El mejor amigo
Autor: Claudio Díaz
Ilustraciones: Quique Alcatena
Elías Uribelarrea despertó poco a poco, saboreando los últimos instantes de sueño como acostumbraba hacer cada mañana. La luz del sol entraba suave en el amplio dormitorio que compartía con su esposa, y un perfume a tilo llegaba desde las copas de los árboles cercanos. Tan sólo el rumor que producía la brisa entre las hojas y el canto suave de los pájaros alcanzaban el interior de la habitación; cualquier otro ruido parecía haberse apagado como estuviera en temporada de vacaciones.
Vacaciones, viaje… El eco de un recuerdo apenas consciente le hizo girar la cabeza para comprobar que se encontraba solo en el lecho amplio y lujoso. Entonces todo volvió como el golpe de un rayo: el accidente en la ruta, la explosión, el dolor y… ¡Estaba muerto!
La conmoción lo hizo incorporarse, ahora despierto por completo. Hallarse en la habitación tan familiar era agradable y perturbador a la vez. Se asomó a la ventana que daba al fondo de la casa. Todo estaba igual, como si nunca hubiese emprendido el viaje. Y, sin embargo, estaba seguro de haber muerto. El dolor físico intenso, el humo en los pulmones y la sensación de impotencia al no poder escapar de los hierros retorcidos no eran fáciles de olvidar.
Dio dos pasos hacia el armario, lo abrió y se sorprendió al encontrar toda su ropa en orden y lista para vestir. Allí estaban sus mejores trajes, sus corbatas, sus zapatos, sus camisas y su indumentaria deportiva. Todo limpio, más que limpio. Examinó con placer cada prenda y comprobó que estaban relucientes, como si nunca las hubiera utilizado.
Sintió curiosidad por saber si él también había sido objeto del mismo tratamiento. Se asomó al baño y se observó en el espejo. La imagen que le devolvió era al menos veinte años más joven de la que esperaba hallar. Y comprendió que había rejuvenecido en verdad, ya que podía ver su reflejo sin la ayuda de los lentes, los cuales se encontraban sobre la mesa de luz y por lo pronto allí se quedarían. Lo más extraño de todo era que no experimentaba ningún desconcierto al hallarse en un estadio posterior a la muerte. Pensó que quizás esta aceptación calmada fuera una parte natural del proceso.
Se vistió con sus ropas deportivas preferidas, como si se tratara de un domingo más. El tacto de la tela era el de siempre. Los muebles también, eran tan sólidos como lo habían sido en su vida anterior. Sus ideas sobre un más allá se habían encontrado más cerca de lo etéreo y de lo incorpóreo, de las nubes y de los ángeles, por lo cual estaba sorprendido y desconcertado ante esta recreación tan real de su propia casa. Y, por otra parte, no estaba muy seguro de haberse comportado como un alma que merezca ser premiada con el cielo. Más bien lo contrario.
Quizás había recibido la gracia porque él también era una víctima. Lo era ahora, por lo menos. Había muerto con rapidez, sin tiempo para analizar las causas, y sin embargo podía apostar que la explosión no había sido accidental. Alguien había saboteado su auto para quitarlo del medio, para apoderarse de sus negocios o para librarse de su influencia. Alguno de sus múltiples enemigos, pues tenía muchos, había decidido eliminarlo.
Porque Uribelarrea no había perdido el tiempo que se le había otorgado en la tierra. Había amasado una fortuna desde sus cargos políticos y establecido alianzas con personas poderosas e influyentes, aprovechando negocios turbios sin involucrarse demasiado y dejando que otros pagaran los platos rotos, o apoderándose de riquezas y posesiones en litigio. Pero había sido astuto y nunca le habían podido probar nada. Su círculo de abogados, sus numerosos testaferros y su pequeño ejército de guardaespaldas le habían permitido alcanzar una madurez segura y tranquila. Al menos, así lo había pensado.
Recordó a su esposa. Alguna vez la había querido, o algo parecido, pero luego ella se había ido transformando en lo que había sido en realidad: una imagen conveniente, un objeto decorativo que le aportaba nivel y distinción, un lazo con una familia importante que había actuado como respaldo de sus negocios turbios. Se preguntó por un momento qué había sido de ella, puesto que viajaba en el asiento del acompañante esa misma mañana de la tragedia. O bien había salido indemne, lo que encontraba difícil, o se hallaba agonizando en alguna clínica, y por ello no se encontraba allí. ¿Quizás estaba en el infierno? No, era una tonta que jamás se había percatado de los negocios de su marido ni de los de su padre, y dedicaba su tiempo libre a sus amigas y a su fundación benéfica. Bien, al fin y al cabo no le importaba.
Pero entonces recordó a su mascota, a su fiel León, que viajaba junto a ellos en el asiento trasero del vehículo. Él sí le importaba, puesto que había sido su fiel amigo canino durante casi dos décadas, el único lazo afectivo sincero que poseía. Un sentimiento de dolor se le coló en el pecho, la primera emoción negativa del día, hasta que escuchó llegar sus ladridos alegres desde el otro extremo de la casa.
Uribelarrea hubiera podido llorar de alegría si hubiese sido una persona más emotiva. Apuró el paso a través del salón en dirección a la antesala. Allí afuera estaba León, con las patas delanteras apoyadas sobre el vidrio del ventanal, rascando con las uñas para llamar la atención de su amo. Él también se veía joven y vital, como en su mejor momento.
Apenas Uribelarrea abrió la puerta que, contra toda costumbre, estaba sin llave. Dueño y mascota se fusionaron en un abrazo y las risas del hombre se mezclaron con los ladridos de alegría del perro. Elías no pudo evitar que una sonrisa se le dibujara en el rostro y que los ojos se le humedecieran. Aún recordaba aquel lejano día en el cual lo había adquirido, apenas un cachorro, recomendado por un entrenador canino que le había asegurado que sería el perro guardián por excelencia. Era pequeño, un ovillo de pelo blanco y negro que ya entonces dejaba entrever su fidelidad y su buen corazón. Con el tiempo supo que lo habían engañado, pero ¿cómo resistirse a los gestos constantes de cariño, al compañerismo, a la entrega desinteresada? Por supuesto, había tenido que comprar otros perros adiestrados para su seguridad, con los que nunca había tenido trato ni simpatía. León le había dado mucho más que eso. Era su cable a tierra, su referencia, su pequeño pedazo de vida sin mancha ni falsedad. Alguien que lo quería de verdad, que lo daba todo sin pedir nada a cambio.
Uribelarrea soltó a su mascota, la que se introdujo en la casa tras dar algunos saltos festivos, y observó la calle solitaria detrás de las rejas que lo separaban del mundo. La garita de vigilancia estaba desierta. No se veía ni oía automóvil alguno.
Atravesó el jardín, un jardín que le pareció más verde y florido que nunca, con colores que no recordaba haber visto desde su niñez, y se acercó al enrejado. El pasto estaba cortado tan prolijamente como jamás lo había visto, excepto en fotografías. Recordó lo difícil que era encontrar un buen jardinero y cuán poco le duraban, al menos a él, que era inflexible con sus empleados.
Como suponía, la puerta principal que daba a la calle estaba sin trabar y se asomó, por una vez, sin temor y con una gran curiosidad. A lo lejos, a una cuadra de distancia, un chico jugaba con su mascota, un collie de pelo largo, sin nadie que los cuidara. Bueno, estaban en el cielo, ¿qué podría pasarles?
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el regreso de León, quien comenzó a saltar alrededor del hombre para demostrar su profunda alegría. Llevaba en sus fauces la correa de paseo. Elías comprendió y accedió al deseo de su mascota. Él también tenía interés en explorar el barrio celestial. Pero la correa quedó allí en el jardín.
El camino a la plaza, que tantas veces recorrieran acompañados del custodio de turno, los alejaba del chico que había visto, aunque confiaba en cruzarse con otras personas que pudieran satisfacer sus preguntas.
Al llegar a la esquina más cercana, allí donde esperaba encontrar un terreno cercado en venta, comprobó con sorpresa que aún se levantaba la vieja casona de la señora Lemercier. No se veía en ruinas como en los últimos años de vida de la anciana, sino como debió haber sido en su mejor momento. Los gatos de la mujer entraban y salían a través de la ligustrina. Uno de ellos, con parsimonia felina, lo miró y bostezó para luego colarse bajo las plantas de vuelta al patio de la casona. Quizás la señora, si estaba en casa como esperaba –había muerto un año antes que él–, le podría explicar por qué este cielo se parecía tanto a la tierra.
En el jardín delantero, sentada junto a los escalones de la entrada, una mujer de unos cuarenta años jugaba con los gatos. Elías pensó que podía tratarse de alguna hija fallecida de la dueña de casa, pero cuando esta alzó la mirada y le sonrió, descubrió que era la misma señora Lemercier con cinco décadas menos. Le devolvió la sonrisa con una inclinación de cabeza mientras recordaba que, en vida, jamás la había soportado ni dirigido siquiera una palabra de cortesía.
Quiso acercarse a la edificación, tal vez era un buen momento para conocer a su vecina. Pero el deseo murió pronto en su interior, reemplazado por una apatía feliz que no supo explicar, y continuó caminando tras León hacia la plaza cercana.
Al llegar comprobó, como esperaba, que había más gente en este paraíso. Reconoció a unos pocos como vecinos fallecidos, los cuales lo saludaron con una inclinación de cabeza o un agitar de manos, pero poco más. Quiso acercarse a alguno de ellos para satisfacer su curiosidad, pero León con sus juegos le exigía toda la atención, y para Uribelarrea el reencuentro con su mascota era lo más importante, incluso en esta situación tan extraña.
El tiempo pasó fugaz entre juegos y diversión. León no daba muestras de cansarse. Más raro aún, Elías tampoco sentía cansancio alguno. Tan sólo una ligera incomodidad por no poder concentrarse en el verdadero problema, que era dilucidar por qué se encontraba allí y qué podía esperar de esta nueva vida después de la muerte. Más de una vez intentó acercarse a alguno de los vecinos, entablar conversación con ellos, pero esa extraña apatía feliz apagaba su inquietud. En un momento dado su adorada mascota dio señales de querer regresar al hogar y el hombre la siguió. Apenas miró a las personas que permanecían allí, con la sensación incierta de que no había aprovechado la ocasión para encontrar respuestas a sus interrogantes.
Tras una corta caminata de regreso, ambos compañeros entraron a la casa y se dirigieron hacia la cocina. Elías supuso que su mascota podía tener hambre, a pesar de ya no estar atada a las necesidades terrenales, y le sirvió con generosidad. Sintiera hambre o no, León se dedicó a su comida con tanta devoción como de costumbre.
Uribelarrea lo observó con satisfacción. Se sentía muy bien, extrañamente bien. Pero tenía curiosidad sobre su nuevo cuerpo y pensó que haría bien en satisfacerla. Extrajo una botella de champaña de la heladera –en vida siempre había tenido una disponible–. Apenas lo probó le pareció el brebaje más delicioso que degustara, por mucho. O quizás sus nuevas papilas gustativas poseían una sensibilidad mucho más eficiente que las anteriores.
Sin embargo, notó con extrañeza que no todo era perfecto. La etiqueta de la botella presentaba un texto simulado. El diseño era correcto, el tamaño y el tacto también, pero donde debían figurar el logotipo de la marca y la descripción del contenido había una jerigonza incomprensible. Abrió las puertas de la alacena de par en par y comprobó lo mismo en el resto de los envases de alimentos. Todos tenían textos simulados.
Se aferró a esta curiosidad antes de que desapareciera. Fue hasta la biblioteca, o al menos a la reconstrucción que en el cielo habían hecho de su biblioteca, y tomó un libro al azar. Confirmó lo que sospechaba: las portadas eran simples garabatos de colores y las páginas estaban en blanco. Todos los libros estaban en blanco. Mientras tanto, desde la cocina llegaba el sonido que hacía León al masticar su comida.
Tomó el control remoto de la mesa ratona y encendió la pantalla plana. Cambió de canal en canal, pero en todos encontró la misma emisión, una combinación de colores y formas aleatorias de suave movimiento, acompañadas de sonidos azarosos aunque de algún modo agradables. Supuso con algo de humor que el cielo debía estar en manos de un grupo de ángeles amantes de la psicodelia. Todavía podía oír el sonido que hacía León, entretenido, al devorar su comida.
La única manera de encontrar una explicación para todo esto era preguntárselo a alguien directamente. Iría a ver a su vecina, la dueña de los gatos. Pero nada más llegar a la antesala su intención perdió fuerzas y sus dudas se diluyeron hasta que casi no pudo recordar por qué quería salir de la casa. Sólo escuchaba, proveniente de la cocina, el sonido que hacía León al masticar su comida.
Luchó por recuperar el hilo de sus pensamientos. Quería saber algo y estaba por salir a la calle para averiguarlo. ¿Qué era? ¿Tenía algo que ver con la vecina? No podía asegurarlo. Cerró los puños con fuerza y los apretó contra sus sienes. Quería saber algo… quería saber algo…
Desde la cocina llegaba el sonido que hacía León al masticar su comida.
Y entonces lo supo. No era su cielo. No era una recompensa personal. Era el cielo de León, de su mascota, y él estaba allí porque era valioso para el animal. Sólo por eso. No tenía voluntad propia ni utilidad más allá de alegrar a su perro querido. Quiso gritar, quiso rebelarse, quiso ser dueño de sus propios actos otra vez. Era un hombre, era poderoso, era temido y odiado. Quería el control de su destino, quería… Su pensamiento se fue diluyendo hasta desaparecer y ser reemplazado por esa apatía feliz que era su único refugio. Y olvidó todas sus preocupaciones.
Desde la cocina llegaba el sonido que hacía León al masticar su comida.
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