El primero

Autor: Claudio Díaz
Ilustraciones: Quique Alcatena

Oghrghr se sentía muy mal. No en un sentido físico, aunque tenía hambre y eso nunca era bueno, sino de otra manera más intensa, más dolorosa. No tenía una palabra para lo que lo afligía, ya que el lenguaje de su pueblo era todavía muy rudimentario. Pero lo cierto era que se sentía terriblemente mal.

El pequeño hominino se hallaba sentado en la pendiente del acantilado, a medio camino entre la base y la cima, ante una oquedad formada por un deslizamiento de rocas. Por una de esas raras casualidades dos grandes piedras habían caído casi verticales, separadas entre sí, y sobre ellas se había deslizado otra más grande a modo de techo. Era ésta una gran losa rectangular cuya base se apoyaba en el fondo de la oquedad, mientras el vértice opuesto se elevaba sobre su cabeza. No era una caverna en toda regla como las que habitaban sus antiguos compañeros de la tribu, pero era su refugio y su hogar, el hueco que había encontrado para protegerse del dios lluvia, del dios viento y del dios rayo. Además, el extremo superior de la gran piedra se parecía vagamente a una cabeza, y eso intrigaba y fascinaba a Oghrghr.

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Desde su refugio podía, sin ser notado, espiar al resto de sus congéneres, reunidos allá abajo a la entrada de las cuevas, y observar cómo disfrutaban de la vida simple pero alegre que les brindaba el dios río. Con el alborear del día los machos partían de cacería, mientras las hembras se alejaban hasta la orilla para lavar los alimentos y las semillas, recoger frutos o juntar ramas y cortezas. Unos pocos, los más ancianos y los niños, quedaban detrás en las cuevas para cuidar al dios fuego y evitar que las alimañas saquearan sus reservas. Cada uno tenía su tarea y respondía por ello, y así se garantizaban un lugar dentro de la tribu. Todos excepto él.

Claro que no siempre había sido así. De pequeño se había mezclado y jugado con los otros cachorros; al crecer, como no tenía la destreza suficiente para participar en las cacerías ni la fuerza necesaria para hacer frente a los enemigos, había sido dejado de lado. Era cierto que había demostrado una notable habilidad para trabajar la piedra, pero no tenía la constancia que hacía falta para lograr una hoja afilada y perdía el tiempo intentando replicar formas de la naturaleza que no tenían utilidad práctica o interés para la tribu. Al fin, cuando se retiraron los dioses del frío y del hielo hacia el norte, Fragg, el bruto jefe del clan, lo expulsó de las cuevas.

Oghrghr vivía de lo que podía encontrar: raíces, hojas, algunos frutos que hubieran escapado a las atentas miradas de las hembras y, con mucha mayor fortuna, algún roedor extraviado. No era una vida fácil. Sabía que tarde o temprano los dioses de la naturaleza le darían la espalda y moriría de hambre. Por esa razón era incapaz de hacer a un lado el molesto sentimiento combinado de soledad, temor y autocompasión que lo agobiaba.

Intentaba distraer sus pensamientos con la tarea que tanto lo había apasionado y tan inútil le había resultado a sus antiguos compañeros: el arte figurativo. Podía haber hecho las mejores puntas de lanza si lo intentaba, y quizás de ese modo encontrar un lugar de regreso en la tribu, pero la ingratitud de sus congéneres lo había hecho desistir. Prefería trabajar la madera, el hueso y la piedra a su manera, lo cual, una vez realizado, le daba dos satisfacciones. La primera, esa sensación cálida y vigorizante de haber creado un objeto artístico nuevo para el mundo. Y era cierto; de sus manos surgían representaciones más o menos cercanas a ciervos, bisontes, monos, aves y, de vez en cuando, alguna figura estilizada que simbolizaba a su propia especie.

La segunda razón era menos estética, aunque mucho más importante para él. Luego de asegurarse de que el grupo de cazadores se había alejado detrás de alguna gran presa, se deslizaba en silencio hasta la orilla del río cercano y se acercaba a las hembras que recogían frutos y semillas. Su habilidad para la talla tenía la virtud de asombrarlas y seducirlas, sobre todo cuando se trataba de aquellas raras piedras translúcidas que sabía extraer de las paredes de roca de las grutas, o esas otras que encontraba en los lechos de los ríos y que brillaban tanto bajo el sol como el fuego de las hogueras. Entonces las homininas dejaban que el marginado se acercara y le ofrecían su compañía en agradecimiento. Estos encuentros aislados, no del todo inocentes, eran lo único a lo que podía aspirar; pues conseguir pieles o presas capaces de comprarle una esposa estaba por completo fuera de su alcance.

Además de dedicarse a las tallas pequeñas, Oghrghr tenía otra distracción. La curiosidad que sintió en un principio ante el apenas esbozado rostro de la piedra que le servía de techo dejó paso luego a una obsesión por realzar esta semejanza, y con la ayuda de otras rocas más duras iba tallando el gigantesco bloque poco a poco. Invisible para cualquiera que pasara por allí, aunque claro como el agua para él, un gigante se abría paso desde el interior de la piedra gracias a sus golpes certeros. En su lenguaje rudimentario se decía que los dioses de la tribu le habían dado la espalda; quizás era tiempo de tener un dios personal, aunque lo tuviera que fabricar con sus propias manos.
Sonrió para sí al recordar a Aghera, la joven y atractiva pareja del jefe. Quizás por picardía, o tal vez para vengar alguna afrenta oculta, había sido una de las hembras que más libertades le había permitido. ¡Ah, la sensual Aghera! Pero se había burlado de él y de su gigante de roca, y no había querido acercarse a verlo. “Que venga tu dios a verme a mí, si tan poderoso es”, le había contestado entre carcajada y carcajada.
No era fácil tallar a su dios, debía mantener el equilibro sobre el tronco que usaba como asiento y evitar las esquirlas que caían sobre su rostro, pero poco a poco iba revelando la imagen estilizada del gigantesco personaje.
Estaba tan concentrado en la tarea que, cuando oyó los gritos furiosos acompañados del ruido de los cuerpos trepando cuesta arriba, ya era tarde para esconderse. ¡Alguien se acercaba a su refugio! En un gesto casi reflejo se encaramó a la piedra y, escondido tras ella, atisbó sobre uno de los hombros del dios. Los cazadores de la tribu trepaban por la ladera desde varias direcciones a la vez; enfurecidos los que tenían esposa, riendo abiertamente los que no la tenían. Sólo le quedaba huir hacia la cima del acantilado, aunque eso apenas retrasaría el violento final. Su pánico creció cuando vio que el más cercano de sus enemigos era el propio jefe del clan, y que trepaba con una sola mano, ya que con la otra arrastraba del cabello a Aghera. Todo estaba claro, y a la vez todo estaba perdido.

El salvaje Fragg, como buen jefe ofendido, profería palabras sueltas e inconexas que pretendían sonar como terribles insultos. Nunca había sido bueno para formar frases completas y, como era el más fuerte de la tribu, jamás lo había necesitado. Oghrghr esperó a que estuviera a las puertas de la oquedad para arrojarle las piedras de tallar que aún sostenía en la mano, lo que sólo logró enfurecer aún más a su oponente. Éste le devolvió el gesto arrojándole las estatuillas que había hallado en el lecho de pieles de su esposa.

El resto de los cazadores se mantenía a una distancia respetable, listos para frenar al ofensor si éste intentaba la huida. No podían evitar disfrutar de una situación que, pese a su desenlace inevitable y sangriento, les ofrecía una pausa humorística en el correr de sus monótonas vidas.

Fragg saltaba de uno a otro lado bajo la piedra rectangular para alcanzar al pequeño hominino, pero éste lo esquivaba con la habilidad que brinda el miedo. En un arranque de ingenio poco frecuente el jefe tomó el tronco, único mobiliario de Oghrghr, y golpeó la losa repetidas veces. Aunque estaba bien asentada sobre las otras dos comenzó a moverse en respuesta a los impactos. Satisfecho con el descubrimiento, el bruto desechó el tronco y comenzó a embestir con su propio cuerpo las piedras que hacían las veces de paredes. Una y otra vez se lanzó contra ellas, primero a la derecha, luego a la izquierda, hasta hacerlas tambalearse de manera visible.

Es probable que en el último instante fuera consciente de su propio error, aunque tarde ya para corregirlo. El gigante tallado en piedra cayó sobre Fragg con todo su peso, como era de esperarse, y resbaló sobre su cuerpo destrozado ladera abajo.

Los restos del jefe fueron esparcidos por todo el camino, aplastados y desgarrados en un río carmesí por la gran piedra que, al acabar su caída, golpeó contra una roca horizontal y se irguió por obra de la inercia como un gigantesco dios enfurecido frente a la entrada de las cuevas, con su hosca mirada pétrea dirigida hacia los restantes homininos. Éstos quedaron hondamente impresionados por el resultado, pero lo que más los impactó y convenció del poder verdadero del dios de piedra fue que, en todo su trayecto cuesta abajo, había mantenido a Oghrghr indemne sobre su espalda. El marginado ahora reía y aullaba como un conquistador orgulloso de su victoria, abrazado al cuello de su deidad personal.

No sería el último, pero fue el primero del linaje humano en fabricarse un dios que lo elevara por encima de sus congéneres.

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