Oribe y el perro

Autor: Lucas Vera
Ilustraciones: Géminis

De Oribe, el viejo, me quedó la maña de desyerbar el mate con un movimiento circular de la bombilla, como un Miyagi criollo. No me parece particularmente extraño, pero debe estar fallándome el parecer porque siempre alguien lo comenta.

Dicen:
-Mirá.
O dicen:
-Mirá vos.
O mi favorito:
-Qué curioso.

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Pero nadie, hasta vos ayer, me preguntó por qué lo hago así. Y si no lo hubieras hecho yo te juro, te juro, que habría muerto sin saberlo. Sin saber que lo hacía. Por eso me puse como me puse, en parte. No estuvo bien, y no quiero meterte excusas. Sólo quiero contártelo para que entiendas. Para yo entender también. Porque me acordé. Es la otra parte. Me acordé de todo. De Oribe, el viejo, del labrador negro de Oribe, y de las semanas cuando murieron los perros. Fue un año antes de que vinieras. Lo pensé anoche, y no hay duda de que el barrio ya lo había olvidado para entonces. De lo contrario no me explico que no lo conozcas. Sí, no tiene sentido, es imposible, pero te pido por favor que me escuches. Escuchame.

Oribe, el viejo, llegó más o menos en lo que mis viejos acababan de juntarse. Llegó como anda el Chavo por la vecindad: Con lo puesto. Y con el perro. Una cuadra antes de la ruta, ese cubo de chapa y ladrillo con la mesita a la puerta, ¿la ubicás? Se instaló ahí. Y ahí nos acostumbramos a encontrarlo. Doce años después yo iba al quiosco que me guardaba los sobres de Yu gi oh y volvía, y él, inmutable.
Fue por una tarea que nos hicimos amigos. Teníamos que entrevistar a un familiar o a alguna persona interesante del barrio. Pero yo había re dormido, y a dos horas de entrar mis viejos laburaban. Salí…. Cierto, podría haberla inventado. ¿Podés creer que no se me ocurrió? No se me ocurrió. Si vamos a tratar de entender, podemos empezar con esa simple pregunta: ¿Por qué ni se me pasó por la cabeza inventarme algo? ¿Será que no debía? ¿Será que yo debía conocerlo a Oribe? Tampoco se me ocurrió otro entrevistado, el viejo ya tenía una fama que apabullaba e intrigaba a la vez. Él estaba sentado.

Anillaba el dedo al termo y la bombilla apenas despegaba de los labios. A la derecha tenía la mesa. A la izquierda, el perro echado, que movió la cola al verme. Me dio confianza. O al menos alivió el pánico a la mordida. Le conté a Oribe lo que necesitaba, atropelladamente. Accedió, pero porque no sonreía desde esa bondad disciplinada a la que los grandes me habían habituado pensé que si la hacía larga también la haría negra. Tres, cuatro preguntas, cada respuesta garabateada a los santos pedos, muchas gracias, disculpe y hasta luego. Esto, bajo el toldo de chapa. Los siguientes viajes al quiosco los practiqué por otra calle, hasta que me olvidé de ello y una mañana me asustó un chist. Lo vi. Me gesticuló que me acercara. La bombilla eterna, casi entre los dientes al hablar.

-¿Cómo te fue?-me preguntó.

Le era difícil expresarse. Recuerdo que durante la entrevista me pareció que podría ser de otro país. Alemania, quizá. Francia. Hacía algo raro con la r. Esto y el aturdimiento demoraron que entendiera. Le dije que bien, que me fue bien pero me bajaron nota por la prolijidad. Porque no había. Oribe asintió con esa gravedad a la que eventualmente le agarraría cariño. Era como un títere de piedra, para que tengas una imagen. Tenía las cejas ridículamente espesas y una mandíbula abultada, como de plastilina. En la cabeza había filos por doquier.

-Hay que ser prolijo-me habló-. Hay que tener orden. Siempre. Así, cuando nos vamos…

Se calló. Allí me dije que había estado a punto de tocar un tema sensible. Para mí o para él, por alguna persona que perdió. Ahora que lo revivo… Qué palabra apropiada. Ahora que lo revivo veo que estaba yéndose en la voz. Como si hubiera descubierto alguna cosa sorprendente. Como si escucharse hablar así lo fuera. Cerró los ojos y tanteó la mesa. Levantó una de sus esculturas. Él tallaba, en piedra y madera. No lo hubieras creído por cómo le temblaban las manos, pero una mañana me dejó verlo trabajar y te juro, te lo juro, que no he visto una quietud similar, una paz como la de él al obrar el cincel o la lija. Tengo la escultura aún. La de la biblioteca, el hombre de piedra con dos cabezas y cuatro brazos. Es del mito griego de la creación. Le encantaban. Los mitos de la vida y la muerte, lo que hablara de la primavera o las reencarnaciones. Hacía unos budas hermosos. Alguna que otra vez habré querido pedirle un Shaka de Virgo.

Al darme la escultura me dijo:
-Gracias.

Mudo me quedé. La emoción que le escapaba al rostro la ponía en la voz. Acepté el regalo, balbuceé una boludez que me alegra no recordar y me fui.

Los otros acontecimientos importantes de ese día: El gordo del quiosco me vendió las cartas. Y enfermó el primer perro.

De esas semanas no creo que queden registros. Y si yo no me acordaba hasta anoche, en el barrio debe ser igual. Incluso en éste momento, no sé… no creo que nadie más se acuerde. Si vos no me preguntabas… Capaz porque venís de fuera, porque no estuviste acá lo que duró… Perdón. Desvarío. Sigo queriendo entender. ¿Debería desistir? No creo que haya registros, te decía, porque no fue algo extraordinario. Que pudiera considerarse así. Al principio al menos. Pero a algunos, a los que sabíamos mirar, nos hizo pensar que la muerte era vecina nuestra. Literal. Y me daba bronca. ¿Cómo era que nadie lo veía? Si nosotros, amigos míos, chicos de otros cursos, de otras escuelas, arañábamos la plata que podíamos y comprábamos comida, gastábamos canillas en agua para las palanganas o los platitos. Porque eran perros de la calle, pensé. Si fueran perros lindos, de casa, de raza, de esos perros a los que les daban premios en la tele. Fue mirando los últimos respiros de un dogo que me vino: No querían verlo. Nadie importante quería verlo. Porque tenían miedo. ¿A qué? No a la manera en la que enfermaban los perros, que simplemente se acostaban e iban enflaqueciendo como si algo los chupara desde dentro, y morían con una oscuridad en los ojos que hacía pensar en ataúdes cayendo al infinito. No. Yo sabía qué los asustaba a todos. Todos lo sabíamos, todo el tiempo, y recién con el dogo delante me atreví a las palabras: A que nada se podía hacer. A que no se los podía salvar. Ahora creo poder expresarlo bien. Le tenían miedo a esa muerte limpia y honesta.

Así se lo conté a Oribe. Exactamente así. Él agachó la cabeza cerrando los ojos, y la alzó luego. Me miró. Yo me arrepentí de haber hablado. De haber ido. De haber creído que él podría ayudarme. Supe, y ojalá no vuelva a tener la sensación, que iba a pasar algo. Me pidió que lo aguardara, entró a la casa. Yo me colgué al rectángulo de cielo y barrio entre la casa, el poste, el toldo. Oribe apareció por el costado, con el labrador siguiéndolo. Me sorprendió que no sabía aún cómo se llamaba.

Caminamos en silencio. Yo no quería preguntarle qué buscaba. Finalmente paramos frente a una especie de dálmata pardo. Oribe me pidió que me agachara para cerciorarme. Me cercioré. Sufría lo que los demás. Y cuando se lo dije, cuando le dije que aquel dálmata sufría lo que los demás, Oribe habló, fue una palabra que no sonó a palabra, que me hizo pensar en girasoles y estrellas y en que las galaxias giran y se expanden para siempre. No podría decirte esa palabra. Ni siquiera la puedo pensar. De repente el perro del viejo estaba a mi lado, olisqueando el cuerpo del dálmata y hundiendo el hocico suavemente entre las costillas. Después retrocedió, y el dálmata se incorporó de un salto, como si hubiera estado durmiendo y alguien lo pateara. Vi que recuperaba su grosor, su tono, que la oscuridad de los ojos retrocedía.

Volvimos a la casa. Él me hizo entrar, suceso en cuya importancia no reparé. La cabeza me estaba zumbando y me parecía que lo que había a mi alrededor se mezclaba. El tamaño se hacía peso y la profundidad era una risa. Esa palabra, ese nombre, pensé, porque no me sacaba la idea de que era un nombre, ese nombre estaba entumeciéndome. El sonido de una hornalla al apagarse me salvó. Oribe había preparado, sí, adivinaste, había preparado el mate. Y me dio el primero.
-Hace mucho…-comenzó.

El relato tal cual fue no te lo sé repetir. Era una historia de perros, de bestias, de un ser antiquísimo que se había multiplicado y luego se había unido y luego lo había partido algo que cayó de arriba. Y vagaba así, dividido, odiándose, guerreándose, adoptando formas y olvidándose, tomando compañeros, recordando al fin, y perpetuando infinitamente ese ciclo.

Yo le devolví el mate al terminar.
-No entiendo-le dije. Cómo, si me ahogaba una angustia.
El labrador estaba a la izquierda fiel, relamiéndose una pata. Oribe le rascó la oreja.
-Ahora están llamándose-siguió, como si yo no hubiera hablado-, y tenemos que ir.
-No-rogué-. No vayas. Alguien, si le decimos a alguien…
-Lo sabés. Vos. Nadie más importa.
-¿Por qué?-le rogué otra vez. Tenía unas ganas de llorar-. ¿Por qué me diste las gracias entonces? Cuando me regalaste ese hombre de…

Me respondió como siempre. Desafectado, sereno. Dijo:
-Fuiste la primera persona con la que disfruté hablar. En trescientos años.

A partir de ahí estoy confundido. Es decir, tengo la memoria difusa. Sé que él se fue. Sé que lo acompañé hasta la mosquitera que usaba de entrada y lo miré hasta que desapareció. Hasta que ambos desaparecieron. Fui a casa. Lloré sin poder explicarles por qué a mis viejos. Dormí. Desperté pensando si la prueba de naturales sería mañana o la semana siguiente.

Pero anoche busqué. Hervía de necesidad. No tenía las fechas exactas, sólo la corazonada de cuándo erraba y cuándo no. Ese año, durante noviembre y diciembre, llamó la atención mundial el caso de los perros que se acostaban en la calle, al frío o al calor, donde marcharan los autos, o dejándose en un río, en una piscina, y morían. Y en todos lados se reportaba esto como una curiosidad, como si algo les tocara la razón, el sentimiento, para no ahondar, pero lo reportaban igual, como si también algo, otro algo, les pidiera que no se olvidaran, que nadie olvidara esas muertes. Del 1 de enero en adelante no hay más. Salvo dos cosas. Un reportaje en la tele que contaba, bien por encima aún, que en cada país, en clínicas, en cirugías de alto riesgo, los perros, incluso a los que consumían tumores, se recuperaban. Como si acabaran de nacer. Perfectos. La otra es una foto en un blog, de una pareja de mochileros sorteando un arroyo, en un bosque profundo. En el fondo, entre hojas verdes y negras, avanzando al encuentro, se ve a un hombre frente a otro hombre, y a un perro frente a otro perro.

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