La Espera

Autor: Lucas Vera
Ilustración: Ludmila Vera

Candela volvió a ver a Abigail diez años después de aquel último beso en el banco de un parque, sobre el que el cielo se hinchaba de agua. Era de noche y llovía, y ella sangraba por el costado del estómago y del hombro. “Me dispararon” le explicó después. Porque lo primero que dijo fue:
—¿Puedo pasar?
Y sonrió como si trajera media docena de facturas para el mate o el café. Entró sin esperar el permiso. Candela no iba a negárselo, estaba demasiado sorprendida para pensar algo más allá de «Es ella» o «Está acá, Abigail está acá»
—Yo cierro —dijo la chica.
El clic del cerrojo de la puerta la espabiló.

—¿Abigail? —balbuceó—. ¿Sos…, sos vos?
Abigail se dejó caer en el sofá de dos plazas.
—¿Y esto?
—¿Qué?
—Esta manta.
—Es una manta.
—Ya veo que es una manta.
—La tejí yo.
—Dale.
—La tejí.
—¿Tejés ahora?
—Ahora no. Antes. Me ayudaba.
—Está linda. Así que tejés, mirá. ¿Y con qué te puede ayudar tejer?
—Te distrae, te calma. Cuando tenés mil cosas que…, ¿en serio estamos hablando de esto? ¡Sos vos! Y te…, te dispararon.
—Sí, me dispararon. Te estoy manchando todo, perdoname. Pero estoy cansada.
—¿Sos vos de verdad?
Asintió.
—Sos vos, acá. En mi casa, en mi living. ¿Te vas a morir? ¿Te viniste a morir?
—Ahora mismo no. Pero sí.
—¿Y por qué…? No, no. Esto no está pasando. No puede estar pasando. Vos no estás acá. Yo no…, yo no…
—Vení. Vení, Cande. Sentate conmigo.
—¡Vos no…!
—Candela.
Había gente que podía observarse a sí misma desde fuera cuando el control se le escapaba de las manos. Gente que respiraba y prolongaba el tiempo del respiro y observaba el panorama completo, con sus ventajas y problemas. Muchas veces le habían dado ese consejo exacto. Nunca había podido, al menos no hasta que Abigail la miró y le pareció sentir otro clic, ahora en su cabeza, con suavidad.
—Sentate —le repitió—. Vení conmigo, por favor.
No se trataba sólo de las dos heridas de bala que sangraban lentamente. Ya a su lado y sin nada que distrajera sus ojos, notó que Abigail estaba sucia y lastimada de pies a cabeza, como si se hubiera arrastrado por metros de esquirlas de vidrio sólo para acabar bajo un torrente de piedras.
—¿Qué te pasó?
—Me dispararon.
—Pero, ¿por qué? No, eso no. ¿Por qué estás acá? ¿Por qué no estás en un hospital? ¿No te importa?
Volvió a sonreír.
—No, la verdad que no. —Era una mueca triste, dolorosa—. Me dolía más no volver a verte, morir sin volver a hablar con vos. Sin poder contártelo todo.
—¡¿Estás loca?! ¿Contarme qué, Abigail?
—Es linda tu casa. ¿De qué trabajás?
—¿Qué es lo que me tenés que contar?
—Bueno, tener no tengo que…
—Abigail.
—Perdón. Uno pensaría… —Rió—. Uno pensaría que si me voy a morir dejaría de dar vueltas. Hiciste bien en dejarme.
—Vos me dejaste.
—Sí, es verdad.
Y no se trataba de que aún era hermosa, sino de que era ella. Inclinaba el rostro al reconocer un error como diez años atrás, y se frotaba igual los dedos índice y corazón cuando quería decir algo serio y las palabras no la ayudaban. —¿Te acordás lo que te dije?
—Que no podíamos. Que querías y me amabas pero no podíamos. Tenías que irte.
—Sí.
—Me mentías.
—¿No tenés piedad ni con las que se van a morir?
No pudo evitar esa pequeña, chispeante alegría.
—Con lo que me costó el sofá…
—Sí. —Rió de nuevo—. Pero no te estoy arruinando la manta. Tu casa… Es muy linda. En serio. —Algo cruzó su mirada y quiso bajar a los labios, pero se lo tragó—. Si no te lo cuento ahora no te lo cuento más. Y ya debe estar acercándose.
—¿Quién?
—¿Qué te acordás de mi familia?
—¿Tu familia? ¿Qué tiene que…?
Un pozo de ideas y sensaciones le ahogaba el pecho. «Tengo que sacarla de acá. Se va a morir, se va a morir. Tengo que llevarla a una guardia. Tengo que salvarla». Y debajo todavía restallaba la incredulidad.
—Está bien, Candela.
La mano de Abigail sobre la suya cerró el pozo. Recordó la mañana fría que la vio por primera vez, en la mesa más adelantada de la fila del aula junto a las ventanas. Sola, cruzando los manos, erguida y con la atención en la aurora del sol por el horizonte. Nadie sabía bien de dónde había venido y los rumores corrían: que era una cheta de San Telmo, que venía de Entre Ríos, que su mamá huía del papá golpeador o que la propia abuela las había echado por mil motivos disparatados. Algunas compañeras del curso (la resentida de Gabriela, la cornuda de Camila) le hicieron la vida imposible, al punto de emboscarla varias veces. Abigail jamás se las cobró baratas.
—Eso.
—¿Qué cosa?
—Eso que hacés, que siempre hiciste conmigo. Eso de calmarme. Con tocarme, con mirarme. Con solo estar.
No le contestó ni retrucó con bromas.
—Yo pensaba que era algo que tenías, algo tuyo. De tu personalidad. Y porque me gustabas. Me gustabas tanto, Abigail. Pero no es…, no es algo de tu personalidad. Es algo que hacés. Creo que lo sospechaba entonces. Y ahora estoy segura. Es algo que hacés. Algo más. Otra cosa. No sé cómo explicarlo.
—Mi familia siempre lo hizo —le contó tras unos instantes, demasiado largos para una noche de la que empezaba a temer fuera insuficiente—. Mi verdadera familia, no la que conociste. Me acuerdo que tenía ocho o nueve años y mi mamá me decía que empezó con Rosa Basset y los hijos que tuvo con otro hombre, del que su marido nunca se enteró. Y me decía que no era un hombre, no un hombre común. Me decía que era un noble, un marqués con tres perros de tres ojos y lenguas de plata, con un aliento que olía a fuego y a jazmín. Y que ella dio a luz a sus hijos sobre los perros, y que el hombre le arrancó el tercer ojo a cada uno y los puso en las bocas de los bebés, que también tenían lenguas de plata. “Los hijos de Rosa comieron el conocimiento”, eso me dijo. Y que ese conocimiento les dio el poder con el que nací y con el que nacieron ella y mi abuela y todas las mujeres de mi familia. El poder de abrir las cabezas de las personas y entrar. De hacerlas hacer cosas que no imaginaban, que no quieren y que jamás habrían hecho. Cosas horribles. Siempre cosas horribles.
Abigail le estrujaba la mano.
—Siempre cosas horribles —repitió—. Desde que tenía ocho o nueve años. El primero…, al primero lo trajeron de la calle. Le pagaron y le dijeron que podía…, que podía hacer conmigo lo que quisiera. Y nos dejaron solos. Y él no lo creyó, no al principio. Y creo que…, creo que no iba a hacer nada. Creo que era bueno. Y que mi mamá se metió en su cabeza. Y él… —Su respiración se agitó, la sangre manó más fuerte por un momento—. Creo que supieron que había acabado porque dejé de gritar. O sea, creo que grité. Mi mamá entró, lo vio tirado en el piso, se agachó y le sacó la plata del bolsillo. La contó ahí, mientras sus empleados sacaban el cadáver. Y me felicitó. Después me enteré que así despertaban el poder, con el peligro de la muerte. O de algo peor.
La noche arreó la lluvia y las lámparas parpadearon.
—¿Pagaste la luz?
Candela le acarició el dorso de la mano. Tenía los nudillos en carne viva.
—Justo iba a hacer eso cuando llegaste.
—Pagá el gas de paso. Me estoy muriendo de frío.
La estufa, en una esquina que el sofá ocultaba, brillaba con sus dos pantallas al máximo. Candela la abrigó con la manta.
—Te la voy a manchar.
—La lavo.
—No… —La voz se le atoró—. No sé si esto va a salir.
—Está bien.
—Me estoy muriendo de frío.
—Yo te caliento.
La risa de ambas fue casi una. Casi.
—Mi hermano me hacía reír así.
—Tu hermano…
—No te hablé nunca de él porque…, porque me dolía. En mi familia nosotras nacemos con el poder. Y siempre nacemos de a dos, con un hombre. La única persona en todo el mundo a la que no podemos controlar, que puede controlarnos a nosotras. Mi hermano se llamaba Alejo, y fue lo único bueno de toda esa etapa de mi vida.
—¿Qué le pasó?
Cerca del sofá una mesa ratona de hierro segmentaba la vida de Candela en fotos desde bebé hasta recibirse.
—¿Qué estudiaste? —preguntó Abigail.
—Psicología. Profesora.
—Mirá vos: profesora. Con la mala alumna que eras.
—Tenía malas juntas.
—Sí. —Abigail recorrió esa vida puesta en el centro de la casa como un pequeño corazón—. Mi hermano era demasiado bueno, eso le pasó. Nos escapamos a los doce. Hay más como nosotros, más familias que tomaron una decisión de mierda para cagarles la vida a todos los que nacen después. Y chicos que no quieren eso y huyen y ayudan a otros. Mi hermano se puso en contacto con ellos. Mi mamá no se tomó muy bien que sus hijos se portaran así. Alejo podría…, podría haberle quemado el cerebro. Podría haberle armado tantos aneurismas juntos… Pero él era bueno, demasiado. Y mi mamá le disparó en el ojo. A mi hermano, a su hijo.
En la última foto Candela mostraba el título de su carrera a la cámara, con sus papás abrazándola como si fuera aún la criatura frágil que hacía berrinches en su cuna.
—¿Me la alcanzás?
Candela casi le preguntó para qué. Rogó que ella no se hubiera dado cuenta.
—Yo podría haber estado acá —susurró Abigail.
—Me hubiera gustado mucho. Pero ahí no, yo tendría una foto aparte para nosotras.
—¿Tanto?
—¿No me creés?
—Me daba miedo. Hice cosas, Candela, que… ¿Cómo…, cómo iba a amarme alguien, cualquiera? Arruiné gente, arruiné vidas.
—Eras una niña, Abigail.
—La sangre que tengo en las manos, Candela.
«No», pensó. Se puso de pie sin decirle nada. Abigail la observó sorprendida. Le preguntó a dónde iba, qué iba a hacer. El miedo en su voz la llenó de odio a la familia que la había roto sin piedad. Volvió con un repasador húmedo y vendas, y recién al sentarse se le ocurrió que en ese lapso su amiga podría haber muerto. «¿Mi amiga?»
Limpiarle las manos a una ex novia agonizante no estaba en el plan de estudio de su profesorado ni en los cursos de formación que hiciera desde entonces, pero puso en ello todo el cariño y cuidado que pudo. Y no la asombró descubrir que el cariño era grande y abrumador.
—Tus manos están lastimadas —le dijo.
La oyó llorar. No tuvo el coraje para mirarla.
—Me duele mucho.
—Ya sé que no soy buena.
—Candela.
La entonación la hizo alzar el rostro.
—No quería dejarte así. No quería dejarte y punto. Pero ella me encontró y yo…, me rendí. Esa es la verdad. Me rendí. Pensé que nunca iba a escapar y no podía soportar que te hiciera algo, que te lastimara.
—Y me llevaste a la plaza y me dijiste lo más parecido a la verdad que pudiste.
Lo que Abigail hubiera estado por replicarle quedó aplastado por una presión explosiva, como si su cerebro se inflamara y su cráneo se pulverizase.
—Otra vez —clamó una voz de mujer que redujo el odio de Candela a pavor—. ¿Otra vez, hija? ¿No pasamos ya por esto?
Una mano pálida, de dedos largos y uñas filosas, plateadas, le acarició la mejilla por detrás. Tres anillos grises y opacos de perros hicieron estremecerse a Candela.
—Y por esta mujer —siguió la voz—. No lo entiendo. No te voy a entender jamás, ahora lo veo.
Abigail miraba más allá de ella. Candela imaginó un gigante con tres cabezas de perro de lenguas babeantes, que de alguna forma desafiaba la física y dominaba el limitado espacio de su casa.
—No le hagas nada. —El miedo se había desvanecido cuando habló—. No te atrevas a hacerle nada.
—Ahí está la hija que siempre quise —se lamentó el monstruo—. Muriendo en una manta sucia. Podrías ser una diosa. Podrías tener el mundo en la palma, como lo tuvimos desde los hijos del marqués.
—No tuvimos nada, no tenemos nada. ¡Lo único que hacemos es quitar!
La presión se derramó en Candela. Gritó.
—¡Soltala!
—¿Quitar? Sí, podría verse así. Una tonta lo vería así.
—¡Soltala, por favor!
—Pero una madre quiere que su hija sea más que una tonta, que aprenda a ver. Que entienda. ¿Quitar? Nosotros damos. Nuestro don es el de dar. Los poderosos vienen de rodillas a nuestra familia, vestidos de seda y oro. Nos piden lo que ellos no pueden conseguir con toda su riqueza. Y lo obtienen y así saben. Comprenden cuán amplio es el mundo más allá de sus mansiones y cuán terribles e indomables son los misterios que lo gobiernan.
—¡Basta, mamá! ¡Por favor, soltala!
—Dejaste un trabajo sin terminar y huiste. Y viniste a esta mujer, ¿a qué? ¿A morir? ¿A pedir compasión? ¿A pedirle —siseó con asco—…, a pedirle perdón?
Candela podía ver los dedos y aun así sentir las uñas rasgar sus huesos, separando sus articulaciones, estrujando cada una de sus neuronas.
—Debí haberla matado hace diez años. Debí haber quemado esta ilusión patética y debí haberte obligado a mirar. Pero en honor a la memoria de tu hermano fui clemente. Y ahora, ¿dónde estamos? Es verdad que son nuestros hijos quienes más nos hacen sufrir…
—Vos… —dijo Candela, sobre el dolor lacerante—, vos mataste a su hermano. Y la hiciste… La hiciste…
—Están hablando las personas —replicó la mujer.
Y una grieta sanguinolenta se abrió desde la frente hasta su pecho. El mundo se partía con lentitud cruel y planeada. Abigail rugió entonces y la tormenta rugió a su lado, porque tronó como si fuera a llover electricidad. La presión desapareció. La mano desapareció. Lo último que se oyó del monstruo fue un alarido incrédulo.
—¿Estás bien? Candela, respondeme por favor. ¡Candela!
—Sí. —La herida se había esfumado—. Mi cara…
—No era real. Ella no estaba acá. Pero está cerca.
—¿Dónde?
—No sé. Y no importa. Está lo suficientemente cerca para alcanzarme. Sé esconderme de su don. Soy mejor que ella. Pero…
Abigail se desplomó en el sofá. Candela la incorporó.
—¡Abigail! No, no. ¡Abigail…!
—Estoy viva, tonta.
—Por favor, dejame llevarte a un médico. Por favor, Abigail.
—No llegaríamos. Y ni siquiera sé si serviría. Está cerca. Más cerca. —La sangre ya no se limitaba a las heridas. Caía por su boca y su nariz—. Hice lo que pude con la hemorragia. Alejo me enseñó. Me dijo que las cosas que podía hacer con los demás podía hacerlas conmigo, con mi cuerpo. Me dijo “podés hacer que tu cuerpo se tire un pedo aunque no quieras”. —Rió—. Era un guarango. Pero tenía razón. Lástima que nunca me habían disparado antes. Habría…, habría estado mejor preparada para el dolor. Hubiéramos tenido más tiempo.
Candela lloraba.
—¿Por qué llorás, tonta?
La acomodó en su regazo. Le arregló toscamente el pelo apelmazado por la lluvia y la mugre de donde fuera que se hubiera arrastrado para llegar a ella.
—Por vos, tarada. Lloro por vos. Porque te estás muriendo y porque te amo, y porque no dejé de amarte y sos tan cara dura que te aparecés acá bajo la lluvia, como si nada.
—Tenía razón, ¿sabés? Te vine a pedir perdón. No a propósito. Quería verte una vez más y después me iba. Y cuando te sentí pensé en llamar a la puerta. Y cuando abriste la puerta…
—Entiendo.
—Y todo porque te corté en un parque.
La garganta se le cerraba a Candela.
—¿Me amás?
—No, tarada… Vine acá porque… —Un acceso sangriento de tos la sacudió. Se aferró a su ropa—. Sí. Sí, te amo.
Le limpió la sangre de los labios con el pulgar. Se estaba volviendo buena en ese tipo de higiene.
—Yo también te amo.
La lluvia arreció una vez más. El silencio fue un repiqueteo infinito de agua en el que no hicieron más que tocarse y mirarse, distinguir las huellas del paso del tiempo en la una y la otra y hallar aquello contra lo que diez años no pudieron ganar.
—¿Qué estabas…, qué ibas a hacer cuando vine?
—Iba a buscar una peli para ver.
—La última que vi era malísima. Pero de esas malas que divierten.
—¿Sí?
—Malísima. —Más tos, aunque no tan fuerte—. Perdoname.
—Ya está.
—No, por eso no… Bueno, también por eso. Perdoname por lo del parque. Pero más que nada por venir acá. Por traerte todo esto. Perdoname por hacerte morir conmigo.
—Está bien.
—¿No tenés miedo?
—Para nada.
—Yo tampoco. Y lo tenía. ¿No es raro?
—No creo. Te aviso que no se la voy a hacer fácil, aunque sea tu mamá.
—Yo tampoco.
Un relámpago brilló a través de la ventana de calle. Las luces parpadearon hasta ceder.
—¿Tenés frío? —preguntó Candela.
Un trueno murmuró arriba, la clase de trueno que vibra en el pecho y la columna y en especial en la oscuridad, y un segundo relámpago las iluminó abrazadas. Esperaron así, sin moverse un milímetro.

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