Cumbia y desidia

Autor: Errolt O’Bart
Ilustraciones: Jok

Cayó gente y se armó el baile

A Marcos Herrera, con las correspondientes fosforescencias aguerridas.

Cuando el planeta haya completado unas pocas vueltas más alrededor de la estrella que lo anima, se habrán cumplido dos mil años de era cristiana. La última década del vigésimo siglo fluye por la dimensión social de la existencia. La primavera deja rastros indecisos de colores fracasados. El movimiento y los ruidos del ambiente manifiestan que hoy es sábado. Un camión viejo, humeante y cargado de ladrillos, dejando atrás la avenida que hace de frontera con el ámbito de la ciudadanía, ingresa a la villa por su única calle de asfalto. El sol, a medio camino hacia el cenit, flota en el trasfondo incandescente desde el que la máquina emerge. Antecedido por su sombra móvil, el tembloroso vehículo bordea el esqueleto de lo que fue una fábrica. En la mano contraria, un patrullero asoma por la bocacalle más cercana a la avenida. Sube al pavimento y se aleja lentamente, dirigiéndose hacia el tránsito veloz que limita el territorio propio y lo recorta en el espacio ajeno. En esa misma bocacalle, en la esquina bañada por el sol, hay autos estacionados en forma perpendicular al cordón y sobre los escombros que hacen de vereda en la ochava de la remisería. Son modelos de hace más de una década, o de hace algunas más. En sus patentes todavía hay casi sólo números, mientras se multiplican las que incluyen varias letras en el resto de la ciudad, la Buenos Aires recientemente autónoma.

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Con un solo eje y ruedas de automóvil, tirado por un caballo viejo que va marchando al paso, avanza tras el patrullero un carro de madera. Lo conduce una mujer de veintipocos años, erguida en la caja, con las riendas en una de sus manos y en la otra un cigarrillo que acaba de pitar, y ahora descarta. A una distancia de la avenida en que deja de escucharse el ruido de su tráfico, hay chicos jugando a la pelota en medio de la calle. Cerca del frente de las casas ubicadas al margen de la cinta gris, otros apuntan sus gomeras a no se sabe qué. Parece ser algo colocado con premeditación al ras del piso. Antes de disparar sus proyectiles se tientan; se ríen de tal forma que deben postergar sus lanzamientos.

La mano por la que el carro se desplaza es contorno de un barrio construido por la municipalidad hace unos veinticinco años, con pasajes de un asfalto ya roto y ondulado. Sus unidades de vivienda están dispuestas en cuadrículas perfectas que las agrupan, cuyos perímetros cuentan con una brevísima vereda, cubierta por baldosas del tipo de las del exterior del medio propio. El barrio tiene al norte la calle del envejecido pavimento y al este la avenida limitante. Por el oeste y el sur la villa lo rodea.

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La mano por la que va el camión es regazo de una sucesión de casas que cuentan con alguna obra en su exterior queriendo compensar la falta de vereda. Más o menos precarias y hoy más o menos parecidas a lo que fueron cuando estuvieron recién hechas, estas obras carecen de continuidad en cuanto a formas, estilos, alturas y materiales con que se realizaron. Sobre la más nueva y parejita, anguloso prisma de cemento, un grupo de nenas un poco más grandes que los chicos que apuntan sus gomeras y algo más chicas que los que comparten y se disputan la pelota, juegan a saltar un elástico sostenido en las cinturas de dos de ellas, enfrentadas y separadas suficientemente para darle tensión a la cinta estirada.

Desplazándose sobre la costura intermedia del asfalto, camina hacia la avenida una piba que ya puede percibir su próxima juventud sin haber concluido aún su adolescencia. Con el pelo brillante, de un colorado natural casi anaranjado, una pequeña mochila iluminándole la espalda con fluorescencias lilas, encorsetada en un vaquero azul y en una blusa blanca, se mueve entre las máquinas rodantes hacia el ser de la ciudad que resiste su presencia.

En ojotas, sandalias o alpargatas andan hombres y mujeres por los bordes de la calle o la cruzan aprovechando la lentitud de los vehículos que por ella se desplazan. Todavía no está el clima como para llevar los pies descalzos. En los baches, en las veredas y sobre las superficies que las suplen persiste parte del agua que llovió anoche. Junto a las puertas de algunas casas hay personas sentadas en sillas y banquitos, solas o en grupos pequeños. Algunas toman mate. Dos muchachos metidos en vaqueros jardineros caminan hacia la avenida. Llevan los tiradores sueltos, cayéndoles por delante y por detrás las partes superiores de las prendas y calzando muy por debajo de sus cinturas la franja con trabillas, resabio de la necesidad caduca de pasar un cinturón. Sus zapatillas son enormes.

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Gran parte de las personas que habitan la María Remedios del Valle – la Remedios, que le dicen a la villa – y el aledaño barrio Saúl Taborda – el Taborda – de diferentes edades y pagos de origen, se encuentran lejos de sus hogares actuales, realizando diversas actividades en función de hacerse de unos pesos. Algunas de estas personas tienen presente que a la noche habrá baile en los galpones. Así le dicen a un grupo de locales ubicados sobre una de las calles interiores de la villa, de tierra si hay buen clima y de barro en días lluviosos, por la que pueden circular dos autos si van conducidos con pericia, aunque haya otros estacionados por ahí. Son locales de muy distintos tamaños, construidos con diferentes materiales, todos techados con chapas, apiñados en el centro de la villa a ambos lados de la calle. Casi nadie tiene claro qué personas o entidades están a cargo de la administración de esos locales. O a quiénes pertenecen. Se sabe que para hacer algo en los galpones, como ser festejar un cumpleaños, celebrar una festividad regional o realizar cualquier evento con el fin de recaudar fondos para lo que sea, hay que pedir permiso. No se sabe bien si estos permisos son otorgados por la comisión vecinal, la sociedad de fomento, la municipalidad o la parroquia. Si hay que hablar con referentes de las comunidades nacionales o con el grupo de estudiantes que viene a dar apoyo, como se le dice a la labor de ayudar con las tareas de la escuela. Cuando hay alguna actividad, nadie siente necesidad de saber exactamente en cuál de los locales se va a realizar. Quienes quieren participar rumbean para la zona en que se apiñan los galpones y cuando van llegando, encaran para donde hay gente, luces, música o alguien hablando con su voz amplificada mediante algún aparato. Además, muchas de estas actividades, aunque amparen su logística en el interior de algún galpón, se realizan en la calle. La mayor parte de la gente que se va disponiendo a ir al baile de esta noche, está contando con el descanso del domingo.

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De alguna casa sale el sonido de una cumbia que tiene algo de tango:

Te gustó ser la novia del transa

y pasear su fama sobre tus zapatillas nuevas

pisando una tierrita con algo de sangre

que no volcaste vos, pero admiraste. Sí.

Te gustaron las balas picando alrededor.

Mucho más, que partieran desde tus cercanías.

Te gustó la película, nena,

en la que uno de los malos era el bueno.

Y te amaba y mataba y podía morir.

Y te amaba y mataba y podía morir.

Y contaba billetes de a muchos;

de a muchos más que los que daba el carro de papá.

Y eras el único canal de su dulzura,

más excitante que la dulzura de mamá.

Un Ford Farliant verde toma la calle de asfalto de la villa ingresando por el extremo opuesto al de la fábrica abandonada. Viene remontando un valsecito peruano que se difunde en el ambiente como una bandada de notas voladoras que terminan por soltarse de sus hilos armónicos para ir a explotar lejos, como globos de música que empujan al sol contra el mediodía, revientan contra una ventana, son devorados por el motor de un lavarropas o se estrolan contra la puerta de una heladera que se abre.

Hay quienes dicen, y luego hay quienes repiten, que, por adentro, la carrocería del Farliant está reforzada con acero. Dicen, también, que están protegidos los respaldos de los asientos. Y que esto es así porque son autos que usaban los milicos, nombrando de este modo al conjunto de funcionarios importantes de la última dictadura. Hay quienes sostienen que el único Farliant blindado que hubo es el que usó Perón y quienes afirman que todos los gobiernos usan autos blindados. También hay quienes nombran a un conjunto de personas entrelazadas por conveniencias de muy diverso tipo, más o menos voluntaria u obligadamente, a veces con firmeza y a veces sutilmente, como banda. En ocasiones, no está claro si hablan de conjuntos constituidos por lazos de reciprocidad, parentesco, vecindad o afecto. Los cuatro que viajan en el auto suelen mentarse como integrantes de la banda de los peruanos.

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Hay otros grupos conformados por personas entre las que pueden establecerse referencias comunes, identificados por la mayoría como bandas con tanto acierto y tanta imprecisión como en el caso de la de los peruanos. La otra banda principalmente mencionada es la de los paraguayos. Se halla enfrentada a la anterior a partir de oposiciones de variado género que se dan, o se daban hasta no hace mucho, más entre sus principales referentes que entre sus concretos intereses. Las personas que integran estos grupos son percibidas como de uno u otro según quién las observe y según se las agrupe por actividad, vínculos, procedencia, ubicación de sus casas, lengua o acento. Algunas de ellas asumen una concreta y parcial pertenencia, la cual define casi todos sus comportamientos públicos y privados.

El Farliant gira a la izquierda dejando atrás el asfalto. En la calle principal vuelve a oírse ese tema que suena en todos los rincones de la Remedios y del Taborda:

Te gustó el respeto de los más pesados

y ser la de confianza de los amiguetes.

Te gustó alcanzarle sus juguetes;

y en un apriete

verlo erecto frente a derribados.

Te gustó ser la que lo zafa

yéndote con la merca y la balanza.

Y preparar los pedidos,

colaborar, jugarse y consumir; sí, sí.

Y te amaba y mataba y podía morir.

Y te amaba y mataba y podía morir.

Y contaba billetes de a muchos;

de a muchos más que los que daba el carro de papá.

Y eras el único canal de su dulzura,

más excitante que la dulzura de mamá.

El Farliant se detiene en cuanto pasa por donde un pasillo estrecho, por el que no caben autos ni carros, desemboca en la calle que transita. Estaciona junto a un almacén de vereda improvisada con destreza y gracia. Combinando muy diferentes clases de baldosas y cerámicas, adquiridas entre excedentes de otras obras, ofrece una superficie firme y seca, algo elevada en relación a la calle, abarcando todo el frente del negocio.

Los que iban sentados atrás, bajan y se pierden por donde el auto no cabría. El chofer saca un cigarrillo y le pasa el atado al copiloto, quien toma otro con sus labios y devuelve el atado. Casi a la vez, bajan las ventanillas y se acodan en las aberturas. El copiloto enciende el cigarrillo sujetado en su boca y pasa el encendedor. Viajaron durante más de dos horas. El chofer protegiéndose con lentes negros y el otro cambiando en cada curva la orientación de su gorra roja y blanca. Algunas de las personas que van pasando por la calle los saludan, ya sea a viva voz o con un gesto breve. El copiloto responde los saludos nombrando a quienes los hacen, sonriendo o diciendo algo que complementa señales recibidas en forma de sintéticas y sonoras convenciones. El otro mueve apenas la cabeza, casi sin mirar a sus interlocutores.

El de la gorra baja del auto, se acerca a la puerta del almacén y pide desde ahí mismo una lata de gaseosa, mientras gira su cabeza hacia un lado y hacia el otro. El de los anteojos negros, completamente quieto, mira por el espejo retrovisor y por el parabrisas delantero. El copiloto entra por un momento al almacén, paga y recibe una lata fría y húmeda. Sale, bebe un par de tragos parado junto a la puerta de su asiento y pasa la gaseosa a través del hueco de la ventanilla. Cuando el del volante la recibe, el que la compró se despereza con cierta estridencia. En la boca del pasillo reaparecen, acompañados por otros dos, los que viajaron en el asiento de atrás. Abren el baúl mientras los demás se saludan. Sacan dos bultos alargados, envueltos en nailon negro, de cuyos extremos asoman tiras de plástico blanco, de esas que se usan como cable canal. Mientras se suben las ventanillas se escucha el golpe que acompaña el cierre del baúl. Después, los característicos golpes de las puertas al cerrar. Los seis hombres, de una edad comprendida entre los veintipico y los treinta y tantos años, van desapareciendo de la vista de quienes transitan esa calle. A través del pasillo, ingresan a dimensiones en que se combinan de otra manera los espacios de todos con los de cierta gente y los de cada quien.

En la vía abiertamente pública, la ausencia de estos hombres y el silencio de sus ruidos parece habilitar la estrepitosa irrupción de esa cumbia que por momentos suena como un tango:

Pero durmió, como todos, en algún momento,

y le valió la cabeza

que no se pudo rearmar para el velorio.

No, no, no.

Y ya no te gustó el vientito de las balas.

Ni te gustó quedarte con todo y los juguetes.

Con los secretos y la complicidad.

Y te enganchaste a un gil que vendió todo;

y al toque te piraste con él y los billetes.

Un grupo de adolescentes viene caminando por el medio de la calle, dirigiéndose al almacén. Lo conforman varones y mujeres. Delante del auto enorme, vacío y chato, bailotean encarando a coro el estribillo:

Y te amaba y mataba y podía morir…

Ya en el almacén, mientras el dueño atiende a una clienta, uno de los muchachos, dice: – Qué bueno estaría que hicieran un rock con ese tema. – Y una de las muchachas, replica: – Ese tema es ese tema, chabón. Vos ya querés que hagan otro. – No. Yo digo: un rock con esa letra – agrega el que abrió el diálogo. – Y bueno: eso es otro tema – insiste la anterior. Otro de los pibes interviene: – Vos pensás que no puede haber un tema bueno si no es rock. – Haciendo cada vez más gestos y levantando el tono, la discusión continúa mientras es atendida la próxima clienta. Entra una más, cruzándose con la que se despide. Otra de las pibas del grupo que discute, sostiene: – Todo el mundo tiene derecho a escuchar lo que se le canta – Eso – dice el que le gusta el rock aprovechando el comentario, y luego: – ¿Está mal que quiera escuchar un tema con la música que me gusta? – Está mal que te guste una sola música – responde el pibe que intervino antes. Y la última piba que habló, reacciona: – ¡¿Qué tiene de malo escuchar una sola música?! ¿¡Tenés que escuchar las demás aunque no te gusten!? – Uno que no había dicho nada, casi deletreando, manda: – Está mal ser un cerrado y un ignorante que además se cree superior -. Estallan las exclamaciones, los cuerpos componen gestos drásticos y el movimiento de las manos abarca puntos lejanos del espacio. Una botella de aceite apoyada sobre el mostrador, junto a los demás artículos que fue pidiendo la mujer que está siendo atendida, es derribada por uno de los pibes, y otro alcanza a atajarla antes de que llegue al piso. – Disculpe, doña – le dice el muchacho que volteó la botella a la clienta, que debe tener apenas algo más de treinta años. – No pasa nada – dice la mujer, sonriendo. El almacenero afloja mediante un suspiro el nerviosismo que fue juntando desde que entró el grupo y emite en voz bajita, inclinando mucho el cuerpo hacia atrás y abriendo los brazos, con cara de tristeza y desazón: – ¡Muuuchaaaaaaaachos…!

– ¿Tan mal, hablo? – se cuestiona el increpado, y continúa: – Yo no quiero decir que la música que no es rock es una mierda. Nada más que a mí me gusta el rock. – Sí; pero estás tan convencido de que solamente el rock puede tener letras buenas, que cuando escuchás una que te gusta en otra música te quedás pagando. Y no te la bancás – dice una piba; y el que lanzó hace un momento la sentencia inquietante, acota: – Te ponés nervioso… – ¿Escuché mal? – interrumpe uno que no había intervenido, y precisa: – ¿Desde cuándo dijimos que esa letra es buena? – Cierto. Es una porquería – se pronuncia la piba que habló antes. Hay risas, enojos y dichos superpuestos. La última clienta sale llevando mercadería en una bolsa. Otra piba, argumenta: – Es una letra rara. Y los roqueros se piensan que algo es bueno cuando alguien habla raro. – ¡¿Qué tiene de raro esa letra?! – exclama el aludido y recibe, en tono de burla: – ¡Ay…! ¡Él entiende todo! Pero, ¿por qué no…? – ¡Eh! – se impone el almacenero, casi gritando. Concitada la atención del grupo de adolescentes, tras un nuevo suspiro se distiende y pregunta: – ¿Qué van a llevar?

– Una cerveza, don Aldo – pide uno de los muchachos. El almacenero, de unos cuarenta años, sin decir nada extiende un brazo hacia adelante y expone la mano abierta. Hay sonrisas y sorpresa en el grupo de adolescentes. Se miran entre sí y miran a Aldo. Pocos segundos después, el dueño del local, explica: – Estoy esperando el envase. – Hay gestos de molestia y risas. – Deeele, don Aldo. Si ya sabe que se lo vamos a traer. – Sí – contesta el almacenero – este sí, porque van a querer tomar otra. ¿Y el envase de la última que tomen? – Aldo –, dice uno algo mayor que el resto, cuya casa está pegada al almacén – te lo traemos. Te doy mi palabra que te lo traemos –. Las chicas salen y prenden cigarrillos. – Vamos a suponer que te creo – dice el dueño del almacén y expresa la siguiente duda: – ¿Y los otros cuatro que me deben? – Uno de los chicos, aparentemente indignado, cuestiona: – ¿De dónde? – Del sábado, boludo – le recuerda el que está empeñando su palabra. El otro piensa, todavía expresando indignación, y un segundo después mueve la cabeza, distiende la expresión y dice: – Ah, sí -. Los chicos intercambian mensajes entre ellos, dejando trascender hacia fuera del grupo algo que aparenta ser una sucesión de monosílabos. Calculan las posibilidades de recuperar esas botellas que se les reclama. Un momento después, el vecino inmediato le propone al almacenero: – Mirá: tomamos la que nos llevemos ahora y antes de venir a buscar la próxima vamos a conseguir los cuatro envases. – ¿Conseguir…? – consulta Aldo, preocupado. – Bueno: buscar. Los vamos a buscar y los traemos – se apresura a decir el muchacho. Ante el silencio de su interlocutor, un segundo después, agrega: – Porfa…

* * *

Los que dejaron el Farliant frente al almacén están reunidos con Hugo Sánchez, quien es, según se oye, el jefe de la banda de los peruanos. Sobre una mesa ratona, dos ceniceros comienzan a recibir frágiles cilindros quebradizos, residuos infumables de siete cigarrillos encendidos. Hacen lugar y apoyan sobre el rectángulo de pino las envolturas por las que asoman las tiras de cable canal. Desde sillones individuales dispuestos sobre el mismo lado de la mesa, el chofer, recostado hacia atrás, y el copiloto, reclinado hacia adelante, dirigen hacia los paquetes sus expectativas. Frente a ellos hay un sofá que casi hace juego con el resto del ambiente. Ahí se sienta Sánchez, en medio de los que viajaron en la parte trasera del auto. Los otros dos hombres acercan banquetas a la mesa. Por la única puerta del ambiente ingresa la mujer de Hugo, llevando en una mano dos botellas de cerveza húmedas y frías. En la otra mano trae una bandeja con siete vasos altos.

Con una trincheta, Sánchez abre los paquetes a lo largo mientras su mujer deja sobre la mesita una jarra con agua, hielo y limón. Entre las tiras desnudas de cable canal se dejan ver otros dos bultos, hasta recién cubiertos por el nailon, envueltos en trapos atados con hilo sisal. – Monchito – llama Sánchez con intensidad. Enseguida aparece junto a la puerta un chico de unos doce años: – ¿Qué, pa? – Le vas a llevar esto al santiagueño, que está arreglando – responde Hugo, mientras indica con gestos que le alcancen al chico las tiras de plástico blanco. Y exigiendo atención con la mirada: – Pedile veinticinco pesos. Si te da quince, está bien. Vos fijate -. Bueno – dice el chico y sale con las tiras. Sánchez bebe un poco de cerveza. Los demás ya habían dado varios tragos. Uno de los vasos ya está vacío y otros dos están por la mitad. Un par de colillas están apagadas y el hombre del extremo de la mesa cercano a una ventana grande cerrada por completo, aplasta la suya contra un cenicero.

Pronto vuelve el chico: – Dice que tiene diez, nomás. – Bueno. Dáselas y agarralos – contesta el padre, levantando un brazo en gesto de importarle poco la cuestión. Monchito sale otra vez y Sánchez dice, con énfasis pero en voz baja: – Santiagueño de mierda… – Los demás se ríen produciendo una explosión festiva y Hugo percibe la ansiedad acumulada. Sonriendo por primera vez desde que recibió a sus compinches, los recorre con la vista y dice con algo de sorna: – Tranquiliiiiiitos… – Se levanta y se dirige hacia un ropero angosto, ubicado contra la pared que está detrás de los sillones individuales. De arriba del mueble toma un plato de café con leche y vuelve a sentarse donde estaba. Separando de su cintura el pantalón, desliza el cursor del cierre de un pequeño monedero y saca una bolsita transparente con bastante cocaína. Los demás van armando líneas sobre la cerámica, calentando con encendedores y esnifando. Cuando ya cada uno dio un buen saque, el chofer, tras una seña de Hugo, vuelve a dejar el plato arriba del ropero.

Un momento después, vuelve Moncho y le extiende un billete de diez pesos a su padre. – Muy bien – dice Hugo Sánchez mientras agarra el billete. – Tenga – y le da al hijo una moneda de un peso. – Ahora vaya y déjenos trabajar -. El chico sale y cierra la puerta. Su progenitor desenvuelve los bultos y asoman dos fusiles automáticos de asalto idénticos a los que usa el ejército argentino, con unos cuantos cargadores llenos y unidos entre sí por medio de una cinta adhesiva gruesa que los empaqueta formando una tira larga del espesor de varios de ellos. Sánchez entrega los fusiles a los hombres que tiene a sus costados. Entre exclamaciones y absorta contemplación los van pasando unos a otros. Los sopesan, apuntan, los miran desde ángulos distintos, los cargan y descargan. Sonríen. Hugo está ancho. – Bueno. Ahora que se sepa que Pacho y yo vamos a ir al baile. Ustedes dos llevan esto a donde dijimos y cada uno a lo que ya sabe.

La reunión se da por concluida. Los hombres se despiden y se dispersan. Solamente llegan juntos hasta la calle del almacén el de la gorra roja y blanca y el de los anteojos negros. Por detrás del Farliant que comienza a alejarse, aparecen dos de los adolescentes que hace un rato compraron cerveza, saliendo por la boca de un pasillo empedrado de escombros. Llevan cinco botellas de litro vacías. Desde el lado de la calle asfaltada se acerca pisando tierra Pacho Flores. A medio camino entre los treinta y los cuarenta años, es mucho menos carismático y notablemente más inteligente que Sánchez. Y es la persona de su mayor confianza. Se acerca el camión de las garrafas pasando junto a los chicos que traen los envases de cerveza. En la cabina suena a todo volumen la cumbia que se escucha a cada rato:

El gil se obnubiló con ese mes de gracia

y se quedó una nueve y una escopla, ay,

que apenas sabe usar, pero lo animan.

Y va a durar muy poco, ay, ay… como vos sabés.

Te hiciste un rancho en una toma

y le cortaste el rostro.

Y él no entendió por qué no funcionaba, por qué no,

eso del rey ha muerto, viva el rey.

Eso del rey ha muerto, viva el rey.

El chofer detiene el camión; su acompañante baja y entra al almacén. Pacho está a punto de alcanzar el pasillo que conduce a lo de Hugo. Detrás de él, varias casas hacia el lado del asfalto, camina una piba de veintipocos años. Más que con entusiasmo, desaforadamente, suma su voz a la interpretación sonante del estribillo:

Y te amaba y mataba y podía morir…

– ¡Pachito! – vocifera la piba en cuanto deja de cantar. Pacho se detiene y se da vuelta. Sin esperar a alcanzarlo, ella le va diciendo cosas a los gritos. Protesta porque no le avisó de la última joda a la que él fue. Le reclama que cuando sabe que una joda se va a poner buena, la deja afuera. El tono de la muchacha es a la vez de queja y de broma. Su expresión es amenazante y sonriente. Finalmente, llega junto a él y se saludan. Pacho dice, también con expresión ambigua: – No entendés, Porteñita. Yo no te dejo afuera. Yo te cuido. Cuando sé que puede haber lío no te invito. – No me chamuyés, Pachito. ¿Vas a ir hoy a la joda en los galpones? – Sí. Después de comer, voy -. Se despiden. Él se pierde en el pasillo y ella entra al almacén. Un instante después, sale del negocio el que bajó del camión, llevando en un carrito la última garrafa vacía que le entregó el almacenero. Ubica el envase junto al resto de la carga, le chifla al chofer y le hace un gesto para que baje el volumen de la música. Orientándose hacia diferentes rumbos va pregonando a viva voz, con nitidez, sin estridencia, sin estirar la única palabra que vocea: – Gas.

En el almacén, la Porteña y el mayor de los muchachos que trajeron los envases se saludan con un beso, entre expresiones de alegría por haberse vuelto a ver. El otro adolescente, que acaba de tomar del pico, le ofrece a la muchacha una botella. Ella agradece, bebe, pasa la botella y pregunta: – ¿Dónde están? – y antes de dar tiempo a una respuesta, agrega: – Si está todo bien, compro otra y me prendo. – ¡Más bien! – dice el mayor, despegando la botella de los labios. E indicando con el brazo libre y la cabeza: – Estamos acá a la vuelta. – Otra de estas, don Aldo – pide la piba. Y tras un breve intercambio sobre el retorno del envase la operación comercial se concreta. – Estás dulce, Porteña – le dice el chico que la saludó, viéndola sacar billetes del bolsillo del vaquero. – Vengo de hacer un flete con el carro – explica ella. El otro pibe se sorprende: – ¿Se hacen fletes con los carros? – Más bien – dice la Porteña. – ¿Y cómo hacés? – Y… vos me decís qué hay que ir a buscar o qué hay que llevar a dónde, vemos si lo cargás vos o lo cargo yo o hay que traer otra persona, yo te digo cuánto es, y listo. – No. Ya sé. Bah… me imagino – dice el adolescente y pregunta: – Pero… ¿qué te piden que lleves? – Cualquier cosa – dice ella. – ¿Qué cosas? – insiste el pibe, mientras se despiden del almacenero y van saliendo. – Qué cargoso – dice el otro. Se ríen, y el que caracterizó, aclara: – Tiene caballo, eh. No va ella tirando del carro. – Ya sé, boludo – reacciona el más chico, y ella cuenta: – La otra vez llevé un grupo de albañiles con la mezcladora, materiales, pala, baldes y un bolso con herramientas. Otro día llevé a un pintor con los tachos de pintura, una escalera y… bueno, cosas que usan para pintar. Y me dijo una hora y esa tarde lo fui a buscar. Esas veces no era muy lejos, eh… Si no, con el carro, se les va el día en el viaje. Pero para llevar o traer algo, si la gente no tiene apuro… Hoy fui a buscar una heladera que le regalaron a una vecina donde labura de mucama. Acá nomás. – Como a mi vieja – dice el chico más grande y comenta: – En los lugares que labura, cuando los patrones descartan algo, le avisan a mi vieja. La mitad de las cosas que hay en casa son regaladas -. Y el otro dice: – O sea: son usadas – y se ríen después de un segundo de considerar la justificación del comentario. El que lo hizo, razona y manifiesta: – ¡Ah… re que lo tiraba abajo! – Se vuelven a reír. El otro inquiere con ironía: – ¿Qué? ¿En tu casa es todo nuevo? – ¡Ni a ganchos! Si mis viejos hubo una época que cirujiaban… A la mañana miro el cepillo de los dientes con los cosos para todos lados y tengo miedo de que sean usados los cepillos, también… – Salen de la calle del almacén tomando por otra más angosta. Sus cortas sombras se proyectan sobre cada palmo de tierra ya pisada. Cuando se aplacan las risas la Porteña pregunta seriamente: – Che, no está la Colorada, ¿no? – ¿Adónde? – pregunta ahora el mayor de los pibes. – Adonde estamos yendo. Donde están ustedes. – ¡Noooo! Si nosotros no nos juntamos con la Colorada – y se apura a corregir: – En realidad, no nos juntamos con los tucumanos del pasaje. – ¡Eeeh…! ¿Qué problema con los tucumanos? Toda mi familia es tucumana – reacciona la Porteña. El muchacho se explica: – Ningún problema con los tucumanos ni con los de cualquier lado. Con esos tucumanos es el problema. Se van de mambo siempre. Cada vez que nos juntábamos terminábamos en algún bondi. Combate, corchazos, cuchillos. Chocolate por todos lados… todo mal. – Sí – reconoce la Porteña, entre el pudor y la risa. – Se van al carajo… – y tras unos segundos de silencio, afirma enfáticamente: – Es que chupan mucho. Pero mucho de verdad. Demasiado. Y una vez que se chuparon ya no reconocen nada. Es cierto. Se van muy de mambo. Se ponen muy locos. – Igual – dice el más chico retomando un hilo casi abandonado –, en esa bandita los únicos tucumanos son Caballo, el Indio y José Luis. Y José Luis tampoco, porque es de acá. Lo que pasa que es medio pariente de los otros. – Por eso te digo: – ratifica el otro pibe – uno dice tucumanos porque todo el mundo dice los tucumanos del pasaje cuando habla de ellos. No estás pensando de dónde son. Estás diciendo de quiénes hablás. – Caballo y el Indio son primos míos – dice la Porteña. – Y si me pongo a averiguar, por ahi José Luis, también -. Los otros la miran como esperando una señal que espante ambigüedades sobre sus sentimientos. Ella dice, sonriendo: – ¡Qué familia! – Se muerde el labio inferior levantando las cejas y sacudiendo un poco la cabeza. Los otros se ríen. Un instante después, ella también.

* * *

En aquel cuarto en que se desenvolvieron los fusiles, todavía en el sofá, Hugo Sánchez se reclina y acerca a sus labios un vaso de cerveza lleno hasta el borde. Pacho Flores, sentado frente a él, termina un café bastante grande y deja la taza sobre un plato. El contacto entre los objetos sacude el aire y hace vibrar la cucharita azucarada. Pacho se deja caer sobre el respaldo del sillón llevando las manos a la nuca. Hugo lo observa y dice: – No estás convencido. – Estoy convencido – responde Pacho y sigue hablando: – Y estoy preocupado. Ellos nos están obligando. A nosotros no nos convenía. Va a haber mucho ruido, pata. – Si no hacemos lo de hoy, va a haber el mismo ruido. Pero en vez de hacerse de golpe, va a ser un ruido que va a durar lo que tarden en pasarnos por arriba -. Sánchez se queda pensando unos segundos. Agitando los brazos, agrega: – Causa, me lo explicaste tú. Ellos lo vienen preparando. Tenemos que adelantarnos y sacar mucha ventaja. Si no… – Ya, ya – interrumpe Flores y empieza a enumerar: – Se encargaron de hacernos llegar que va a haber razia mañana, para que nos saquemos armas de encima. Pero cuando saben que hay razia de verdad no nos hacen llegar el dato. Le están vendiendo a gente que nos venía a buscar a nosotros… – Y nos mataron gente – interrumpe el otro – y tú mataste al hermano de Ramón y yo maté a su primo. – Ya, pata. Pero siempre había cuestiones personales, o que podían parecer personales. Había mujeres por el medio, desafíos de borrachos, familias con problemas viejos… Ahora los vamos a correr del todo. – ¿Y eso está mal? Mañana ya vamos a estar en otro lado y en otra situación. Acá el negocio nos va a seguir funcionando y a nosotros no nos ven más. Vamos a estar expandiéndonos y juntando más guita que nunca. – Te gustó esa palabra, expandirse. Hasta hace un mes no la usábamos. – Ya. La usan los socios nuevos. ¿Qué nos iban a proponer, sino? ¿Complicarnos más la vida, pero quedarnos estancados? – Estancarse… Tampoco nos preocupábamos por eso antes de hablar con esta gente. Que no son socios – dice Pacho, destacando la última palabra – sino patrones. – Ay, Pachito… El problema con la gente del Ramón ya lo teníamos antes de hablar con estos tipos. Y se estaba poniendo grave igual. Y esta era la mejor solución que había. – Ya… Ya lo sé. Más que la mejor, es la única solución. Si hacemos cualquier otra cosa no duramos nada. – Se inclina hacia adelante, fija la vista en la taza de café y dice con una voz más baja que la que venía usando: – Pero me gustaría saber a quiénes tienen de socios, estos, o a quiénes tienen de patrones. Y quiénes los mandan directamente.

Porteña y los dos muchachos que acompaña doblan en una bocacalle y llegan ante el grupo que esperaba la cerveza, en el que nadie tiene menos de dieciséis años ni más de veinte. Una piba, sentada sobre una franja de cemento apenas elevada en relación al piso de tierra, apoya los pies sobre la calle; otra, en un banco, descansa su espalda contra la pared de la casa cuya vereda ocupan. Un cantero cobija un árbol flaco y bajo, cuyas raíces levantan breves cordilleras de cemento. Dos muchachos se acomodan sobre una de sus paredes. Otro extiende sus piernas en el piso, con la cabeza recostada en la piba del banco, que le revuelve el pelo. Entre presentaciones, saludos y exclamaciones que celebran la llegada de las botellas, Porteña le dice a uno de los pibes sentados bajo el árbol: – Vos sos Lucas, ¿no? El hermano de Tomi. – ¿Lo conocés? – se sorprende el mayor de los que venían con ella. – Claro – contesta la Porteña. Dirigiéndose nuevamente al anterior, explica: – De cuando tu vieja vivía allá, en la otra punta de la villa. Ustedes vivían al lado nuestro. – ¿Sos una prima de Carlitos? – reacciona Lucas. – Sí – confirma ella. Conmovida por un recuerdo que surge desde regiones de su personalidad poco frecuentadas, dice con una sonrisa muy abierta: – Ese Tomás… ¡Qué bravo era ese pendejito! – Pará – dice el hermano del mentado: – Yo tenía nueve años cuando nos mudamos. – ¿Qué fue…? – calcula la Porteña – ¿Hace diez años? – Hace once – precisa Lucas. – Claro, yo tenía doce – recuerda ella, y él termina de caer en la cuenta. Se agarra la cabeza y dice: – ¡Noooo…! ¿Sos la hija menor del viejo Ruiz? – Sí, chabón: la prima grande de tu amiguito de la cuadra – corrobora la muchacha, feliz por el reconocimiento, y plantea: – ¿Por qué te creés que me dicen la Porteñita? – Se hace un silencio y uno pregunta: – ¿Por qué? – El mayor de los que fueron al almacén, se anticipa: – En esa familia son todos tucumanos menos ella. – Tal cual – asevera la aludida y sigue: – Todos los demás hijos de mi viejo nacieron en Tucumán. Yo soy la última que tuvo y la única que nació acá. O sea: la porteña. – Y el que suele anticiparse y dar explicaciones, intelige: – Y como en ese tiempo era chiquita, en vez de porteña, le decían porteñita. – Pero vos tenés hermanos que son re de acá – dice la piba sentada en el banco. – Sí. Son hijos de mi vieja. Mi vieja me decía Tina, porque me llamo Agustina. Don Ruiz era el que me decía porteñita. Pero de entrada no era que me habían puesto ese sobrenombre. Mi viejo decía porteñita porque era más fácil para decirle a los parientes de Tucumán de qué hija les estaba hablando. Tiene ocho hijos, mi viejo -. La piba que está sentada en la orilla del cemento que hace de vereda, mientras pasa la botella inclinándose hacia atrás, observa: – Podía decir la menor, también… – Y… pero decía la porteñita y quedó – acota el que está junto a Lucas en el cantero. – ¿Ocho hijos dijiste que tiene el viejo Ruiz? – pregunta la del banco. La Porteñita asiente moviendo la cabeza mientras va llevando hacia sus labios una de las dos botellas que circulan. – ¡Fa…! ¡Siete hermanos! – dice el que habló antes, sentado bajo el árbol, tras despegar una botella de su boca. – No – contradice la Porteña y aclara: – Hermanos tengo once. – Entre expresiones de asombro y el ruido de una palma al chocar contra una frente, detalla: – Tengo cinco hermanos por el lado de mi viejo, cuatro por el lado de mi vieja y aparte los dos últimos de antes que yo, que los tuvieron cuando ya estaban juntos, como a mí.

La puerta de la casa cuyo frente ocupan permanece abierta desde la mañana temprano. Entre los marcos del hueco en la pared, aparece una mujer de algo menos de cuarenta años. Se seca las manos en el delantal que lleva atado en la cintura, descubriendo por un momento su pollera marrón. Luego, inclinando un poco la cabeza, levanta el delantal y se lo pasa por la cara, ocultando durante la fugaz operación su blusa anaranjada. Satisfecha, se dirige a quien estaba hablando cuando se asomó a la puerta: – ¿Qué te contás, Porteñita? – Los ojos de la interpelada se agrandan y su cuello parece alargarse mientras su cabeza avanza hacia la mujer. Tras unos segundos de suspenso colectivo, la menor del viejo Ruiz deja salir un conmovido: – ¡Chela! – El suspenso se desarticula y las sonrisas lo suplantan. – Chelita – renombra la muchacha. – Yo venía escuchando desde adentro lo que hablaban y me empezó a parecer… – dice la mamá de Lucas y Tomás mientras la porteñita se le acerca. Las dos mujeres se abrazan. – Si habré tomado café con leche en tu casa… – dice la muchacha y se ríen las dos, ampliando las sonrisas del conjunto. – ¡Eh! Pero… ustedes son primos – dice el que comparte con Lucas el cantero, provocando carcajadas. – ¡Sííí…! Parecen parientes – refuerza desde el borde del cemento la piba que ahí se sienta.

El que suele hacer aclaraciones, propone: – Bueno. Este es un momento muy especial. Hay que hacer un asado -. Se suceden expresiones de euforia entrelazadas con manifestaciones de preocupación por falta de lugar y por los gastos. – La Porteñita está dulce, hoy. Invita ella – dice Lucas con malicia ingenua. – ¡Eh! Tampoco tanto – se ataja Agustina Ruiz, impostando la caricatura de una preocupación que no la afecta. – Si quieren, lo hacemos en el techo – habilita Chela, introduciendo en lo real la posibilidad de concretar lo que circula en fantasías. Las voces se acallan sopesando la responsabilidad de la realización del rito. – Listo. Lo hacemos – dice Lucas. Chela expresa alguna preocupación por la hora a la que terminarán comiendo. Los chicos y las chicas hacen cálculos, cuentan plata, repasan lo que tienen en las casas, nombran posibles asistentes al evento, revisan compromisos, asumen comunicaciones necesarias.

El dinero que juntan los chicos y las chicas se gasta íntegramente en marucha y bebidas. Otros cortes y acompañamientos que conforman la emblemática comida improvisada provienen de heladeras y despensas de sus familiares o son aportados por Chela. Las idas y venidas son aprovechadas para fumar faso, dada la inhibición ante la idea de hacerlo en casa de la adulta habilitante. Se desata el mecanismo del asado y los cuerpos se sacuden en risas resonantes. Confrontan en voz alta percepciones disímiles de las relaciones entre policías, punteros, chorros, autoridades políticas, jueces y transas. Ejemplifican refiriéndose a vecinos y vecinas, parientes, personajes públicos. La Porteña afirma que la banda de los paraguas transa con la yuta y que la de los peruanos, no. Le contestan con ejemplos concretos, señalando las veces en que los peruanos se anticiparon a las razias, o aquellas en que la policía los paró, agarrándolos cargados en el conocido Farliant, y al ratito siguieron su camino. – ¿Cómo es la mano? ¿A cualquiera le revientan la casa por cualquier boludez y a ellos nunca les pasa nada? ¿Nunca les encuentran nada? – se pregunta alguno. Otro hace mención de muchachos de la banda de los paraguas, presos hace varios años o muertos a balazos. En eso llega Tomi, que viene de jugar al fútbol. La discusión continúa entre saludos efusivos y explicaciones a Tomi sobre la Porteñita, la nena grande de la cuadra en que su familia vivía antes, cuando él era muy chico. Una de las pibas se pone a nombrar argentinos que todo el barrio señala como miembros de la banda de los peruanos. Un pibe nombra a otros, argentinos también, conocidos por ser de la de los paraguayos. Tomi baja a pegarse un duchazo. La discusión se concentra en torno a vínculos entre policías y ladrones. Se debate sobre si arreglan o no arreglan los chorros con la yuta. Se preguntan hasta dónde son anécdotas y hasta dónde fantasías las cosas que se cuentan de Fulano, Mengano o de Zutana. Se hacen comparaciones entre diferentes tipos de crímenes y delitos. Se habla de afanos protegidos, tolerados, instigados o cometidos por policías, de enfrentamientos entre agentes de diferentes fuerzas y de policías secuestrados, torturados o asesinados por otros policías. Tomi vuelve al techo con el pelo mojado, se sirve un pedazo de carne y un poco de papa con chauchas y huevo, vierte vino tinto en un vaso grande llenándolo hasta la mitad y completándolo con una gaseosa anaranjada. Cuenta que viene de jugar con los compañeros de la obra: – Todos paragua’. El único argentino soy yo. Y hoy, que arrancaron los electricistas, los dos son peruanos. Y cuando vengan los yeseros, seguro, van a ser bolitas. – ¿Qué tiene que ver? – pregunta Lucas. La polémica se reorienta hacia las relaciones entre el origen y la actividad de las personas. Mientras tanto, las bebidas compradas según lo que cada quien dijo que iba a tomar, empiezan a ser ingeridas por quienes habían dicho preferir las otras. La Porteña vuelve a pintar a los peruanos, refiriéndose a la banda liderada por el Hugo, casi como héroes enfrentados a las fuerzas represivas. – Estás reloca, Porteña – le dicen, entre otras cosas por el estilo. Redobla entonces su apuesta discursiva y se refiere a todo eso que anda saliendo en los diarios y la tele, donde se vincula a ciertas asociaciones de narcotraficantes con Sendero Luminoso. La chica que había estado sentada en el borde de la vereda, tras vaciar su vaso de fernet, le dice, con una tranquilidad que al contrastar con la estridencia colectiva se hace escuchar nítidamente: – Vos te querés coger al Pacho. – ¡Atreviiiiida! – lanza con tono de sermón de tía, aunque alegre, la que afuera había estado sentada en un banquito. En medio de las carcajadas generales, Porteña, entre risueña y azorada, logra componer un límite flexible: – ¡Eh…! ¡Respeto! – dice con los mismos gestos y tonos que había usado para comunicar su pertenencia a una familia tucumana. Se siguen mezclando las bebidas en los cuerpos. El tono de polémica va siendo arrasado por la búsqueda del efecto cómico en cada tema que surge. Finalmente, Chela y Tomi bajan a dormir la siesta. En el techo, las sombras se van alargando y la conversación se va haciendo entrecortada. Quienes ya están cabeceando prefieren pasar adentro, buscar algún abrigo o irse a sus casas a dormir. Las cosas que se usaron durante el asado son llevadas abajo y el techo queda deshabitado. Se acomodan en el lugar de la casa donde cotidianamente se come y se cocina. Lucas prepara mate. Al rato, Tomi se despierta y arma un faso. Alguien prende la luz. La piba que había estado sentada en el borde de la vereda se duerme en un sillón. El pibe que, junto a Lucas, había estado bajo el árbol, se sirve el último resto de vino moviéndose con extremada lentitud. Luego vuelca sobre el vaso la gaseosa de la última botella y observa atentamente cómo se desprenden las gotas del pico tras unos segundos de suspenso. Cuando Chela se suma a la ronda de mate, Agustina Ruiz saluda y se va. Es de noche.

* * *

La cuadra sobre la que se organiza el baile luce atravesada por bombitas de colores. El galpón en torno al que la gente se convoca es el mayor de los usados con fines más o menos comunitarios. En el frente tiene piso de madera y un alero que lo cubre. Escombros desparramados sobre la tierra, franjas arrugadas de cemento, tablas dispuestas en forma más o menos paralela hacen de veredas de otros locales y de casas, en ambos lados de la calle. Las precarias edificaciones concebidas con fines difusamente institucionales, se concentran en torno a manzanas contiguas, cosidas por la tierra que hoy soporta el peso de una pequeña multitud. – Le estamos dando demasiada importancia a esos juguetes nuevos, como si la cosa no dependiera de tantas otras cuestiones – dice Pacho, apoyado sobre el parante del alero más cercano a la calle que corta la del galpón unos metros hacia la derecha. – Con estos fierros los nuestros levantan el ánimo y los otros, como dicen por acá, se cagan en las patas – responde Hugo, mirando hacia la bocacalle opuesta, más de cien metros hacia el sur que indican las estrellas.

La Porteña va llegando hacia donde la música mueve a las personas y modifica tonos de luminosidades de entrecasa. La tierra sobre la que bailan y conversan es una pequeña parte de la íntegra calle de la villa. Es un recorte momentáneo de vía pública practicado para un uso específico. Es una esquirla del espacio compartido en que se charla, se ama y se pelea. Es una baldosa del gran patio común trazado en forma de surcos desparejos que rompen la continuidad entre las casas. Ya saludando conocidos, Agustina lo ve a Pacho allá, en la otra punta del alero, y en cuanto se dispone a desplazarse ve a la Colorada que le encaja un beso, con la misma blusa blanca que le vio esta mañana, el mismo vaquero pegado a su cuerpo desde los tobillos hasta las caderas y una mochila gris, ajada y deslucida, mucho más grande que la lila, brillante entre reflejos de autos y camiones cuando el día que se fue estaba por delante. El segundo que la Porteñita invierte en decidirse funda la ocasión de ser hallada por un grupo de pibes que la llaman, se acercan y la besan sucesivamente. Decide disfrutar estas presencias reubicando aquella otra en lo fantástico porque nada va a cambiar a causa de postergarse por un rato.

A todo volumen suena el tema del trasfondo cotidiano. En la interpretación instrumental de una estrofa se entrelazan en felino contrapunto una guitarra eléctrica y una acordeona, gimiendo una trágica comedia sin lenguaje. Cuando la banda parece emerger desde una dimensión recién creada, la cantante se expande por la cuadra navegando las sílabas que dan remate al tema:

Cada tanto ligás algún subsidio

y comés en el plato que te sirven los punteros.

El imbécil murió a manos de su primer socio.

Vos rogás por no ser una deuda pendiente.

El riquitic, riquitic del güiro va raspando las almas que flamean preparándose a corear el estribillo:

Y te amaba y mataba y podía morir…

Varios muchachos armados van saliendo de un pasillo, a un tiro largo de piedra pasando la bocacalle de la derecha del galpón. Caminan, pero muy rápidamente. Avanzan en fila india pegaditos al frente de las casas, por la mano del local que emite música. Casi los únicos que no están coreando el estribillo son de la banda en que Hugo es jefe, atentos a la llegada de sus oponentes. La Porteña escucha ese silencio observando el contraste de los cuerpos rígidos, aunque con inquietud en sus cabezas, de estos muchachos que conoce, con los que ondean dándose por ajenos al conflicto. Enfoca su interés hacia el extremo del alero, mirando en dirección a donde miran los que no están bailando ni cantando. La Colorada está cerrando esa mochila aparatosa. Pacho acaba de sacar de ahí una escopeta recortada. Mientras hace el movimiento por el que introduce un cartucho en la recámara le dice algo a ella con un gesto drástico y la chica se apura a meterse en el galpón. – ¡Vienen! – grita Hugo desenfundando una nueve cuando ya son cerca de diez los que salieron del pasillo. Son paraguayos, misioneros, correntinos y porteños. Los de adelante se van separando un poco de las paredes del frente de las casas, apuntando hacia la concurrencia que aún no los registra, buscando movimientos que deschaven a quienes los convocan, o caras conocidas. Habrán pasado cinco segundos desde que el primero de ellos surgió en la desembocadura del pasillo hacia la calle. El que marcha en cabeza ve a uno sacando un fierro del cinto. Se planta y hace tres disparos de pistola seguidos. No le da al descubierto como blanco, sino a su compañero, quien pegado al primo hermano al que las balas no tocaron estaba por disparar un treinta y ocho largo que ahí quedó, hundiendo en un charquito el brillo que lo ensalza llamándolo cromado. De las tres balas disparadas, dos pasaron de largo entre estos primos. La mayoría de la gente corre mientras el resto se tira al piso; busca refugio en los frentes de las casas. Varias personas se meten al galpón abierto, otras se amparan en alguno de los pocos árboles, detrás de algún coche o algún carro, junto al tronco que hace de banco en la vereda de un quiosco. Las nenas y los nenes lloran, gritan, corren o se paralizan. La mayoría de los que ahora disparan no tienen el hábito de arrojarse cuerpo a tierra. Disparan de pie y tiran al bulto, sin mucha precisión, expuestos y dependiendo de su suerte. Solamente dos o tres ponen rodilla en tierra y disparan con frialdad. Mujeres y hombres en medio de la calle buscan criaturas, las reciben y las sacan del espacio surcado por las balas.

Aquel que en la fila de atacantes venía atrás del que abrió el fuego, ve a dos, junto a la puerta de un galpón ubicado frente al que todavía emite música, sacando bultos de abajo de sus buzos y dispara su escopeta. Los perdigones del primer escopetazo pasan entre los dos jóvenes buscados mordiéndoles los brazos y los hombros. Mientras les llega el estruendo del segundo disparo, los heridos saltan hacia dentro del local, cuyo portón está siendo abierto desde el interior. El siguiente escopetazo le quita parte de sus tripas a uno que bailaba hasta recién. Hay gente de la cuadra abriendo las puertas de sus casas, dejando entrar a quienes cubren niños que lloran, niñas enmudecidas, niños y niñas que llaman gritando a sus progenitores. El primo que zafó de los primeros disparos salta hacia la bocacalle buscando parapeto. Se arrastra por la perpendicular a la calle del evento ya extinguido, se cubre en la esquina y dispara de pie, contra el que le había disparado, un arma idéntica a la que porta éste, haciéndole dos impactos en el pecho que lo separan del piso durante un breve instante, arrojándolo hacia atrás y sentándolo contra la tierra húmeda antes de quedar inmóvil, con los brazos abiertos, boca arriba.

El muchacho que, en la fila que aún brota hacia la calle, salió detrás del que acaba de disparar con escopeta, avanza en diagonal buscando el frente de las casas sobre la mano contraria de la calle, mientras barre con su metralleta todo el espacio cubierto por el alero del local ahora sin música y sin luz. En lo que hasta recién fue espacio para el baile hay muchachos disparando hacia los que salieron del pasillo. Otros lo hacen desde atrás de un árbol, cubiertos por el tronco dispuesto como banco o desde el interior de los galpones enfrentados. Bajo el alero recibe un balazo en una pierna un salteño que arribó esta mañana a Buenos Aires. Un peruano boquea agarrado de un parante, con un pulmón agujereado. No es de la banda de nadie ni de nada. Es el herrero que hizo casi la mitad de las verjas instaladas en puertas y ventanas de la villa. La mayoría de las balas no alcanzan los objetivos elegidos por quienes las disparan. Describen largos trayectos por la calle o irrumpen en las intimidades inmediatas. Entre botellas que estallan y ruidos secos de maderas rotas por los plomos que salen de la metralleta, Pacho dispara su escopeta desde la puerta del galpón que recibe los balazos. El de la metra corre y alcanza a cubrirse en la bocacalle. Desde ahí acribilla al primo hermano del primer caído, que se refugiaba enfrente y tenía su atención tomada por el intercambio de tiros con algunos adversarios muy cercanos. Ya no aflora gente desde el pasillo por el que aparecieron los que hostilizan los galpones. Pacho dispone de cartuchos con perdigones, balas y postas encadenadas para ir usando según intuya necesario hacerlo. Dispara contra los oponentes que rompieron la fila y cruzaron la calle. A uno le arranca un brazo y a otro llega a herirle la cintura justo antes de que se refugie atrás de un Fiat Duna. El auto, estacionado sobre escombros dispuestos junto al frente de una casa, es del remisero que la habita. Los parabrisas se desprenden. La carrocería es atravesada por balazos y los focos se destrozan. Los que salieron del pasillo se ven obligados a detener su avance y protegerse. Los escopetazos del Pacho son señal para los suyos de resguardarse hasta el siguiente movimiento. Los disparos se acallan y Pacho mantiene su escopeta apuntada hacia donde el que ametrallaba el local desapareció de su vista. Confiándose debido al silencio repentino, el de la metra se asoma disparando contra la sede del baile ya deshecho. Apenas empieza a escuchar el estruendo del escopetazo que se confunde con la seguidilla de explosiones en su arma, recibe los perdigones que lo impulsan bruscamente hacia atrás, dejándolo tirado en medio de la calle que corta a la que sostenía la reciente euforia.

Muy pocos metros a la izquierda del galpón en que la gente fue convocada a divertirse, del otro lado de la calle, sale de un pasillo particularmente estrecho un muchacho disparando una pistola hacia el sector de la banda de los paraguayos. Detrás de él sale otro disparando un revólver, luego uno más con un fusil automático. El primero que salió es porteño, el siguiente, santiagueño, y el que dispara uno de los chiches nuevos de su banda, es cordobés. Este último tiene cerca de treinta años, los otros no llegan a dieciocho. Su salida es señal para el resto de los suyos de asomarse desde sus parapetos y disparar. Los de la banda contraria no pueden sostener sus posiciones y las abandonan. Dos se retiran caminando hacia atrás y disparando. Los demás corren y disparan girando sus torsos sobre las caderas. Se escuchan exclamaciones cruzadas, con diversos acentos, en castellano y guaraní. Los que están con Pacho salen de sus posiciones protegidas y persiguen a los otros, salvo el cordobés, que queda donde está, disparando el fusil. Un paraguayo que había llegado a cruzar la bocacalle escapa por la perpendicular. Sus compañeros van cayendo mientras buscan el pasillo por el que vinieron. El que perdió el brazo se desplaza a los tumbos por la perpendicular, moviéndose en sentido opuesto al que acaba de huir. Los que avanzan lo rematan. Sólo uno de los que intentan retirarse alcanza el pasillo. Cuando quienes lo persiguen se asoman al mismo ya no lo ven, y vuelven a la calle. Se hacen de la metralleta del que mató Pacho. Recogen pistolas, revólveres y escopetas entre los muertos.

Unos treinta metros hacia el sur del sector atravesado por bombitas de colores ya apagadas, hacia la izquierda del galpón que les dio luz, más allá del pasillo en que se posicionó el cordobés con el fusil, corta la calle un pasaje por el que apenas cabe un auto. En ese cruce, por la mano contraria a la sede del evento malogrado, aparece un pibe disparando otra metralleta, seguido de dos, armados de escopeta, y uno más, disparando un treinta y ocho. Los de la banda de los peruanos son sorprendidos mayoritariamente fuera de las posiciones en que se protegían, de espaldas a sus nuevos atacantes y algo relajados por la reciente sensación de una victoria contundente. Pacho y un par más responden inmediatamente el fuego. El resto de los suyos trata de ampararse. Los que consiguen hacerlo comienzan a disparar. En muy escasos segundos se suman dos cuerpos a los que yacían sobre la tierra húmeda. Un muchacho gatea, sangrando, hasta el galpón desde el que Pacho dispara y otro se tira de cabeza hacia la puerta del local de enfrente, cayendo en la cuenta, al alcanzar el piso, de que tiene menos dedos que los que tenía hace un instante. Los que acaban de incorporarse al enfrentamiento aprovechan la momentánea confusión de sus contrarios para tomar posiciones con alguna protección. El de la metra se pone a cubierto detrás de una Combi. Uno de los que está armado de escopeta lo acompaña; el otro busca resguardo junto a un árbol. El del treinta y ocho se queda en la bocacalle.

En el cruce entre la calle y el pasaje aparece un muchacho desplazándose por la mano del galpón más grande. Avanza ametrallando. Inmediatamente, lo sigue el mismísimo Ramón, jefe de esa banda y principal objetivo de la otra en este trance. Va disparando una pistola, metódicamente, apuntando, sosteniéndola con las dos manos. Enfrente, los que habían ingresado a la calle unos segundos antes encuentran la ocasión de asomarse y disparar. Ramón y el de la metra avanzan hasta un carro repleto de cartones, con su parte trasera apoyada en el piso y los tiros señalando el firmamento. En la desembocadura del pasaje por la que ellos irrumpieron asoma un muchacho más, disparando una escopeta, y tras ese, otro, haciéndolo con un revólver. El de la escopeta se ubica detrás de la carrocería oxidada de un Dodge 1500, suspendida sobre cuatro columnitas formadas con ladrillos apilados. Desde las nuevas posiciones hacen fuego contra la del cordobés, que no puede asomarse a disparar el fusil y se ve obligado a guardarse en la boca del pasillo. Los disparos de la gente de Hugo y Pacho, amainan. Sin embargo, al haber desbaratado la primera oleada de atacantes, los que ahora soportan el actual embate evitaron quedar entre dos fuegos, frustrando el propósito de sus contendientes.

A Ramón, la cosa ya no le está gustando nada. Los otros ni se exponen para disparar ni retroceden. Piensa que deben estar contando con otros recursos. Pacho, también con la idea de tomar a sus contrincantes entre dos fuegos, esperaba que pasaran un pasillito que desemboca en la calle unos diez metros contando desde el carro con cartones hacia el galpón donde aún se enfrían las bebidas en barriles con hielo. Se hace a la idea de que eso ya no va a suceder y tras un breve momento de silencio comienza a disparar sobre las posiciones de los contrarios, más atento a emitir una señal convenida que a ser preciso al apuntar. Todos los suyos se asoman y disparan. En ese momento, salen del pasillito referido, por esa misma mano de la calle, otros tres hombres. Son peruanos, sí. Uno es el propio Hugo, que al comienzo del tiroteo se había escurrido por la parte trasera del local abierto al público. Los otros dos son primos suyos. El que sale a la calle haciendo punta va disparando una pistola ametralladora. El que lo sigue está armado de una nueve. Hugo viene detrás, con el segundo fusil automático. Se cubre en el extremo del pasillo y desde ahí dispara contra los rivales ubicados en la otra mano de la calle. Todos los de su banda disparando a la vez, representan un poder de fuego inmenso en relación a las proporciones de este enfrentamiento.

Ramón putea en guaraní y organiza la retirada como puede. La Combi ya está inclinada sobre las llantas más cercanas al centro de la calle. En las casas de la cuadra hay ventanas con los vidrios rotos y puertas de chapa agujereadas. Los del Ramón pasan de un parapeto a otro buscando volver hacia el pasaje. Los más adelantados de los que responden a Hugo van tomando las posiciones que los otros abandonan, cubiertos por los disparos de los propios. A Ramón y los suyos les cuesta cuatro bajas alcanzar las bocas del pasillo. Uno de los caídos está vivo; mueve el antebrazo junto al esqueleto oxidado del Dodge. Se confunden las astillas arrancadas a los árboles con las que saltan desde ventanas y puertas. Cruzan el aire y golpean contra cuerpos que las desestiman. Ramón ve caer a su cuñado del otro lado de la calle. El pibe del treinta y ocho se va corriendo por el pasaje. El cuñado de Ramón se incorpora y lo sigue, desplazándose con dificultad, dejando tirada una escopeta. Los contrarios recogen las metras y las otras armas de los caídos. Ramón da todo por perdido. Le pega un tirón del brazo al pibe que, junto a él, dispara un revólver; le hace un gesto y ambos entran a correr a toda velocidad por el pasaje, alejándose de la calle. Avanzan los de la otra banda. Rematan al herido junto a la carrocería oxidada y llegan hasta la altura del pasaje. Unos se mandan por donde se fue el cuñado del jefe rival. Lo ubican cuando está levantándose tras una caída. Corren hacia él y lo liquidan. Por la otra boca del pasaje se adelantan dos, con más fervor que cuidado, en la persecución de los que huyen. Ramón, ya cerca de la próxima calle que el pasaje cruza, se detiene, gira sobre sí mismo agachándose un poco, apunta y le pone un tiro a cada uno de sus perseguidores. Acto seguido, se pierde. Hugo se acerca a los que acaban de ser baleados y ordena al resto dar la cosa por terminada. Sus muchachos ayudan a levantarse a los heridos por los últimos disparos y vuelven a la cuadra en que, hasta hace muy pocos minutos, había una fiesta.

Algunas horas después, cuando el sol comenzaba a iluminar tenuemente la tierra regada de cadáveres, arribaban a los galpones, parsimoniosamente, varios vehículos de la policía seguidos por ambulancias. El aire desparramaba los olores de las bebidas vertidas y de los humores volcados, empujando con su movimiento vasos de plástico y casquillos. Los diarios y los noticieros de la tele se regodearon durante varios días con la oportunidad de hablar sobre extranjeros, drogas, comisiones vecinales, movimientos guerrilleros e inmigrantes del interior. Publicaron una lista incompleta de personas muertas en el transcurso del enfrentamiento en la que podía leerse: “Agustina Ruiz, alias, La Porteñita”.

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