El hombre de la máscara

Autor: Ernesto Parrilla
Ilustraciones: Leo Cabrera

– Tráeme al doctor, hijo, ve por él.

Giuseppe corrió por las callejuelas malolientes esquivando transeúntes y carros. Los pies sucios se enterraban hasta el tobillo en los charcos de agua que la lluvia de la noche había dejado como herencia.

El hombre de la máscara - Leo Cabrera Ernesto Parrilla

El doctor vivía cerca del puerto, pero nunca estaba allí. Cuidaba a los enfermos en sus casas o en las calles, que en definitiva, no dejaban de ser sus hogares. La peste acababa con casi todos, tarde o temprano. Era el castigo de los dioses.
Reconoció la figura del doctor desde lejos. Su porte erguido, cubierto de ropas y cuero y ese pico enorme que se desprendía de su rostro, que lo asemejaba más a una gigantesca ave que a un ser humano.

– ¡Doctor, doctor! Mi madre, ella…
– Tranquilo niño – trató de calmarlo, pero más que nada, que dejara de gritar – Dime dónde debo ir.

El pequeño lo tomó de la mano y lo llevó. La muerte a su alrededor era un cuadro diario, que ya no llamaba su atención. Había visto cuerpos descomponerse por días desde que tenía memoria, y otros tantos, apilados en enormes hogueras que ardían bajo la atenta mirada del sol.
Avanzaron velozmente, pero al llegar, el doctor supo que era tarde. El brazo flácido cayendo a un lado del camastro era suficiente para determinar la suerte de la mujer.

– ¿Qué será de ti, muchacho? ¿A quién tienes? – preguntó contemplando la minúscula habitación.
– A mamá – dijo señalándola.
– Además de ella – insistió el doctor.

El niño negó con la cabeza.

Así era a diario. La peste dejaba huérfanos y familias destruidas. Y él, dentro de ese traje, detrás de esa máscara donde podía respirar un aire sin la contaminación de la muerte, solo podía esperar con ellos, aguardar a que la Parca les tuviera piedad y se los llevara. Porque no era doctor ni sabía cómo calmar el dolor de la agonía. Su misión era estar allí, una figura para llevar calma, esperanza.
Miró con lástima al pequeño, mientras esa palabra que aborrecía, que para nada lo describía, volvía a llegar a sus oídos, muy por encima de los otros sonidos, del llanto de los vivos, los gemidos de los agonizantes y las risas del diablo, que, escondido en los rincones, saboreaba segundo a segundo su victoria.

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