Los trabajos y los días

Autor: Mariano Sicart
Ilustraciones: Diego Teijeiro

Despertó puntualmente a las siete, como era costumbre. Lidiando con las sensaciones propias del inicio de la vigilia, tras aquellas seis escasas horas de sueño, encendió la radio. Sentado en la cama, todavía desperezándose, estiró ambos brazos con ganas, mirando a través de la ventana de su departamento. La jornada amanecía nublada. El boletín de noticias de la emisora AM que siempre escuchaba difundía los títulos del día, informaciones locales y nacionales relacionadas con la realidad que el país atravesaba desde hacía bastante tiempo. Una vez más, intentó prestar atención a las novedades mientras se vestía, pero el hastío que le generó escuchar los mismos temas de siempre, números de ayer versus discusiones de mañana, lo hizo desistir rápidamente.

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Cambió la sintonía y frecuencia del dial hacia la FM cuya programación ofrecía orgullosamente veinticuatro horas de ‘puro rock nacional’ y su ánimo mejoró ostensiblemente, al empezar a sonar por el parlante los primeros viejos acordes de ese clásico ochentoso grabado por aquel grupo del que supo ser fan. Levantó el volumen para poder seguir oyendo la música desde el baño de su casa, al que se dirigió tras abandonar el cuarto para peinarse, lavándose además la cara y los dientes. De allí a la cocina, donde puso la pava a calentar mientras preparaba el mate y las tostadas. El desayuno fue rápido, como había que hacer casi todo esos rutinarios días, al paso.

Entre un amargo y otro, se permitió un instante de reflexión sobre aquellos que tenían la inmensa dicha de trabajar desde su casa. Tal vez ellos dispondrían de bastante más minutos para desayunar, almorzar o cenar. En compañía de los suyos. No era su caso, lamentablemente. Pero al menos tenía un trabajo, que había elegido por vocación. Otros, muchos, ni siquiera eso habían logrado conservar. Levantó la mesa y limpió los restos de migas del mantel. Volvió a su cuarto para apagar la radio y ponerse la campera de cuero, el comienzo de semana iba acompañado de bajas temperaturas. Los primeros fríos del año dando el presente.

Desenchufó el celular del cargador y lo colocó cuidadosamente en uno de los bolsillos delanteros del jean. Tomó del aparador el llavero y la billetera, asegurándose de que la tarjeta SUBE estuviera dentro. Se colocó el molesto pero necesario barbijo, dio una última mirada al interior de su hogar y cerró la puerta con llave. Al salir, despegó una nueva nota dirigida a él que encontró pegada con cinta adhesiva en la pared de su lado del pasillo. Sin leerla siquiera, hizo un bollo con el papel, que guardó en el bolsillo de la campera. Apurado, bajó las escaleras del edificio tratando de hacer el menor ruido posible.

Eran casi las ocho cuando ganó la vereda. La mayoría de los negocios permanecían cerrados. La ciudad se había vuelto tan ajena como anónimos sus habitantes, cuarentena mediante. Después de más de dos meses, todavía le costaba acostumbrarse a caminar en total soledad, la cuadra que lo separaba de la parada de colectivos por donde circula la línea que diariamente lo conduce al trabajo. En el hospital donde es enfermero desde hace una década, su compañera de guardia esperaba el relevo a partir de las nueve. Hizo seña al colectivo, deseando un día tranquilo. Diferente al de ayer.

 

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