó– Tuve que hacerlo.
El psiquiatra continuó en silencio. La muchacha tomó esa falta de respuesta como una señal para proseguir con su explicación.
–Todo comenzó en forma de sueños… quizás debiera decir mejor pesadillas… que se apoderaban de mí, noche tras noche. Llegué a pensar que estaba perdiendo la cabeza, pero una voz muy profunda en mi cerebro me hablaba sin palabras y me decía que esas imágenes no eran otra cosa que recuerdos de una vida anterior, muy lejana.
– ¿Qué clase de recuerdos? –interrumpió el doctor.
–Pues… visiones. La mayor parte eran visiones, aunque también había sonidos… sonidos de batalla, entrechocar de espadas, gritos de combate… y las visiones eran pinturas, bajorrelieves y murales cuyo significado simbólico se me escapaba. Luego, con el transcurso de las noches, algunas impresiones se iban aclarando. Las pinturas, por ejemplo, no eran más que ideogramas algo complejos cuyo significado podía comprender durante los sueños, aunque luego, al despertar, no me sentía capaz de recordarlo.
–Una historia sumamente… curiosa, ¿no cree usted?
La joven le dirigió una mirada de decepción.
–No, en absoluto –continuó–. Debe creerme, no tengo nadie más a quien recurrir.
–Está bien. Siga, por favor.
–Con el tiempo logré tener mayor conocimiento del sitio en el cual me hallaba, un amplio salón iluminado por luz natural cuyas paredes estaban cubiertas por completo con ideogramas. Dividían el salón varias columnas de mármol con incrustaciones de oro y lapislázuli, y el suelo sobre el cual me encontraba estaba confeccionado también con los mismos materiales; el techo no alcanzaba a verlo, ya que grandes cortinados pendían de él y me impedían estimar su altura. Me encontraba en un escenario que no podía considerar sino como parte del Egipto antiguo.
Allí hizo una pausa para inspirar profundamente, como si temiera olvidar algún detalle. Luego prosiguió:
–Mis ropajes eran sumamente exóticos. Por toda prenda llevaba un largo vestido blanco de algodón, ceñido al cuerpo con un ancho cinturón dorado decorado con incrustaciones de piedras semipreciosas, y calzaba sandalias hechas de fibras vegetales y hebras de oro trenzadas. Sobre mi cabeza sentía el peso familiar y extraño a la vez de una peluca, lacia y oscura, perfumada con incienso y cítricos. Pude incluso recodar mi nombre, Nefer Hor –en ese momento bajó la voz, como si un repentino temor la acechara–. Pero no estaba sola en aquel lugar. Tenía cuatro guardias detrás y a mis lados, vigilándome, mientras delante de mí se encontraba un sacerdote calvo, de túnica lujosa y sonrisa temible, acompañado por una mujer de aspecto acicalado que se presentó como mi prima Nefis. El sacerdote me daba un pavor indescriptible, no tanto por su mirada despectiva como por sus palabras cargadas de odio hacia mi persona. Repetía sin cesar que mi actitud era inútil, que debía dejar de resistirme y confesar de una buena vez el lugar en el que se hallaban escondidas las joyas reales. Dichas joyas, sabía yo entonces, debían tener como objetivo la adquisición de mercenarios, armas y equipo para fortalecer al ejército leal a mi padre, a quien los confabulados pensabar destruir.
Hizo una pausa durante la cual dejó escapar un escalofrío, expresión del terror que le producía el recuerdo pavoroso, y volvió a concentrarse en su relato.
–Lo que continuó fue horrible –su voz iba perdiendo consistencia–, me sometieron a incontables tormentos que harían palidecer a cualquiera. No les preocupaba mi terquedad, aseguraban tener todo el tiempo que fuera necesario para arrancarme el secreto. No sé cuánto duró aquello –agregó mientras dejaba escapar una lágrima– pero los vencí. En cierto modo, los vencí; me llevé el conocimiento a la tumba.
Aquí hizo otra pausa para inspirar profundamente y serenarse.
–He buscado mucho en libros de historia, hasta encontrar en uno de ellos una referencia tomada de papiros antiguos y fragmentarios, y descubrí que mi padre, o el padre de la mujer que fui en el pasado, fue derrotado y muerto, y la dinastía se perdió en el olvido, como ocurrió con el tesoro mismo. Nadie nunca ha podido hallarlo. Tanta sangre… tanta muerte…
En ese momento ingresó a la oficina una enfermera, portando una bandeja en la cual descansaban una hipodérmica, algodón y un pequeño frasco transparente. Su mirada se cruzó con la del doctor, el cual asintió solemne con un gesto de cabeza.
–Calma, calma –el psiquiatra se acercó a la joven, poniendo la mano en uno de sus hombros con gesto paternal–, aquí debes sentirte entre amigos, estamos para ayudarte.
–¿A olvidar? –preguntó la muchacha, mientras la mujer le administraba el preparado.
–A recordar –corrigió el doctor–. A recordar. No queremos fracasar esta vez.
–Y cuando hayamos terminado –agregó la enfermera–, tuyo será el olvido, y nuestro el tesoro.
Y si dijo algo más, la muchacha ya no pudo escucharlo; las nieblas de la inconsciencia se habían levantado a su alrededor como una tormenta de arena, apagando visiones, sonidos y pensamientos.
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