La vieja casa en el viento

Autor: Mariano Sicart
Ilustraciones: Hernán Conde de Boeck

Para cuando la tormenta se hallaba en su apogeo, hacía tiempo que estaba perdido. Las primeras gotas de lluvia lo habían alcanzado justo en el final del camino que cruzaba aquel denso bosque. El follaje enmarañado de los enormes y descuidados árboles cubría todo a su alrededor, era imposible seguir avanzando. Se vio obligado a tomar un desvío cuesta abajo por una ladera. El terreno impredecible de aquella pendiente, por demás de pronunciada, no ayudaba en lo más mínimo. Faltaba poco trecho para retomar el sendero que conducía a la ruta principal del poblado. Trató de descender con cuidado, pero terminó haciéndolo a tientas. No había nada a lo que aferrarse en aquella bajada vertical. Dio un paso en falso sobre una roca que parecía firme, resbaló y cayó. Como tantas otras veces, completamente derrotado. Además de una profunda laceración en su rodilla derecha, la caída solo provocó algunas raspaduras menores en los antebrazos. Pero su ánimo había sido irremediablemente afectado; le costó horrores volver a levantarse. Logró ponerse de pie a pura fuerza de voluntad. Debía hacerlo, dejarse morir en ese maldito lugar no constituía una opción.

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Ahora, que el viento arreciaba ferozmente y los rayos cuarteaban intermitentemente el cielo nocturno, se encontraba empapado de pies a cabeza por el aguacero que caía oblicuo debido a las constantes ráfagas. La escasa visibilidad no ofrecía precisiones sobre su ubicación, pero creía que no se hallaba cerca de su destino. Por el contrario. Saberse lejos de la estación de trenes y a la intemperie, bajo los efectos de ese clima casi sobrenatural, de tan severo e intempestivo, le provocaba honda desazón. No obstante, una luz de esperanza se encendió en su interior al divisar una vieja casona de campo que se recortaba más allá del horizonte, a la vera de la carretera. Parecía estar a unos pocos kilómetros de distancia, por lo que apuró el paso, pese a que se le dificultaba sobremanera andar en el barro. La copiosa lluvia persistía, habiendo alcanzado características de aguacero. Cuando logró llegar al derruido patio que precedía la propiedad, con añosos árboles dispersos aquí y allá, ciertos ruidos provenientes de adentro llamaron su atención.

Tal vez el descuidado y vetusto caserón de dos plantas estuviera en realidad habitado. ¿Por quién? Poco importaba ello en este condenado momento. Cualquier ser humano que se hallase detrás de aquellas paredes, debería compadecerse de su penosa situación. Después de todo, su estado era ciertamente lastimoso. Estaba completamente mojado, con sus ropas embarradas y casi sin resto físico para seguir andando bajo aquel cielo inclemente. Con algo de suerte podría pasar allí la noche, reiniciando al día siguiente la búsqueda de la parada ferroviaria que lo sacaría de aquella desolada región. Al golpear la puerta para anunciarse, los sonidos internos cesaron en forma repentina. Divisó un fugaz movimiento a sus espaldas, en el mismo instante que recibió un fuerte golpe en la cabeza. Entonces cayó, boca abajo, al suelo. Antes de perder el conocimiento, llegó a entrever la figura de un hombre enfundado en una túnica negra, sosteniendo una barreta manchada con su sangre. Vio que sonreía con un gesto perverso. Otra caída inesperada a mitad de camino, que traslucía una nueva derrota.

Recobró la conciencia entre susurros dispersos que lo despertaron. Se sentía fuertemente mareado, con un gran dolor en la nuca y cierta sensación de sequedad en la garganta. Abrió los ojos y las sombras se disiparon, mas no el molesto sopor que le hacía imposible distinguir si todo aquello era producto de una afiebrada ensoñación o, simplemente, su realidad actual. Sin fuerzas para intentar nada, se encontró acostado boca arriba sobre alguna especie de altar de mármol helado; semidesnudo, fuertemente atado de pies y manos, con ambos brazos extendidos en cruz y las muñecas hacia arriba. Un intenso frío recorrió su espalda. La escasa luz no le permitía distinguir dónde se encontraba, pero el nauseabundo olor a humedad y encierro que invadía todo, parecía indicar que se trataba de algún tipo de sótano. El lugar estaba apenas iluminado por las antorchas que sus secuestradores, cinco hombres ataviados con túnicas negras de pie a su alrededor, portaban.

Uno de ellos, ubicado detrás suyo, subió a una especie de altar ceremonial, pasando la antorcha a quien estaba parado a su diestra. Acto seguido, tomó de encima del sagrario una daga de doble filo, con la cual trazó un perfecto círculo en el aire. Posteriormente, la empuñó con ambas manos, decididamente. Con voz lúgubre y grave, inició el recitado de una extensa oración en latín, de la que poco o nada llegó a comprender. El cántico se tornó realmente tenebroso cuando los demás comenzaron a repetir ciertos tramos a coro, enfatizándolos. Acompañaban el ritual con leves movimientos de las antorchas que sostenían, hacia arriba y abajo. Una y otra vez, al ritmo de la extraña letanía.

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Sintió una parálisis en todo el cuerpo al intentar moverse. La tortura de las tensas sogas apresando sus extremidades lo obligó a desistir. No sabía a ciencia cierta si la circulación de la sangre en su cuerpo causaba ese efecto por el tiempo que llevaba inmóvil, maniatado en esa incómoda posición, o si lo habían drogado mientras estuvo inconsciente. Se sobrepuso al temor que la horrible situación le causaba y gritó con todas sus fuerzas pidiendo auxilio, hasta quedarse sin voz. Fue en vano, sus captores continuaron abocados al ritual, ignorando su esfuerzo. El hombre de la daga se acercó todavía más, inclinándose sobre él. Un gran medallón de plata que le colgaba del cuello llamó su atención. Observó el labrado en relieve del pentáculo invertido y supo que ya no habría ninguna oportunidad de salir de allí con vida.

Entonces lo supo, era una víctima más del culto satánico que desde hacía unos meses los periódicos nacionales habían empezado a sindicar, ante la falta de una mejor hipótesis, como responsable de las recurrentes desapariciones de personas de distinta clase social y edades, en las principales ciudades del país. Siempre en torno a misteriosas circunstancias y sin que nunca aparezcan posteriormente. La oración previa al sacrificio finalmente terminó y todos callaron. El silencio sobrevino en el preciso momento en que el hombre del medallón, al que distinguió como líder del grupo de fanáticos, ubicado a su derecha, elevó ambos brazos por encima de su cabeza, sosteniendo todavía entre sus manos con firmeza el puñal. La última imagen que se llevó de este mundo fue aquella hoja cayendo verticalmente sobre su pecho, a la altura del corazón. El rápido y preciso descenso del mortal filo sobre él. Un cuerpo ajeno imponiéndose cruelmente sobre el propio. La última caída, de la que ya no podría sobreponerse. Luego todo fue padecimiento; efímero, definitivo. Un agudo dolor precedido por un manto de perpetua oscuridad y quietud.

Afuera, la tormenta arreciaba.

Esperó algunos instantes antes de quitarse el casco de realidad virtual aumentada. Después de todo, es lo que se recomienda luego de experiencias gamers tan vívidas. Mientras se quitaba los guantes de interacción 3D, activó el enlace de voz para comunicarle a su compañero de equipo online que no intente ingresar a la antigua casona abandonada. Era una trampa, allí no había nada. La próxima vez optaría por seguir la ruta hasta las afueras de la aldea. Seguramente, en el interior del cementerio encontraría el pasaje para el tren que arribaba al poblado la mañana posterior a la tormenta. Pasar el nivel inicial de aquel terrorífico juego de época en primera persona se estaba volviendo una tarea difícil. No obstante, mañana volvería a intentarlo.

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