El horror deslizante

Autor: Claudio Díaz
Ilustraciones: Quique Alcatena

Originalmente publicado en “Relatos de otros mundos”.

¿Es usted el periodista que estaba esperando? Es un placer conocerlo; pase, siéntese por favor, póngase cómodo. Disculpe que no le dé la mano, pero algo me lo impide, je, je, je, je… Perdóneme, fue un mal chiste, pero tengo tan pocas ocasiones de reír últimamente… Sabrá usted comprender. No es fácil estar en mi lugar, conocer la verdad y tener las manos atadas al respecto… literalmente, je, je, je.
¿Su diario ha aceptado mis condiciones? ¿Publicarán todo lo que tengo para contarles sin omitir una palabra? Bien, es un consuelo. Estamos perdidos, todos perdidos, pero al menos sus lectores conocerán la abominable verdad que acecha tan cerca, tan espantosamente cerca.

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¿Ya está grabando? Gracias. Comenzaré entonces con mi relato. Hace unos meses me mudé a Villa Luna buscando paz y tranquilidad para escribir. Pero eso ya lo sabe, claro, mi nombre no le será desconocido. Mi última novela se vende muy bien; ya lo hacía antes de este triste asunto que nos ocupa, y ahora, gracias al morbo de los lectores, de nuevo se encuentra entre las más vendidas. Me lo ha dicho mi agente, que es quien paga para que mi celda sea un poco más cómoda. No, el acolchado no, ya venía con las paredes, je, je, je.

Perdone usted esta digresión. El barrio elegido era ideal para establecer mi atelier. Las casas son bajas, casi todas ellas tienen jardines en los frentes o en los fondos y de día hay abundante luz natural, así como de noche un cielo estrellado poco frecuente en el conurbano. No hay demasiado tránsito, y sólo el ferrocarril marca el paso del tiempo cada vez que llega a la estación. Eso, y las campanas… claro está. Pero ya llegaremos a ello.

Ah, contemplar estas paredes me tranquiliza. No tienen ventanas, algo que agradezco. Y no son grises, me causa pavor el color gris. Antes no. Ahora lo hace.
Bien, como le decía, me instalé en el barrio buscando escribir nuevos relatos, pero la inspiración no llegaba y opté por dar largos paseos. Cada día caminaba un poco más, recorriendo las calles misteriosamente desiertas y admirando las construcciones antiguas que, sin demasiado mantenimiento, han resistido el paso del tiempo de forma envidiable. Es un detalle que pocos conocen, pero a pesar de ser un barrio fabril aún posee casas que destacan por su estilo clásico, construidas durante los primeros años del siglo pasado. ¿Sabía usted que algunas aún conservan, junto a las enormes puertas de entrada, los hierros en forma de U para limpiarse las suelas de los zapatos? Datan de cuando las calles eran de tierra y las lluvias las convertían en un cenagal. Los zapatos, los pies, qué paradoja… No, no se sorprenda, se me pone la piel de gallina de sólo pensarlo. Ya se lo explicaré.

Los vecinos resultaron ser bastante reservados. Pero claro, yo era un completo desconocido, no es extraño que me ignorasen. En particular algunos de ellos, muy pocos, me producían una inquietud difícil de expresar en palabras. Aún no sabía nada y, sin embargo, sin razón aparente, me erizaban los cabellos. Quizás sus miradas esquivas, sus movimientos lentos, la forma en la cual cambiaban de vereda al cruzarse conmigo… Curiosamente, esa impresión era mayor a medida que avanzaba el día. Por la mañana eran todo corrección e inclinaciones de cabeza, aunque sin detenerse a conversar. Por la tarde se tornaban taciturnos, y a la noche, tras el tañer de las campanas… perdone usted, no puedo evitar el temblor.

Las campanas sonaban a la medianoche. Supuse que habría alguna iglesia cerca, aunque durante mis caminatas no pude hallar ninguna. Desde los fondos de la casa que habitaba no alcanzaba a determinar la dirección de la cual provenía su sonido, y como la escritura no avanzaba, una de aquellas noches me atreví a salir a la calle a la hora mencionada. Me detuve en medio del pavimento. El sonido parecía proceder de todas direcciones y de ninguna… y, sin aviso previo, cuando daban la última campanada, una puntada en el cráneo me hizo caer de rodillas al frío cemento.
Al recuperar mis sentidos me encontré en medio del barro. ¿Comprende usted? ¡La calle era de tierra! Tierra húmeda como si acabase de llover… ni rastros del pavimento. Pero lo peor fue que, al alzar mi vista, el barrio mismo había cambiado. No, no me había despertado en otro sitio, o caminado en sueños. Era el mismo lugar, la casa que me servía de morada aún se encontraba allí, aunque las fábricas y los depósitos ya no existían ¡Ninguno de ellos! Terrenos baldíos se hallaban donde antes se levantaban las construcciones más recientes. Sólo las casas antiguas conservaban su sitio. Y la luz, la luz de la luna les daba un aspecto… blanquecino, como de huesos, como de muerte… muerte antigua, si comprende lo que quiero decir. No la putrefacción de los cuerpos corrompidos, sino la inmovilidad de la tumba, de las ruinas, de los cementerios.
Tenía la sensación de haber pasado a otro mundo, un mundo muy cercano y a la vez ajeno, como si la realidad que todos conocemos hubiera dejado su sitio frente a otra corrupta, perversa, repulsiva. Tendría que haber regresado a la casa y haberme quedado allí hasta que amaneciera, hasta que los rayos purificadores del sol barrieran con la locura, con la pesadilla en la cual me encontraba. Pero usted ya lo sabe, mi vida gira en torno a las historias escalofriantes que escribo; lo extraño, lo temible, lo pútrido son mis fuentes de inspiración. ¡Tonto de mí!

Por otro lado, es mejor conocer la verdad. Si la muerte me alcanza, como se que lo hará muy pronto, que me encuentre advertido. Sé dónde se esconde; sé desde dónde vendrá.
Pues bien, mi oportunidad de huir y esconderme había pasado. Entonces fue cuando comenzaron a llegar los vecinos. Algunos doblaban las esquinas, otros salían de sus casas. Supuse que eran ellos, aunque no podía verlos debido a que iban cubiertos por mantas o sudarios blancos, pues, ¿quién más podría vagar por las calles a esas horas? Las campanas me habían despertado de la monotonía de la vida diaria para presenciar las manifestaciones de un extraño culto, secreto y silencioso, que se desarrollaba entre nosotros cuando no estábamos observando. ¿Qué otra explicación había para el comportamiento de los vecinos?
Luego… luego noté algo más extraño aún. Había una particularidad en sus movimientos que me inquietaba, que me ponía sin razón en estado de alerta. Sus pasos no eran exactamente pasos, eran otra cosa. Parecía que no elevaban los pies, que no caminaban, que se deslizaban sobre el barro. Sus cuerpos oscilaban hacia adelante y hacia atrás, lentamente, y con este movimiento se impulsaban. Adelante y atrás, adelante y atrás… avanzaban en mi dirección, poco a poco. Sus cuerpos bamboleantes y silenciosos despertaban en mí un miedo atávico, primigenio, aunque como le adelanté, la atracción por lo raro pudo más y me quedé allí esperándolos.

Les hablé, les pregunté, les grité bien fuerte, pero se mantenían en un macabro silencio. Me rodeaban y avanzaban con tanta languidez que no me sentí en peligro, aunque sí amenazado. Molesto, perturbado, horrorizado, todo eso también, pero no asustado. Fue entonces cuando comprendí a qué me recordaba su andar. Me adelanté hasta el más cercano con la intención de comprobar mis sospechas y, sin saber de dónde saqué la idea, le arranqué la sábana que lo cubría.

Dicen los que me hallaron que gritaba constantemente y que mis manos estaban bañadas en sangre. Es posible, no lo sé. No sé si era sangre u otra cosa. No tengo más que un vago recuerdo de haber presionado cuerpos fofos, materia blanda y viscosa, de un gris que, más que carente de color, carecía de vida… un gris apestado, cuyo recuerdo me perseguirá hasta el fin de mis días.

Pasaré el resto de mi vida encerrado aquí, así lo han decidido. Pero yo no soy un elemento peligroso. Los seres que maté no eran humanos, se lo aseguro. No sé nada sobre los cadáveres de las personas que encontraron a mi alrededor, sobre un pavimento que antes no estaba. Quizás fueron incautos como yo, que no tuvieron la misma suerte de salir con vida. No, lo que yo destruí con mis manos desnudas no eran personas, eran bolsas de materia putrescente y hedionda animadas de vida.

Porque, ahora estoy seguro, el movimiento que tanto asco me diera, ese movimiento bamboleante, repulsivo… ¡era el movimiento de las babosas, de los caracoles! Un desplazarse lento y oscilante que no tiene nada de horrendo en sí, hasta que uno lo ve realizado por esos mismos seres erguidos y a escala humana.

Ahora estoy bien, aquí estoy seguro. Me cuidan, me alimentan y me mantienen alejado de esas cosas. No corro peligro de volver a cruzarme con ellas. Tan sólo lamento que no me permitan conservar mi biblioteca, extraño mis libros… especialmente los de Lovecraft. ¿Cómo dice? ¿No lo conoce? No sabe usted lo que se pierde, je, je, je. ¡Atrapante! ¡Le cambiará la vida!

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