Nochebuena

Autor: Mariano Sicart
Ilustraciones: Santiago Rosado

Lo había decidido. Aquel viernes veinticuatro del último mes del año sería, también, el último día de su vida. No tenía muchas razones para seguir viviendo, después de todo. ¿Qué más daba morir en la víspera de Navidad o en cualquier otra fecha?, pensó.

Alejandro Ramos tenía sesenta años, y hacía dos que estaba desocupado. El primer eslabón de aquella cadena de desgracias tuvo lugar a principios de la década del noventa, cuando el gobierno nacional privatizó “Ferrocarriles Argentinos”, mediante una paulatina pero constante concesión de la red ferroviaria a empresarios amigos. Además de quedar en la calle de la noche a la mañana, el mundo se le vino encima. Literalmente.
No obstante, aquella vez pudo recuperarse. Logró salir adelante con la ayuda de otros excompañeros de trabajo y algunos amigos de la vida. Entre todos, aportaron dinero proveniente de ahorros e indemnizaciones laborales hasta juntar un pequeño pero significativo capital, con el cual compraron un auto cero kilómetro, para trabajarlo como remise. Con ese ingreso, sumado al modesto almacén familiar, saldó gran parte de sus deudas y tiró durante un tiempo. Hasta el fatídico Diciembre de 2001.

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Pero entonces tenía razones para seguir peleándola. Una mujer que lo amaba, Laura, y Nicolás, el pequeño hijo de ambos, que acusaba seis años. Hoy, las cosas eran completamente distintas. Hacía tiempo que no tenía noticias de ellos, más de dos años casi. Era de esperarse, ella se cansó de hacer tantos esfuerzos para llegar a fin de mes. De las sucesivas privaciones económicas y, fundamentalmente, de sus cada vez más recurrentes episodios depresivos. Laura lo dejó tiempo después, llevándose también al pibe.

Hoy está solo. Con las changas de carpintería que hizo en los últimos meses compró, por izquierda, un viejo revólver calibre veintidós. Ahora lo sostiene entre sus manos, con la tranquilidad de quien sabe que el tiempo se acaba. Lentamente, introduce una bala en la recámara. En la calle, los petardos comienzan a resonar con fuerza en cada rincón del populoso complejo habitacional de zona sur. Faltan solo quince minutos para la medianoche. Por el balcón de su departamento, en el segundo piso del monoblock ochenta y tres, mira el cielo. Es una noche oscura, sin Luna. Pero los fuegos artificiales imprimen efímeras notas de color en el cielo cerrado.

El tiempo avanza, implacable. Apenas diez minutos lo separan de la muerte. Alejandro sigue con su plan, aguardando ese momento. Cuando den las doce, colocará el arma en su boca y jalará el gatillo. Con el estruendo exterior de la pirotecnia, el sonido del disparo pasará desapercibido para sus vecinos. Mira por última vez el diminuto y esquelético árbol navideño, casi sin adornos, encima del bahiut. Rememora tiempos mejores, acaso más felices, mientras observa el lento avance de las agujas del antiguo reloj de pared sobre los números romanos. Faltan ocho minutos.

En eso escucha ansiosos golpes de puño en su puerta (el timbre dejó de funcionar hace rato). Sobresaltado, oculta rápidamente la pistola en el cajón inferior del ropero, preguntándose quién será. Gira la llave en la cerradura y mueve el picaporte, solo para ver de pie en el palier a Luciano, el hijo menor de la familia Marchetti, que vive el tercero. Notoriamente impaciente, el nene, de ocho años, explica apresuradamente, gesticulando, que sus papás lo enviaron a buscarlo para compartir el brindis y lo que resta del festejo.

Hace una semana el padre padre le había encargado una repisa para el cuarto del pibe, que terminaron colocando juntos. Tal vez ese fuera el motivo por el cual se habría acordado de él y acercado la invitación. El chico lo mira con ojos brillosos, expectantes, aguardando su respuesta. Con una ternura que hace imposible negarse al convite. Observarlo, tan entusiasmado frente a él, devuelve a su memoria vivencias que creía olvidadas. Por un breve instante, la infancia de su propio hijo asalta imprevistamente sus recuerdos, modificando su estado de ánimo.

-¡Bueno, vamos!- llega a contestar, casi sin pensarlo, saliendo del departamento.

Algunas lágrimas asoman entre sus ojos cuando Luciano lo toma del brazo, cariñosamente, con una de sus pequeñas manitos, al tiempo que comienza a subir la escalera rumbo a su casa. Lo sigue, esbozando una sonrisa. Por primera vez en mucho tiempo.

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