Fantasmas del Suburbio

Autor: Adrián Figueroa
Ilustraciones: Jok

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 El ataúd recorre los pasillos de la villa portado por una muchacha y un muchacho con atuendos murguistas, dos mujeres de algo más de veinte años cuyos pequeños hijos bailotean entre los portadores del cajón, el cura de la parroquia local y un maestro de la escuela primaria del barrio, en guardapolvos y con corbata. Los siguen otros muchachos vestidos como los primeros, percutiendo bombos, redoblantes y platillos con solemnidad, produciendo un ritmo que aletarga el avance de los que van detrás: madres y padres adolescentes, bebés en brazos, viejas del lugar, jóvenes con la cara oculta y la cabeza cubierta por remeras anudadas en la nuca, hombres y mujeres con brillo de sudor, chicos de todas las edades desarticulando las regularidades de la marcha. Nadie dice nada. Algunos lloran. El sol de enero los aplasta contra el terreno que recorren, de barro seco y cascotes.

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 La murga “Fantasmas del suburbio” perdió a su director. La presencia de El Negro Juanca entró en la dimensión de los espectros. Las viejas lo traen con sus dichos a este lado repitiendo que tenía algo. Que los chicos se tranquilizaban en su presencia. Que lo querían y lo respetaban. Que le hacían caso. Ahora sus restos flotan encerrados entre la madera del féretro sobre la mansa corriente de afectos que ya no podrán ser correspondidos.
El día anterior acudió al encuentro de la murga un pibe de dieciséis años que una vez, hacía varios meses, había participado de un ensayo. Mientras los asistentes lo miraban sonrientes disponiéndose a saludarlo, él liberó una pistola, que en sus manos parecía inmensa, de la presión que ejercía su nalga derecha contra el vaquero ajustado recortado a la altura de las rodillas. Le apuntó al Negro mientras los rostros del resto demudaban, y apretó el gatillo entre gritos que incluían algunas referencias a su nombre. No hubo disparo. Su brazo se contrajo y su entrecejo se frunció. Miró como petrificado la pistola mientras los demás adoptaban la apariencia de estar esperando una señal para darle continuidad a sus movimientos y sus dichos. Salvo Juanca, que le dijo, en voz muy baja: – Javier: tranquilo – mientras el muchacho manipulaba la corredera del arma moviéndola repetidamente hacia adelante y hacia atrás. Cayó una bala al piso, otra pasó a recámara y Javier volvió a apuntar, ahora con mayor precisión aprovechando que El Negro se le venía acercando. Apretó el gatillo nuevamente y esta vez la pistola disparó. Restos del cerebro de quien dirigía la murga fueron a dar contra las caras de sus integrantes o se posaron en los parches de los instrumentos.

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Mientras la pequeña multitud salía de la villa por el noroeste llevando el cajón con los restos de El Negro rumbo al cementerio, por el sureste ingresaba a la barriada un patrullero. Quien lo conducía lo estacionó frente a una casa de ladrillos, de dos pisos, con el frente pintado y una puerta de entrada pretensiosa que no encajaba en la estética del conjunto. Bajaron del auto cuatro policías y golpearon estridentemente la puerta y las ventanas. A una de ellas asomó un tipo de unos treinta años. – Abrí, Colgate – le dijo un policía tomándolo de los pelos y apretando su cara contra la reja de la abertura. Colgate se asustó. Asintió y abrió enseguida la puerta de su casa. Un policía le pateó los testículos. Otro le dio un revés que le rompió la nariz. Lo tomaron entre los cuatro y lo arrojaron dentro del patrullero. La puerta de la casa quedó abierta. Nadie salió. Ni nadie quiso entrar durante todo el tiempo en que el apresado estuvo ausente.

Durante el viaje hacia la comisaría Colgate hizo preguntas, buscó tonos cómplices, impostó cierta indignación. Ninguno de los policías entabló diálogo con él. El conductor, cada tanto, decía: – Qué pelotudo que sos, Colgate.

Al llegar a la comisaría lo arrastraron hasta una oficina en la que lo esperaba, de pie y ansioso, un oficial de unos cincuenta años, panzudo y grandote: Giménez, el sub-comisario. Lo recibió con un trompazo sobre el pómulo izquierdo que mandó a parar a Colgate al escritorio de un rincón, dando con su sien derecha contra la máquina de escribir que descansaba sobre el mismo y arrancándole a ésta un “clinck” característico. Giménez se acercó al escritorio y mientras con una mano tomó el papel apresado por los rodillos de la máquina, con la otra empujó a Colgate, alejándolo, y provocando que, mal sentado sobre una silla con rueditas, fuera a dar contra la pared contraria de la oficina.

– Pedazo de forro hijo de puta. ¡¿Qué mierda hiciste?! – le grita Giménez a Colgate haciendo un bollo con el papel que acaba de quitar de la máquina. Acto seguido se lo arroja a la cara. Colgate sigue con la vista el recorrido del bollo por el piso mientras los otros cuatro policías lo miran fijamente a él con una mezcla de desprecio y desaprobación. – ¡¿Encima tuviste que usar a ese pendejo?! – dice Giménez mientras Colgate conserva todavía la esperanza de que el sub-comisario y los suyos no estén al tanto de todo lo ocurrido. – ¡¡Me refiero al pelotudito ese de Javier, hijo de puta!! – agrega el oficial quitándole las dudas. – ¡Es de otro barrio…! – dice inmediatamente Colgate queriendo defenderse. Giménez toma la máquina de escribir, la eleva sobre el increpado y se la descarga en la cabeza, produciendo un nuevo “clinck” y nuevas heridas en el cráneo zarandeado. – ¡¡¡¿Qué carajo tiene que ver?!!! ¡Forro infeliz! ¿Me vas a decir que de un barrio a otro nadie se conoce? ¿Que no son todos parientes? ¿Que no garchan y tienen hijos todos con todos a lo largo y a lo ancho de toda la puta ciudad? – agrega el sub-comisario junto a un nuevo golpe, ya propinado con cierto desgano.

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Giménez enciende un cigarrillo. Uno de sus subordinados lo imita como realizando una coreografía. Colgate mueve una mano hacia el atado que guarda en el bolsillo de su camisa y otro de los policías lo golpea en la boca con un pisapapeles que toma en el momento del escritorio del sub-comisario. Éste le extiende una mano al que acaba de golpear a Colgate, y aquel le alcanza el pisapapeles. Giménez examina el objeto – de bronce, con forma de cabeza de caballo – sosteniéndolo con ambas manos mientras pita de un modo empedernido cerrando el ojo que le empieza a lagrimear por el humo; hace un chistido de queja y le arroja el pisapapeles a Colgate. Se apoya sobre su escritorio descargando el peso de su cuerpo sobre sus palmas abiertas, ubicándose de espaldas a los demás. Hunde la cabeza entre sus hombros. La levanta. Se toma unos segundos. Se da vuelta. – ¿Por qué? – pregunta inaugurando con el tono un nuevo momento del interrogatorio. El interrogado, tras un suspiro, responde: – Me tenía podrido. Me sacaba los pibes, les hacía la cabeza, me ponía la gente en contra. Se hacía el santo tratando de rescatar a los que estaban conmigo. Me vino a denunciar acá. Fue a la radio esa… – Bueno, basta – interrumpe Giménez: – Tenés que sacar del medio al Javier ese. Si está más o menos bien, ya debe estar haciéndose el vivo y contándole a los pelotuditos como él. Si quedó mal… peor: le va a contar a los parientes, arrepentido, o va a ir a llorar a cualquier lado. Y si no lo sacás del medio en cuanto te vayás de acá, lo van a encontrar los de la murga y te va a mandar al frente. – Se hace un silencio. – ¿Entendiste? – agrega el sub-comisario. – Sí – responde Colgate. Nadie se mueve. Giménez mira a Colgate intentando sugerir algo con su gesto. Colgate está bastante confundido. Giménez, mediante movimientos veloces y entrecortados, como si fuera un mecanismo respondiendo a un programa cibernético golpea con su palma derecha abierta en el pecho de Colgate, sobre el bolsillo de la camisa, luego cierra el puño, da un tirón quedándose con el atado, el bolsillo y todo, dirige su vista a la ventana abierta de la oficina y arroja a través del hueco lo que atrapó en su mano. Vuelve su cuerpo hacia su esbirro y pegándole la boca al rostro, espeta: – ¡Andá!

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Javier está solo. Asándose en su cuarto recientemente construido, con techo de chapa. Atraviesa un tramo destechado de su casa, pisando tierra en polvo, e ingresa a la parte principal, que es la que da al frente y ya tiene hecha la losa. En cueros y descalzo sobre el cemento del piso, abre la heladera, toma agua de un botellón de plástico y se arroja el restante contenido en la cabeza. Está nervioso y ansioso. Cierra la heladera y deja caer el botellón dentro de la pileta con los platos sucios. Prende el último cigarrillo que le queda y golpea la mesa, enojado porque a esa altura ya debería haber recibido el dinero para comprar más, y para el faso que ahora mismo se quisiera hacer, y para todo lo que quiere sin tenerlo. Y mientras pasa el tiempo sin que llegue el premio de su hazaña, llegan los recuerdos y los remordimientos. Crece la ansiedad. Empieza el miedo.

Entra su hermana, Laura, que antes de abrir la puerta ya venía hablándole desde la calle. Alterada, compungida, enojada, no para de deambular y decir cosas, con lágrimas en los ojos. Javier ni la mira. – Mataron al Juanca: ¿entendés, boludo? – dice la chica dirigiéndose a su hermano. – ¿Tenés tabaco? – pregunta Javier. Su hermana se indigna, intenta discutir sin que él se lo conceda. Ella intuye algo que la deja inmóvil, muda y boquiabierta. Él la mira. Pasan los segundos. Él vuelve la vista hacia otro lado. Ella dice, en voz baja: – Fuiste vos… – Él grita: – ¡Calláte, boluda! ¡Dejá de decir pelotudeces! – Ella se desploma sobre una silla y apoyando sus codos en la mesa se sostiene la cabeza entre las manos rompiendo en llantos convulsivos. Balbuceando, repite: – Fuiste vos. – Basta, forra – grita Javier. Ella estalla en un grito sostenido y varios segundos después, sin alcanzar a dominarse, llega a decir, sollozando: – Cuando se entere mamá… – Javier le pega un cachetazo y la deja llorando a los gritos sobre la mesa mientras él vuelve al horno de su pieza. Pasa el tiempo. El muchacho se empapa en sudor. Llora. Tiembla. Se agarra la cabeza. Apoya el cañón de la pistola en su sien derecha y dispara.

Minutos después, Colgate, fingiéndose tranquilo, llama con golpes medidos a la puerta de la casa. Viendo que la hoja de la misma empieza a abrirse, compone una sonrisa nerviosa. Se asoma la hermana de Javier, desencajada. La sonrisa de Colgate se transforma en expresión de pánico y la chica le encaja un puñetazo en la nariz. Mientras él tiene el impulso de inclinar hacia abajo la cabeza, levantando una mano para tocarse el lugar en que acaba de recibir el golpe, que ya sangra, ella lo agarra de los pelos gritándole y acusándolo de haber comprometido a Javier en el asesinato de El Negro Juanca. Colgate la toma de la cabeza tapándole la boca mientras mira a su alrededor y la empuja hacia dentro de la casa cerrando la puerta tras ellos. Ella le pega, lo araña, lo escupe. Él la toma de los pelos y le golpea la cabeza contra la arista que forma una pared de ese ambiente con la del pasillo que conduce al fondo de la casa. La arrastra hasta la pieza de su hermano, donde encuentra el cuerpo inmóvil, tumbado de costado sobre la cama. Empuja a Laura alejándola de sí y tomando la mano del cadáver que permanece cerrada blandamente sobre la culata de la pistola, aprieta y dispara varias veces contra el cuerpo de la chica.

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Colgate vuelve a la villa en que vive. Entra en su casa. Se baña, se cambia. Recoge merca, pepas, faso y paco; un revólver y una pistola; la plata que le queda. Mete todo en una mochila, cierra por dentro las ventanas con candados y cadenas, le pasa llave a la puerta y se va. Camina hasta una avenida dispuesto a tomar el primer transporte que pueda alejarlo de allí. Pasa el premetro. Lo toma. Combina con el subte. Baja en cualquier lado. Caminando, se aleja del recorrido del subte. Se dirige hacia un teléfono público, prende un cigarrillo, inserta una moneda, llama y habla. Camina hasta otra avenida, toma un taxi. En el bar de un gimnasio, sentado en una mesa desde la que puede ver a través de un ventanal enorme a decenas de personas que caminan, trotan o corren sin desplazarse, se encuentra con su proveedor, quien luce atuendo apropiado para jugar al tenis. Le cuenta que hubo problemas mediante una versión que no lo deja a él mismo demasiado mal parado, y disimula un poco los alcances de las dificultades temiendo quedar en el lugar exacto por el que alguien creyera más conveniente cortar. Entrega dinero que corresponde a tratos previos y ofrece la mercadería que no llegó a vender. El proveedor se inquieta al caer en la cuenta de que Colgate acudió a la cita cargado. – Falta que me digas que tenés un par de fierros en la mochila… – dice el tipo. Colgate luce sus dientes característicos en una sonrisa que no alcanza del todo a componerse, y no dice nada. El tenista, que apenas pasa los treinta años, tras unos segundos de mirarlo en silencio, le dice: – Sos un pelotudo, Colgate.

Tras dejarle al tipo la mayor parte de la plata que pensaba conservar, y cargado con la mercadería cuya devolución no fue aceptada, Colgate se fue con la orden de no volver a llamar nunca al teléfono a través del cual entraba en contacto con el proveedor. Éste, antes de despedirse, le entregó un teléfono móvil, diciendo: – Yo te llamo. No te desprendas de esto. – Colgate sintió en el momento la sensación de que bajo sus pies ya no estaba el piso. Sopesó el aparato del tamaño de un ladrillo y probó con torpeza maneras de portarlo. Lo metió como pudo en la mochila. Salió a la calle, se mareó, se apoyó con una mano en la pared del frente de una casa y vomitó sobre las baldosas de la vereda. Temió llamar la atención. Se enderezó y encendió un cigarrillo. Caminó, tomó un tren, se bajó unas estaciones después y volvió a caminar. Alquiló una pieza por San Cristóbal.

En la villa en que vivían Javier y Laura, dos ataúdes conteniendo sus restos desfilan por las calles embarradas bajo una lluvia copiosa, portados por amigos y parientes, seguidos por muchachos que ocultan sus rostros con sus prendas y hombres y mujeres que transpiran sus camisas y remeras descoloridas aplastados por el calor y la humedad. La madre de los muertos encabeza la marcha. Recibe el pésame de los vecinos al paso de la patética procesión. Las mujeres que la saludan, lloran, como ella lo estuvo haciendo hasta el momento. Ahora luce una cierta frialdad de estratega en el campo de batalla que se filtra entre la apesadumbrada expresión de su rostro y el aspecto cansino de sus movimientos.

Doblando una esquina, unos doscientos metros por delante de la procesión ingresan a la calle por la que se desplazan los féretros los “Fantasmas del suburbio”, seguidos por mujeres y hombres de la villa en que vivía Juanca, y más jóvenes con las cabezas cubiertas por remeras anudadas en la nuca. Sus instrumentos concretan un ritmo lento y solemne que sin embargo no deja de sonar como el característico de murga. Avanzan caminando en actitud acorde a las circunstancias. Pero algunos niños de la villa que los recibe, ajenos a la tragedia en curso, bailotean al paso de la murga con sus seguidores, dan saltos grotescos y realizan sonriendo gestos ampulosos, sin dejar de percibir que no logran de este modo integrarse al rito de los otros.

 La procesión portadora de los féretros se detiene. Hay tensión. Poco después, a cincuenta metros de los que la encabezan se detienen los “Fantasmas del suburbio” y quienes vienen siguiéndolos. De entre ellos se adelanta uno de los muchachos con su identidad oculta. A mitad de camino entre ambas procesiones detenidas se quita la remera que cubre su cabeza. Es Ramiro, el novio de Laura – un pibe de quince años. Antes de abrazar a la madre de los chicos muertos ya estaba llorando. Tras una breve deliberación en la que participan Ramiro, la mamá de su novia muerta y algunos portadores de los ataúdes, seis de éstos se llevan el cajón con los restos de Javier por un pasillo y la procesión retoma su marcha llevando el que contiene los de Laura. Los locales avanzan y adelantan a los que llegaron de la villa vecina, casi rozándolos al paso. Los que vienen con los “Fantasmas del suburbio”, detenidos y apretados contra el borde de la calle de barro, silenciosos, los contemplan mientras pasan. Tras el hombre que en la procesión local camina en cola, se incorporan a la marcha. Vuelven a batir los parches. Ahora los niños acompañan a distancia atravesados por asombros novedosos que arrasan con sus risas.

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 Un par de días después, la mamá de Laura y Javier se plantó junto a Ramiro frente a la casa de Colgate. Golpeaba la puerta y gritaba: – Salí. Da la cara. – Ramiro profería insultos. Los vecinos de las casas cercanas comentaban que últimamente no veían a Colgate por ahí. Fueron acercándose muchachos y muchachas con la típica remera en la cabeza. Iba cayendo el sol cuando la madre de los muertos aceptó una propuesta de los chicos. Dos muchachas y dos muchachos partieron en función de concretar lo resuelto. Ya de noche, volvieron los cuatro cargando cada uno una mochila con dos molotovs. Las sacaron y las repartieron entre los demás, ya dispuestos a encenderlas. La mamá de Javier y Laura hizo un gesto que los detuvo, diciendo: – Esperen, esperen – y dirigiéndose al joven más cercano a ella: – Dame la primera a mí. De esto tengo que hacerme cargo yo… – El chico le alcanzó una botella, ella la sopesó, la miró, dirigió la mirada hacia la ventana del piso superior de la casa de Colgate y pidió con tranquilidad: – Encendémela, querido. Haceme el favor… – Sujetando la botella con su brazo derecho, lo llevó hacia atrás y la lanzó. La molotov estalló contra la reja de la ventana cerrada cubriéndola de llamas. El fuego chorreó sobre el frente de la casa y se arrastró por su estrecha y exclusiva vereda de cemento. Los muchachos se sacudieron en exclamaciones desafiantes y gestos eufóricos. Arrojaron otras dos botellas. La madre de los muertos los tranquilizó: – Sin alterarnos, chicos. Sin alterarnos. Tranquilitos.

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 Cada una de las aberturas que dan al frente sufrió un impacto incendiario. El fuego se extendió hasta la mitad de la calle de barro. Los que habitan las casas cercanas las abandonaron y salieron a la calle. Hubo intercambios de gritos y gestos de preocupación. Los muchachos con cabeza cubierta fueron llamándose a silencio a pedido de la mamá de Laura y Javier. Un adolescente que acababa de salir de una casa vecina golpeó a uno de los amigos de Ramiro. Se tomaron a golpes. Algunos de los que estaban cerca de los que peleaban se sumaron a dar trompadas y patadas y otros a separar y poner calma. La madre de los muertos fue tranquilizando a los suyos, y los adultos del lugar, más preocupados por resolver la situación que por ganar discusiones o peleas, intervinieron en el mismo sentido. Los gritos se acallaron. La mamá de Javier y Laura, ordenó: – Basta, muchachos. Guarden las botellas que quedan. Sino, vamos a terminar perjudicando a esta gente que no tiene nada que ver.

La villa en que radica la casa de Colgate es más antigua que la de Javier y Laura. Todo el mundo ya levantó paredes de ladrillo. Pasillos angostos separan esa casa de las aledañas. Y Colgate tiene la cocina en el fondo. Los daños se redujeron a los ambientes del frente de la casa. El fuego no alcanzó la garrafa ni se contagió a otras viviendas. A pedido de la madre de los muertos, los que la acompañaban se fueron retirando. Llegaron los bomberos y la policía. La mamá de Javier y Laura se fue tras la extinción de la última llama.

Al día siguiente Giménez y sus hombres allanan la casa de Colgate. En la comisaría le toman declaración a la mamá de los jóvenes difuntos. Toman también declaraciones a otros vecinos y gente relacionada con los últimos sucesos. La madre de Javier y Laura es trasladada a Tribunales. Integrantes de la murga que dirigía El Negro acuden a un abogado que en un par de ocasiones estuvo en el local en que ensayan -dando unas charlas sobre cuestiones sociales y derechos- y lo ponen en contacto con la mamá de la novia de Ramiro. Colgate no aparece. La madre de los muertos pasa esa noche detenida y vuelve a casa al caer de la siguiente. Por las calles y pasillos de ambas villas se dice que la policía protege a Colgate. -¿Cómo es la cosa? ¿Todo el mundo sabe dónde se puede comprar droga y la policía no? ¿Nos toman por estúpidos? ¿Allanan ahora que se sabe que no está? ¿Primero le dan tiempo a que limpie todo y después allanan? –Tres días después, vecinos de Javier y Laura, del Negro Juanca y de la zona en general, se congregan frente a la comisaría acompañando a la mamá de los finados, a Ramiro, a los “Fantasmas del suburbio”, sin que falten los muchachos y las muchachas con sus rostros cubiertos por remeras anudadas en la nuca. Se expresan con sus voces, sus tonos y sus gestos, prescindiendo de carteles y pancartas.
De espaldas a un inmenso ventanal que da a un lago, sentado en un sofá, con los pies apoyados en una mesa ratona, en cueros, un hombre de unos cincuenta años está viendo el evento en la pantalla de su televisor. La calle y las veredas en la cuadra de la comisaría están atestadas de gente. El hombre toma con la mano izquierda un teléfono de dimensiones similares a las de una caja tradicional de fichas de dominó y con la derecha marca números. El proveedor de Colgate, ahora vistiendo camisa y pantalón pinzado, con un diario desplegado entre sus manos, sentado a una mesa de un bar elegante, atiende un teléfono igual que el anterior. Quien lo llamó, le dice: – Citalo.
El hombre de la casa junto al lago, ya de pie frente al inmenso ventanal, realiza otra llamada. La atiende el jefe de Giménez. Hablan. Luego, el comisario hace acudir a Giménez a su oficina.

Asesorada por el abogado que le presentaron los murguistas, la madre de los muertos se convierte en querellante. Acusa, en general, al personal de la comisaría con jurisdicción en esa zona, y en particular a Giménez y a su jefe, atribuyéndoles la principal responsabilidad en la muerte de sus hijos. Los folios de la causa abierta hacen mención de la bala que quedó en el piso del local en que la murga ensaya, cuando Javier mató a Juanca; de la pistola reglamentaria –aunque con el número de serie limado– que su cadáver sostenía, con la que se realizaron los disparos sobre Laura; de los testigos que vieron entrar y salir de la casa de estos chicos a Colgate; de las sucesivas marcas en el rostro de éste y de las contusiones y heridas en su cuerpo; de quienes vieron a la policía sacándolo de su casa anteriormente, ese mismo día; del hecho de que los tres muchachos que solían andar junto a Colgate no volvieron a ser vistos saliendo de sus casas desde que Juanca fue asesinado; del hecho de que la policía no haya tenido nada que preguntarles a estos tres y se haya tomado el tiempo que se tomó en allanar el domicilio de Colgate. Y, en fin, de montones de antecedentes coherentes con el sentido de las acusaciones en las trayectorias de Colgate, el comisario y Giménez.

Un chico de unos diez años, con gorro de lana y botas de plástico amarillas, cubierto por un nailon transparente que deja ver su campera color ladrillo, lleva lentamente un carro tirado por un caballo viejo. El aire frío condensa su aliento dando la apariencia de agregar niebla a la niebla. El invisible sol del mediodía apenas logra filtrar una pizca de su luz entre los nubarrones. El caballo tirando del carro que conduce el niño atraviesa un predio baldío de superficie equivalente a la de varias manzanas por un camino embarrado que a fuerza de tránsito fueron abriendo durante décadas los vecinos de los barrios circundantes. Desde la altura que alcanzan sus ojos, sentado en el pescante, el chico ve algo entre los arbustos que llama su atención, unos treinta metros hacia su izquierda. Detiene el carro, baja y se acerca. Es un cadáver desnudo, envuelto en alambre de púas, cubierto de cortes y agujeros, desdentado y con los ojos reventados. Lo identifican tras el aviso del chico y varias vueltas de engranajes jurídicos y médicos: es el cadáver de Colgate.

Para entonces, los muchachos que andaban con él abandonaron la ciudad, Giménez está prófugo y al comisario lo trasladaron a un destino alejado con un cargo conveniente.

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