Disfraces

Autor: Ernesto Parrilla
Ilustraciones: Cata García

El traje le daba calor, lo empapaba de pies a cabeza, pero no podía quitárselo. Era parte de su atuendo de trabajo, en la brasería “Mr. Pollo”. Su función era la de representar al tal Señor Pollo, con un disfraz que incluía las plumas y el pico.

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Ubicada en pleno centro, su presencia era casi un clásico desde que el lugar había inaugurado, seis meses atrás. Desde media mañana hasta después del mediodía, caminaba en un radio de cinco cuadras, repartiendo folletos del comercio, con un simpático logo en la parte superior.

ebía soportar toda clase de bromas, que con el tiempo había aprendido a tolerar. Sin embargo había un niño que se había ensañado con él. Durante los meses de verano, su ausencia había sido un alivio. Con el regreso de las clases, el suplicio había vuelto a comenzar.

El chico no solo le gritaba cosas, sino que tenía la costumbre de arrojarse contra su figura, embistiendo desde un costado o desde atrás, tomándolo por sorpresa. Con la excusa “uy, no lo vi” salía corriendo, al mismo tiempo que reía con ganas, lo mismo que sus compañeros de colegio, que lo acompañaban en la “jocosa” aventura.

Por más que se alejara del frente del local en el horario que sabía, salían de la escuela, los niños lo buscaban. Más de una vez estuvo a punto de golpearlo, pero se contenía a último momento. Tampoco podía insultarlo ni arrojarle cualquier cosa que tuviera a mano. Por más que lo deseaba, no podía. Con seguridad lo echarían del trabajo y lo necesitaba más que nunca.

Había tenido la suerte que se lo dieran seis meses antes, cuando lo despidieron de su trabajo de administrativo, en una importante empresa de la ciudad. Por supuesto que no era un placer cumplir ese rol, pero le aseguraba el dinero para mantener a su familia.

Intentaba pensar en eso cuando le sucedían estos hechos desagradables. Sobre todo con el niño, al que no le dirigía una sola palabra, ni siquiera de reprimenda. No podía.

Llegaba a la casa molido, cansado de tanto caminar y más aún, moralmente destruído por esas bromas que le gastaban y las actitudes de ese niño. Pero al llegar a su hogar,
mágicamente todo aquello desaparecía.

Su mujer lo recibía con un gran abrazo y un beso en la boca, le preguntaba con interés si le había ido bien en la oficina, sin saber que lo habían echado medio año antes y le preparaba un café mientras hablaban de mil cosas.

Luego, bajando a los saltos las escaleras, llegaba para rodearlo por la cintura con un abrazo su hijo, a quién llenaba de besos. Ese niño tan hermoso, que era el mismo que cada mediodía al salir de la escuela le propinaba un golpe y le decía barbaridades hasta humillarlo por completo. ¡Qué cruel era el destino! Pero lo amaba. Y sin embargo, no podía decirle nada. Porque de hacerlo, la imagen de la tranquilidad que pesaba sobre el hogar se desmoronaría de la misma manera que lo hacía él, disfrazado con ese traje caluroso y ridículo, cada mediodía al ser atropellado por su propio hijo.

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