Quimera

Autor: Claudio Díaz
Ilustraciones: Romina Díaz

El trío de figuras enfundadas en los pesados trajes de exploración deambulaba por la árida superficie de Färnah soportando estoicamente los embates del viento, una característica casi constante de su atmósfera irrespirable. Una luna pálida y anciana los miraba desde el cielo nocturno, tan vacía de vida como el planeta que orbitaba.

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Como representantes de la Universidad que financiaba las investigaciones, la razón de su paseo era supervisar personalmente la tarea que sus subordinados realizaban en torno a unas antiguas ruinas recientemente descubiertas, cuyo origen se remontaba a la época de la primera colonización del sector estelar. Sin embargo, el objetivo real de dicho paseo era distraer la mente de la larga sucesión de fracasos que habían acumulado a lo largo de sus investigaciones.

–¿Cree que esta vez tendremos suerte, doctor Kirby? –preguntó uno de ellos, dirigiéndose al que abría la marcha.

–Hace tiempo que perdí las esperanzas, profesor Goscinny. Supongo que es la inercia lo que me mantiene en esta búsqueda –contestó el aludido.

El tercer miembro del grupo, que a pesar del grueso traje aislante dejaba entrever unas formas claramente femeninas, expresó su desacuerdo:

–Esta vez estamos sobre la pista correcta. Lo siento en mi corazón –tras el visor del casco, su rostro radiaba optimismo–. Estas ruinas tienen miles de años de antigüedad, lo que las hace anteriores a la época en la cual nuestros mundos de origen fueron colonizados –y, tras señalar las estrellas, continuó–. Los grupos estelares que se ven desde aquí se corresponden con las antiguas constelaciones registradas, teniendo en cuenta el cambio que produjo el paso de los milenios. Este mundo posee una sola luna y su sol central es una estrella amarilla, como también consta en los archivos más antiguos. Estos datos convierten a Färnah en el candidato ideal. ¡Éste es el planeta de origen de la humanidad!

El doctor Kirby, haciendo un ademán firme, detuvo el discurso de la joven.

–Profesora Takahashi, querida amiga. He dirigido decenas de expediciones como ésta a cada tercer planeta de cada sol amarillo que encontramos a un tercio de radio de distancia del borde de la galaxia, y todas han resultado un absoluto fracaso. ¿Por qué esta vez…?

Su disertación fue interrumpida por el grito de uno de los trabajadores de la excavación.

–¡Doctor Kirby! ¡Adjuntos! ¡Acabamos de encontrar varios fósiles, y uno de ellos se encuentra casi completo!

La reciente diferencia de opiniones fue completamente olvidada y los tres científicos corrieron, pese a la incomodidad producida por los trajes, tan cargados de optimismo como lo había estado la profesora Takahashi pocos momentos atrás.

Dentro de las ruinas, en un recinto que antiguamente se hallaba circundado por murallas de las que sólo quedaban los basamentos, los operarios habían excavado hasta llegar a un nivel en el que se apreciaban, a medio desenterrar, los restos fosilizados de varios seres antropomorfos ya extintos.

–Son claramente humanoides –declaró Takahashi, inclinada sobre el fósil más completo, tras unos minutos de escrutinio atento–. Decididamente bípedos, y su caja craneana bastante evolucionada. Primates superiores, sin duda –añadió triunfante.

–Traslademos los restos al laboratorio –pidió Goscinny, excitado ante la perspectiva– y hagamos el examen genético de rigor.

–No se canse, profesor Goscinny –sentenció el doctor Kirby, cabeza de la expedición, observando detenidamente otro de los fósiles–. Caninos hiperdesarrollados, arcos superciliares prominentes, mandíbula inferior recesiva… –golpeó con su guante el cráneo a medio desenterrar de una forma escasamente profesional–. ¡Basura! ¡Es un gorilla pre-sapiens, lejos aún del tronco principal homínido!
Tras decir esto se incorporó de un salto y salió al descampado, dando pasos largos y enérgicos. Los adjuntos lo siguieron con menos entusiasmo.

Caminaron en dirección al recinto habitable emplazado cerca de allí, único sitio en el cual podían disfrutar de una atmósfera y temperatura agradables. Takahashi corrió hasta alcanzar al doctor Kirby. Éste, al notar la presencia de su colega, pareció apaciguar un poco su furia.

–Estoy cansado de todo. Suspenderemos la búsqueda –sentenció con voz firme.

–Parecíamos estar tan cerca… –se lamentó Takahashi.

–Tenemos que aceptar la idea de que el emplazamiento de la cuna de la humanidad es tan sólo una leyenda, y que las especies actuales de humanoides evolucionaron en distintos planetas de forma independiente –declaró taciturno.

–Pero, ¿cómo explicar que las especies inteligentes del cosmos compartimos al menos el noventa por ciento de nuestro material genético? ¿Y la estructura similar de nuestros lenguajes? ¿Y las palabras comunes en mundos tan distantes? Los antiguos registros también dicen bien claro que los seres humanos ayudaron a evolucionar a las distintas especies actuales aportando parte de su propio acervo genético.

Entraron a la base y, tras cerrar la puerta herméticamente, procedieron a quitarse los trajes.

–Cuentos infantiles. Mitos que los ancianos contaban a la luz de las hogueras. Delirios religiosos. El poder de la casualidad, con el pasar de los milenios a su favor –contestó el doctor Kirby, levantando su casco cuidadosamente por encima de las ramificaciones de sus cuernos. Su hocico húmedo olisqueó el aire puro del recinto, pensando en el sabor del pasto recién cortado. El vello espeso y corto que cubría su piel contrastaba con la suavidad de la melena felina que la profesora Takahashi se apresuró a sacudir. Sus ojos velados por la decepción seguían siendo hermosos, reflejando las luces del recinto en las franjas verticales de sus iris.

Mesándose las plumas de su cabeza, el profesor Goscinny terminó la sentencia de su superior.

–No perdamos más tiempo y aceptemos la realidad –concluyó–. Los seres humanos no han existido nunca.

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