Horror

Autor: Cristian Damnotti
Ilustración: Elmo Rocko

1

Creer en Dios es un acto de corrupción aceptable. Lo sé desde el día en que mi madre me obligó a arrodillarme sobre granos de maíz y permanecer por más de una hora soportando el dolor para expiar mis pecados. Así, podría comprar un lugar en el Cielo, ascender como un espíritu digno de ver al Creador. Intenté no llorar, mostrarme valiente, pero rompí en llanto avergonzado por no poder aguantar la humillación a la que era sometido. Me cuesta recordar ahora cuál fue el motivo para castigarme aunque, en muchas ocasiones, el motivo era verme sufrir. Tenía cuatro años, y no era consciente del horror que me aguardaba. A mi hermana Elizabeth le fue peor. Cuando era niña, estuvo más apegada a nuestra madre. Admito que hubo momentos parecidos a la felicidad (o al menos lo que puedo entender como felicidad familiar en un sitio donde reinaban la discordia y los abusos), escasos, pero encantadores. Cuando nuestra madre estaba de buen humor, solía leernos cuentos o jugar a las escondidas con nosotros. Era su forma de pasar el tiempo, ya que se negaba a salir de la casa. A mí me gustaba ir con mi hermana a una feria los fines de semana. Mi puesto favorito era el de un artesano que hacía juguetes de madera. A veces, terminaba comprando algún avión o alguna locomotora. Si bien estaba bastante crecido para andar jugando, me agradaba coleccionarlos. Tiempo después, me di cuenta de que se trataba de un anhelo por escapar de mi casa: cada una de las piezas de madera —no porque sí— eran vehículos. Un día, el hombre de ese puesto no fue más a trabajar, y fue reemplazado por un comerciante gritón que intentaba vender alfombras. Y mis juguetes también desaparecieron: mi madre, sin darme aviso, los había tirado. Cuando le pregunté la razón (intentando no hacerla enfadar), me dijo que yo estaba grande para esas cosas.

Elizabeth no podía tener un segundo de privacidad, sobre todo cuando los cambios hormonales comenzaron. Sangrar era pecado, y esos pecados se pagaban con cinturonazos. Cuando llegaba su período, intentaba disimularlo, aunque nuestra madre siempre terminaba por enterarse y la sometía a castigos. Por mi lado, intentaba estar lo más alejado de mi casa, aunque aquello podía significar un castigo mayor que aquel al cual ya estaba familiarizado. En muchas ocasiones, no me importó. Solía ir colina arriba, hasta que mi casa parecía ser una miniatura, a tomar aire y ver el cielo oscurecerse. Cuando volvía, mi madre ya estaba preparando la comida en silencio, mientras Elizabeth estaba encerrada en su cuarto, hasta que yo la llamaba. Nunca supe qué sucedía en mi ausencia, ya que siempre tuve miedo de preguntar al respecto. Los castigos no parecían tener sentido; de un momento a otro, nuestra madre estallaba de ira, y nunca pedía perdón. Hubiera deseado tener el valor para enfrentarla; no solo era el hombre de la casa, sino el mayor de los dos. Pero mi madre me aterraba por completo.

Mi padre, antes de fallecer, había comprado la casa con el afán de poder volverse el mejor granjero de la zona. Él era una persona silenciosa y trabajadora. Yo lo ayudaba a repartir las verduras. Era una rutina monótona, pero era lo único que conocía. A veces pensaba en los demás niños que veía desde la camioneta cuando llegábamos al mercado. Ninguno tenía mayor preocupación que jugar con una pelota o reír mientras corría de un lado a otro. Yo era distinto: no me permitían llevar una vida como esa. Debía trabajar, ayudar con las entregas y soportar la repentina ira de mi madre. En aquella época, aún no había llegado a golpearnos. Pero todo cambió cuando mi padre pasó a mejor vida. Yo tenía nueve años, y Elizabeth recién había cumplido los siete cuando mi madre enviudó. De un momento a otro, nuestras vidas cambiaron sin que hubiéramos podido prepararnos.

Mi padre sufrió un infarto arreglando la camioneta y murió en soledad. Mi madre no soportaba que le dedicara tanto tiempo a un vehículo pero, por otra parte, era lo que nos permitía transportar los productos para la venta, así que no decía nada. Luego de su fallecimiento, quise hacerme cargo de las entregas, pero mi madre me hizo vender la camioneta, acusándola de haber asesinado a su esposo. Era el destino, como todo lo que nos pasaba; la palabra tallada en piedra. Sus ataques de ira fueron en aumento, sobre todo con mi hermana; le gustaba hacerla llorar. Con el tiempo, me acostumbré a verla sufrir. No dije nada. No moví un músculo para detener semejante castigo. Me odié por ello, pero el miedo me paralizaba. Comencé a hacer las entregas a pie: era una tarea agotadora. Aún recuerdo esos momentos: el ver un campo despoblado y el sonido de la naturaleza, que me hacía compañía mientras tomaba un respiro. En los primeros tiempos, cuando no lograba vender tanto, mi madre no decía nada pero, al cabo de un mes, comenzó a regañarme ya que yo no era tan buen comerciante como mi padre. Tenía razón. Mi padre tenía un encanto nato para vender; yo, en cambio, era muy tímido y estaba harto de que me dieran el pésame por su muerte. Intenté hacer lo mejor que pude, hasta que ya no tenía sentido seguir intentándolo: en las zonas aledañas, había mejores productores y personas con más entusiasmo para la venta.

No solo había vendido la camioneta, sino (a pesar de mi dolor) las pertenencias de mi padre. Fue como si nunca hubiera existido: nadie habló más de él. Yo me dediqué a buscar trabajo de lo que pude. Por lo general, pintaba las casas de mis antiguos clientes del mercado o los ayudaba con algunas refacciones. A Elizabeth, mi madre no le permitía alejarse mucho de la casa. A veces, lograba convencerla de que la dejara ir conmigo pero, en la mayoría de los casos, era inútil insistir. Elizabeth parecía estar condenada a vivir dentro de cuatro paredes.

Cuando tenía once años, una persona llegó a nuestra casa en un coche antiguo y lujoso. Era una mujer mayor: se llamaba Amanda. Había ido para ayudar a mi madre, según sus palabras.

¿Puedo pasar? —me preguntó luego de mirarme por unos segundos.

¿Perdón?

Mi nombre es Amanda—continuó antes de sonreír, despreocupada—. Vine a cuidar a tu madre.

Pensé que se había equivocado de dirección. Mi madre jamás aceptaría la ayuda de una extraña y, de haberlo hecho, ¿con qué dinero íbamos a pagarle?

Amanda intentó mirar al interior de la casa, pero la oscuridad que habitaba no le permitía ver nada.

¿Quién es? —preguntó mi madre desde las penumbras.

Se me heló la sangre. Amanda seguía delante de mí, sosteniendo la sonrisa con una serenidad tan aterradora como la voz de mi madre.

Señora, mi nombre es Amanda. ¿Podría pasar a hablar con usted?

Hubo un largo silencio. O, al menos, eso es lo que recuerdo. Luego, mi madre contestó:

Váyase.

Señora, creo que no me está entendiendo: vine a cuidarla.

Amanda avanzó hasta ingresar en la casa. Como un acto reflejo, me aparté a un lado, temiendo lo peor. Mi madre no toleraba las visitas y, en ese momento, sin explicación alguna, una señora había aparecido para cuidarla.

Ahora, que he vuelto a casa, soy yo quien está parado en la puerta, frente a una mujer demacrada. Tal cual lo había predicho, Amanda no era ni la sombra de lo que solía ser.

2

Amanda sonrió esperando que le diera un abrazo, pero no pude hacerlo. No sé si fue a causa de los recuerdos o de que su aspecto me repugnaba. Su ropa estaba sucia, al igual que su pelo. Parecía no haberse bañado por un largo tiempo.

Hola…

Después de hablar, Amanda se apartó, resignada, para que yo ingresara. No me sorprendió ver el estado en que se encontraba la casa: era un depósito de cosas por donde se lo mirase.

No puedo ocuparme de todo… —se excusó como si me debiera alguna explicación.

¿Ya llegó mi hermana? —pregunté después de haber observado el perímetro que me rodeaba.

No, aún no —contestó al mismo tiempo que se escuchó un ruido provenir de la planta alta. Luego, una risa: se había dado cuenta de que yo estaba en la casa.

Comencé a subir por la escalera con pasos lentos. A pesar de ser un hombre adulto, me sentí más asustado que un chico, y mucho más al percibir la oscuridad que tenía delante, la misma que había envuelto a Amanda cuando había llegado a este hogar, tiempo atrás:

Amanda había ingresado en la casa. Me aterré por completo, pero no solo por la violencia que podría llegar a ejercer mi madre sobre ella, sino también debido a su serenidad. ¿Quién era? ¿Por qué estaba en nuestra casa? Elizabeth apareció en el comedor, también sorprendida por la presencia de nuestra visita.

Buenos días, jovencita —saludó Amanda antes de hacer una pequeña reverencia. —

Mi hermana me miró buscando una respuesta que, por supuesto, yo no tenía. Luego, Amanda avanzó hasta la escalera. Esperó un segundo, y nos miró, antes de volver a hablar—: ¿Podrían esperar afuera, por favor?

Amanda subió por las escaleras al mismo tiempo que nosotros dos salíamos de la casa. Estaba seguro de que mi madre iba a matarla. Para esa época, sus brotes de locura eran constantes.

Nos quedamos sentados en la entrada, sin decir nada, observando un paisaje libre de vida, sin nubes, pero con un silencio que me hacía sentir nervioso. Esperaba escuchar en cualquier momento a mi madre gritar, aunque los minutos pasaron y nada de aquello sucedió. Después de un rato, la puerta se abrió: Amanda nos dijo que ya podíamos entrar. Con cierta cautela, después de haber ingresado, buscamos a nuestra madre en su habitación. Se encontraba sentada en su cama, pensativa.

De ahora en más, esta señora va a vivir con nosotros. Trátenla con respeto —nos advirtió sin siquiera dignarse a mirarnos a los ojos.

Nos retiramos de la habitación sin hacer el menor ruido posible. Mientras me disponía a salir de la casa, escuché un llanto, que provenía de arriba. Mi madre estaba llorando. Nunca la había escuchado llorar, ni siquiera cuando mi padre había muerto.

***

Ahora, estoy de regreso.

Después de haber subido, me quedé parado en la puerta de la habitación. La risa continuaba, pero esta vez no tan eufórica. Respiré hondo antes de tomar el picaporte. Dejó de reír. Solo se escuchaba una respiración profunda. Luego, escuché a alguien subir los escalones.Volteé esperando encontrarme con Amanda, pero en su lugar vi a una mujer que vestía de una manera tan elegante (aunque algo sombría) que se destacaba en todo el entorno. Era una citadina: no cabía la menor duda. Una mujer parecida a las que pasaban por mi bar cuando les interesaba descubrir el submundo que se hallaba alejado de las luces de las principales avenidas. Después de unos segundos, cuando mis ojos hicieron contacto con los suyos, supe que Elizabeth había vuelto a casa.

3

Elizabeth era una extraña. No podía reconocer a la mujer que tenía delante como mi hermana. Habíamos salido de la casa, luego de que no me atreví a abrir la puerta, y nos quedamos hablando en el jardín de la entrada.

¿Recién llegaste? —fue lo único que se me ocurrió decir.

Si. El avión se retrasó un poco; debía de haber llegado a la tarde, pero tardamos en despegar.

Yo vine con mi camioneta.—Señalé el vehículo que estaba aparcado—. No vivo muy lejos de acá. Al final, creo que no pude alejarme de este sitio.

Bueno, a vos no te echaron.

Cuando Elizabeth estaba llegando a la adolescencia, Amanda la obligó a ir a un internado en la ciudad. Nunca habíamos estado lejos del campo y, a pesar de lo atractivo que podía significar conocer otro tipo de vida, Elizabeth estaba muy apegada a nuestro hogar y a mi compañía. Aún recuerdo el momento cuando Amanda se la llevó: Elizabeth lloraba mientras intentaba soltarse, pero la mujer tenía tanta fuerza que lograba arrastrarla sin ningún tipo de cuidado. La subió en su auto, y salió a toda velocidad. Como de costumbre, me quedé callado. Nunca la perdoné por ello, así como tampoco lo hice conmigo. Mi hermana desapareció de un momento a otro, y nadie volvió a mencionarla. Simplemente, para nosotros, dejó de existir. Yo me fui de la casa cuando cumplí dieciocho años. Mi madre estaba en contra de mi partida. Incluso, lloraba pidiéndome perdón por los castigos, y hasta aseguraba que me diría dónde estaba mi hermana. Pero sus promesas nunca se cumplían. Cuando la interrogaba por el destino de Elizabeth, solía darme una cachetada antes de ordenarme que jamás la mencionara. Decía que, seguro, ya se habría convertido en una prostituta, ya que eso hacían las mujercitas solitarias en las ciudades, que debía olvidarme de ella y trabajar para mantener la casa. Amanda trataba de consolarme, pero yo me había distanciado de ella desde la partida de Elizabeth. Bien en el fondo, sabía que era para mejor. Los castigos iban en aumento; el nivel de violencia llegaba más allá de golpearla con el cinturón o de obligarla a bañarse con agua fría. Elizabeth tenía las rodillas tan lastimadas de estar sobre granos de maíz o sobre pedazos de vidrio que ni siquiera podía caminar con normalidad. En cualquier momento, el día menos pensado, la iba a matar. Tomé mis pocas pertenencias (las que poseían algún valor), y partí. Por un corto período, intenté encontrar a mi hermana, pero no tenía la menor idea de a dónde se la habían llevado. Fui vagabundo, trabajé de lo que pude, hasta que fui entendiendo el mundo de la noche y de la ciudad. Los bares me gustaban, porque no tenía empacho en limpiar el sitio y me mantenía callado, siempre acatando órdenes sin armar ningún disturbio. Además, tomaba las bebidas que dejaban los clientes, o comía las sobras. De esa manera, ahorraba en tener que comprar comida o en emborracharme. En la ciudad, todo se paga, y no hay un alma caritativa dispuesta a darte una mano. El tiempo pasó, y fui adquiriendo experiencia. Después de unos cuantos años de haber estado trabajando sin parar, conseguí un crédito, y compré un pequeño sitio. Conocía el mundo de los bares, así que no fue nada nuevo para mí, a excepción de que entonces yo era mi jefe.

Elizabeth encendió un cigarrillo, y se quedó en silencio mientras el viento se llevaba lejos el humo del tabaco.

Estuve en ese lugar hasta que cumplí los dieciocho —relató comenzando (de alguna manera) la conversación—. Luego, me dejaron ir. El problema es que nadie sale preparado para el mundo… allá adentro, quien no se adapta sufre las consecuencias. Aunque, teniendo en cuenta lo que viví con ella —dirigió su mirada hacia la casa—, el internado parecía un lugar de vacaciones. La gente creía que estaba loca… y, más o menos, me dejaron tranquila. Tiempo después, comencé a trabajar en una agencia de publicidad. Al principio, me encargaba de hacer café, sacar fotocopias (ese tipo de cosas). Cuando vieron que era responsable, me fueron enseñando… ¿Vos?

Tengo un pequeño bar en las afueras. No es la gran cosa, pero me sirve para vivir.

Elizabeth no dijo nada. Supongo que esperaba otra cosa de mí, a pesar de que parecíamos dos extraños.

¿Cómo te enteraste sobre mamá? —pregunté segundos después, intentando evitar la incomodidad del silencio.

Me llamó Amanda.

A mí también. No sé cómo consiguió nuestros números de celular.

Elizabeth me miró, sabiendo que mis palabras no podían engañarla. Amanda sabía todo sobre nosotros. No había nada que pudiéramos ocultarle. Luego, arrojó el cigarrillo sin sacarme la mirada de encima.

En fin, supongo que todo terminará pronto.

Estaba riendo cuando subí. —Elizabeth se sintió defraudada. Pensó que, con el tiempo, quizá había cambiado de actitud. Pero ni el paso de la edad logró que recapacitara—. Aunque no me atreví a abrir la puerta.

Bueno, vamos a tener que hacerlo.

Elizabeth se puso de pie, y caminó hacia el interior de la casa: era hora de volver a encontrarnos con el pasado.

4

Mi hermana estaba detrás de mí, quieta como una piedra, con la respiración acelerada. Del otro lado, el silencio. Abrí la puerta, intentando hacer el menor ruido posible, pero la madera estaba tan vieja que parecía chillar. La única luz que había en el cuarto era la de un velador, que servía para devolvernos la figura de nuestra madre. Mantenía su cuerpo inclinado hacia adelante, como si estuviese sentada, lo cual nos dejaba ver sus muñecas atadas a la cama. Su rostro se encontraba sin ninguna expresión y sus ojos, hundidos dentro de las cuencas. Seguimos acercándonos. Mi madre estaba muerta: ya era libre. Escuchamos un ruido, luego otro. Luego, una risa.

Hijo… ¿Por qué tardaste tanto? —preguntó con voz gutural.

Yo no soy tu hijo —contesté mirando el rostro marchito de mi madre, intentando obviar las risas que se escuchaban en el cuarto.

Es interesante todas las mentiras que uno puede aprender —continuó. Luego, se escuchó cambiar la página.

La cara de mi madre: ausente de vida. Elizabeth se ocultaba detrás de mi espalda.

Hola, Eli —la saludó con sarcasmo—. Te extrañé.

La respiración de mi hermana se agitaba. Quise pedirle que no perdiera la cordura, pero no podía hablar, aunque me mostraba valiente. Quien hablaba me atemorizaba por completo.

Desde la espalda de mi madre, un libro salió volando. No necesité verlo para saber cuál era: siempre había detestado la Biblia.

Acercate, hijo mío.

Me paré cerca, no tanto como para que me pudiera agarrar. Había envejecido más de lo que imaginaba. Recordé cada uno de sus castigos y cómo mi madre no podía hacer nada, ya que él era su guardián. Aquel ser, que había tallado su destino a vivir cosido a mi madre, la volvía loca con sus pensamientos sádicos. Se veía frágil y agotado atrapado en una masa de carne muerta.

Elizabeth había apartado la mirada luego de que sus ojos habían hecho contacto con él. No creía que hubiera sido por la impresión de su estado, sino más bien por el miedo que evocaba.

¿Qué pasa, hija? ¿Te apena mi estado?

¡No soy tu hija, basura!—gritó Elizabeth.

El guardián comenzó a reír.

Cuando éramos niños, mi padre nos contó que nuestra madre, antes de ir a dormir, rezaba: agradecía haber vivido un día más en la Tierra. Recién se había casado, y el hecho de vivir en una zona rural (apartada de los peligros y pestes de las grandes ciudades) junto al hombre que amaba era motivo suficiente para arrodillarse y rezar una plegaria. Tiempo después, sus oraciones fueron tan bien recibidas que su guardián quiso conocerla. Y, desde aquel día, la pesadilla se desató. En los primeros tiempos, lo trataba como si fuera su hijo recién nacido. Incluso, mi cuna había pertenecido a él. Lo alimentaba y le cantaba canciones para hacerlo dormir, pero aquel ser no era ningún infante: era consciente de su naturaleza y de su autoridad. El guardián la obligó a coserse a él, y debía hacer muchos sacrificios si quería mantener relaciones con mi padre. Poco a poco, fue corrompiendo su mente, y luego nosotros, nacidos del pecado, tuvimos que pagar el precio.

Elizabeth arremetía contra el guardián. En un ataque de cólera, agarró la soga y comenzó a desatarlo, ya que lo retaba a una pelea justa. Intenté detenerla, pero estaba tan furiosa que logró apartarme con un empujón. El guardián seguía amedrentándola con palabras obscenas, recordándole cada ocasión en que la hizo suplicar de dolor y las veces que nos había obligado a bañarnos juntos. Era una de las cosas que más disfrutaba hacer. Si nos portábamos mal (según su concepto de mal), nuestra madre nos metía en la bañadera juntos. A mí me horrorizaba la situación, y Elizabeth lloraba desconsolada cuando teníamos que hacerlo. Era el peor castigo de todos. Por más que le gritaba que se detuviera, no me hacía caso. Fue cuestión de unos segundos: Elizabeth logró liberarlo antes de golpear su rostro con un trompazo, al cual contestó con una risa. El guardián estaba débil, pero no tanto como para evitar burlarse. Luego, se arrojó al suelo intentando evitar los puñetazos que Elizabeth le seguía propinando. El guardián continuaba riendo, lo que provocó aún más la ira de mi hermana.

Luego de haber tomado valor, logré apartarla, a pesar de los golpes que recibí de ella. Quería atarlo y dejarlo que se pudriera en aquella cama, solo, sin la compañía de nadie; aquello sería el mejor pago que nos podía dar por habernos arruinado la vida.

El guardián logro liberarse mordiendo las costuras, mientras yo seguía discutiendo con mi hermana.

Amanda irrumpió en la habitación. Fijó su vista en el cuerpo de mi madre; después, gritó cuando el guardián le mordió el tobillo, y logró arrancarle un pedazo. Después, haciendo una fuerza extraordinaria, se escapó de la habitación arrastrándose.

Quiere volver a casa —nos alertó Amanda mientras trataba de contener, entre el dolor y el llanto, la sangre que brotaba de la herida—. Por favor, no lo dejen irse. Tengo que cuidarlo —continuó resignada—. Debía cuidarlo y no pude hacerlo… era mi responsabilidad: yo soy su centinela.

Dejé de prestarle atención: no era momento para hablar, y salí corriendo de la casa.

En las afueras, la vegetación se movía acrecentada por la violencia del guardián. Elizabeth se quedó al lado mío; estaba agotada debido a los golpes que le había dado. A pesar de sangrar, aquello estaba lejos de mostrar signos de perecer.

En el horizonte, algo cambió: una figura se elevaba con dificultad, intentando alcanzar la mayor de las alturas. Sus alas estaban débiles, pero le permitían hacerlo. El guardián volaba, intentando retornar a su casa. Desde nuestra perspectiva, podía parecer una estrella fugaz, ya que su luz, si bien no era tan intensa, daba aquel aspecto. Elizabeth gritaba de rabia, mirando hacia el cielo, sin poder hacer nada por impedirlo. Volvía a su casa, ya que mi madre era un cascarón vacío. Por supuesto, mi madre tendría una sepultura digna; no cabía la menor duda, y esperaba que pudiese hallar la paz.

Yo me quedé observando al firmamento y meditando: quizá, todas las estrellas fugaces que veíamos a lo largo de nuestra existencia eran guardianes que abandonaban el plano terrenal.

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