La invasión invisible

Autor: Claudio Díaz
Ilustraciones: Quique Alcatena

El carnaval alienígena había copado la noche de Capilla del Monte. Miles de turistas se habían acercado a la ciudad para disfrutar, por una vez, de encuentros cercanos de todo tipo con extraterrestres ficticios de todas clases. Los disfraces de los participantes eran de confección casera, pero el aspecto final de los mismos resultaba cada año más sofisticado. No iba a ser fácil elegir el mejor de la temporada.

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El estudioso y divulgador del fenómeno ovni Emilio Santos observaba a la muchedumbre desfilar por la diagonal Buenos Aires, la peatonal céntrica, disimulado entre el gentío. Acariciaba a intervalos las puntas de su bigote y jugueteaba con su pipa como parte de la pose enciclopédica que gustaba de adoptar. Era uno de los pocos asistentes vestido de forma elegante; tenía un nombre y una fama que mantener.

Se sentía satisfecho, aunque fatigado, después de haber concedido reportajes durante todo el día. Su libro sobre civilizaciones galácticas había tenido un éxito importante. Encantaban y abrumaban a la vez las trescientas páginas sobre la variedad que la vida en general y la inteligencia en particular podía alcanzar en el cosmos. En su tratado hablaba de los alienígenas verdes y pequeños que destellaban en la oscuridad, de los grises de rasgos simples provenientes de Orión, de los pleyadianos tan similares al ser humano, de los reptilianos tan descalificados por los medios y de sus mascotas los chupacabras, vueltos al estado salvaje tras ser abandonados por sus amos. Todos tenían un lugar importante entre sus páginas. Para algunos podían ser mentiras y suposiciones vanas, mientras para otros constituían la verdad revelada por los hermanos celestiales.

Era cierto que había jugado una baza importante con la historia de su propia abducción y posterior regreso a la Tierra en posesión de un mensaje importante que entregar a la humanidad y ninguna prueba para respaldarlo. Aquellos destinados a oírlo no necesitaban pruebas, les bastaban la fe y el deseo de salvación cósmica. Y los que no creían… bueno, de todos modos no comprarían su libro, por lo cual no le interesaban. Y sin embargo había una verdad oculta detrás de todo el asunto, en un sentido que ni siquiera sus detractores podían adivinar.

Estaba a punto de abandonar la celebración anual y regresar a su casa cuando un joven desconocido se acercó y, con gesto severo, sentenció:

–El doctor Santos, supongo.

Ni él era el afamado Livingstone, ni el recién llegado se parecía a Stanley, pero la frase y la situación le arrancaron una sonrisa al ufólogo y lo pusieron de suficiente buen humor como para no mandarlo a pasear.

–Así es, estimado joven. Espero que no sea usted otro periodista, estoy cansado de conceder reportajes. Hace una semana que no hago más que repetir a los medios lo que ya redacté mucho mejor en mi propio libro.

–No soy un periodista, señor Santos. Mi nombre es Marrone, Frederico Marrone. Soy más bien un investigador aficionado que disiente con el acercamiento optimista al asunto ovni que este festival en general y los divulgadores en particular acostumbran a impulsar.

–Ajá –afirmó Santos, sin afirmar nada en absoluto–. ¿Y en qué puedo serle de ayuda, ahora que ha dejado clara su posición?

–No tengo la posibilidad de publicar mis pensamientos como usted, pero tampoco deseo callármelos, y quisiera confrontarlo cara a cara para que intente desmentirme, si puede. Estoy absolutamente convencido de que, en el caso de encontrarse con otra especie inteligente del cosmos, la humanidad resultaría aniquilada por completo. Y me molesta que usted y sus colegas confundan a las personas con esos cuentos de buena voluntad universal.

Pasando por alto la soberbia del recién llegado, y encontrando una oportunidad de divertirse a costa del joven, accedió con la mejor de sus sonrisas.

–No ha elegido el mejor momento, ya que, como le dije, estoy algo fatigado. Pero acompáñeme a mi casa, son apenas unas cuadras y en el camino procuraré responder a sus inquietudes.

–De acuerdo –asintió el joven tras un instante de duda.

A medida que se alejaban del corazón de las festividades, las calles de Capilla iban recuperando su tranquilidad acostumbrada. Un cielo repleto de estrellas claras y hermosas, gracias a la total ausencia de esmog, cubría las casas bajas y los cerros cercanos. No muy lejos, el Uritorco descansaba como un gigante dormido.

–Dígame, joven, ¿por qué piensa que deberíamos preocuparnos si nos encontramos con una civilización extraterrestre? –preguntó el ufólogo mientras encendía su pipa–. ¿Qué interés tendrían en conquistarnos?

–Lo harían para apoderarse de los recursos naturales de nuestro planeta.

–¿Por los minerales, quiere decir usted? Es gracioso. Sólo tienen que capturar uno o más asteroides. Los hay de todas clases, desde los metálicos a los carbonáceos pasando por los rocosos, ricos en las mismas materias primas que formaron nuestro planeta hace miles de millones de años. Y de ese modo se evitarían el costo energético que implica luchar contra la gravedad al elevar cargas desde la superficie terrestre.

–Por el agua, entonces. Suponga usted que vienen de mundos contaminados y necesitan agua pura –prosiguió el muchacho.

–Querido amigo, hay mucha más agua en el resto del sistema solar, pura y de fácil acceso. En Europa, la luna de Júpiter; en Encelado, el satélite de Saturno; o en la nube cometaria que rodea nuestro sistema solar, por ponerle unos ejemplos sencillos. No, conquistar la Tierra por una mísera cantidad de fluido sucio y contaminado no tendría sentido.

–Pueden necesitar tierras cultivables para ellos, o para su ganado. O espacio para colonizar, para extender su civilización.

–Pues tienen un planeta más accesible a apenas 80 millones de kilómetros de distancia. Lo llamamos Marte. Su superficie es tan grande como la de todos nuestros continentes sumados y, desde luego, no tendrían que competir contra nadie para terraformarlo, o extraterraformarlo, si me permite la expresión, a su propio gusto y necesidad. Y no podríamos hacer nada al respecto.

–Por nuestros genes, entonces. ¿Cuánta gente ha sido abducida, testeada y operada dentro de sus platillos? Usted mismo, si he de creerle. Quizás necesiten nuestros órganos como repuestos.

–¿De verdad? ¿Órganos utilizados por seres que disfrutan de tóxicos como el alcohol o el tabaco, por mencionar los más comunes? –Santos notó que su pipa se había apagado y procedió a encenderla de nuevo–. Nuestra propia ciencia está muy cerca de cultivar órganos y células especializadas como reemplazo para nuestras partes dañadas, imagine entonces lo que podría hacer al respecto una civilización capaz del viaje interestelar. Dudo mucho que necesiten donantes.

El joven pensó unos momentos, buscando en su cerebro otras causas que justificasen la invasión inevitable. Tras unos segundos declaró:

–Pueden querer destruirnos a causa de nuestras armas nucleares. Ahí tiene usted una buena razón. Tenemos un arsenal enorme, y deberían sentirse inquietos al respecto.

–Amigo mío, usted me divierte… ¿Cómo, en el nombre de Adamski, haríamos para enviar un misil nuclear a, pongamos por caso, Próxima Centauri? Es la estrella más cercana, y aun así, tardaría decenas de miles de años en alcanzarla.

–Eso es lo que me molesta de ustedes, los divulgadores –el joven hablaba ahora con furia contenida–. Dan por sentado que los alienígenas tendrán hacia nosotros una actitud pacífica, la cual aprovechan para arrogarse el papel de nexo entre la humanidad y la civilización cósmica. ¡Es absurdo! ¡Deberíamos comenzar a prepararnos para la invasión! ¡Llegará un momento en el cual necesitaremos defendernos, y su actitud de paz y hermandad cósmica no nos ayudará!

–Usted parece ser una persona inteligente, Frederico. Permítame que le cuente otra versión de la historia, una que deliberadamente he dejado fuera del libro… y que, a diferencia de mis lectores, usted encontrará más de su gusto. Más… inquietante.

El joven lo observó. Como no encontró sombra de burla en el rostro de Santos, finalmente aceptó:

–Hable. Lo escucho.

–Suponga que abordamos el problema basándonos en los datos ciertos que tenemos sobre la vida y sus manifestaciones y, en lugar de utilizar la imaginación, recurrimos al sentido común. Una cultura extraterrestre se encuentra de improviso con nuestro planeta. No sabemos nada de esta cultura, pero para que nos haya descubierto debemos dar por sentado que poseen el secreto del viaje interestelar. Eso les da una ventaja enorme sobre nosotros, y la posibilidad de tener a su disposición todos los recursos del cosmos. Supongamos entonces que nos ven como una amenaza a futuro. ¿Qué deberían hacer?

–Destruirnos, o conquistarnos por lo menos –sentenció el joven.

–¿Y quién le dice que no lo han hecho ya? ¿Piensa usted que la humanidad es dueña de su destino? ¿Ve usted que trabajemos juntos en la conquista del espacio? Tenemos la tecnología y el conocimiento para establecer bases en la Luna o en Marte y, ¿acaso lo hacemos? Sobrepoblamos el planeta y lo sabemos, ¿hacemos algo para evitarlo? –Santos acompañaba sus palabras con grandes ademanes–. Tomemos otro ejemplo más cercano, el calentamiento global. ¿Ve usted que actuemos para frenarlo? ¿Que actuemos de verdad, además de firmar tratados que luego son ignorados? Otro tema, ¿por qué piensa que las guerras son constantes entre nosotros? Peleamos por el territorio, por la religión, por la riqueza, por las ideas políticas… dicen que el conflicto hace avanzar a la ciencia, pero, ¿en qué dirección? ¿Hacia el espacio… o creando mayores y mejores entretenimientos que nos distraigan de nuestras miserias como especie y nos anclen a este pequeño orbe común y corriente?

–¿Está usted insinuando que los alienígenas fomentan estas diferencias? ¿Que evitan que colaboremos entre nosotros? ¿Por qué tomarse esa molestia, por qué no nos destruyen directamente?

–Podrían conquistar la tierra al instante mediante un ejército invisible, utilizando un virus letal que acabe con la especie dominante y deje en pie al resto de los seres vivos. Pero, ¿vale la pena el esfuerzo? ¿No es mejor dejarnos medrar en esta especia de reserva natural y disfrutar de nuestra cultura y nuestras obras artísticas, de la misma manera que nosotros disfrutamos de un documental sobre la vida salvaje desde la comodidad de nuestra sala? ¿Quién le dice que no somos una diversión constante para los ojos galácticos, una especie de carrera de galgos, de riña de gallos, de plaza de toros, de rodeo, todo ello junto y combinado a escala planetaria?

El joven parecía asombrado ante el pensamiento. Pero no podía aceptarlo, su ego como humano se lo impedía. Por ello contestó:

–Si es como usted dice, necesitarían controlarnos, estar siempre un paso adelante para guiar nuestro desarrollo en dirección a ese punto muerto que usted insinúa.

–Por supuesto, eso es muy fácil. Basta con apostar a algunos de sus miembros, camuflados, para que digan lo que la gente quiere escuchar sobre el cosmos. Para que escriban libros en los cuales se afirme que nuestros hermanos están allí afuera, esperando para salvarnos cuando estemos al borde de la destrucción, para educarnos, para elevarnos. O que ya están aquí entre nosotros, para ayudarnos, para guiarnos cuando sea el momento propicio.

Santos hizo un alto en su discurso para observar el efecto que sus palabras estaban causando en el joven. Satisfecho, continuó:

–Y eso puede ser muy cierto… nos guían, pero hacia un callejón evolutivo. Disfrutan nuestra música, nuestra pintura, nuestra escritura y, por qué no, nuestras obras cinematográficas… pero nos mantienen atados a deseos mezquinos, anclados en este planeta, alejados del jubiloso concierto galáctico, del cual no escuchamos ni un acorde siquiera.

Sacando su llavero del bolsillo, el doctor Santos se detuvo ante la verja de una casona de cuidado jardín. Con una sonrisa condescendiente se despidió de su interlocutor.

–Aquí lo dejo, Frederico. Que tenga usted una buena noche.

El joven alcanzó a decir buenas noches de forma un tanto mecánica y partió de regreso al festival, que aún estaba en su apogeo. A la mañana siguiente habría olvidado todo y regresaría a su pensamiento alarmista de costumbre. Pero hoy, en este instante preciso, se sentía inquieto.

Santos se detuvo en medio de su jardín bajo la luz centelleante de las estrellas. Las observó con algo de nostalgia y concluyó que, a fin y al cabo, él sí era una especie de doctor Livingstone cósmico, un extraño entre salvajes. Aunque, a diferencia del médico inglés, su tarea no tenía nada de humanitaria.

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