Ausente presencia

Autor: Mariano Sicart
Ilustraciones: Cata García

Suelo verlo sentado en la mesa que da a la vereda de calle San Lorenzo, siempre pide un capuchino y se queda una media hora allí, tan callado y anónimo que parece formar parte del paisaje mismo del bar. Los mozos, trabajando a visible desgano, alguna que otra pareja de enamorados tomados de la mano y haciéndose caras, viejos que pasan tardes completas leyendo el diario, como meros espectadores de una película demasiado conocida, y él.

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No sé cuál es su nombre, pero es distinto al resto. Escribe todo el tiempo, y yo trato de adivinar qué. Más de una vez me ha mirado así como al pasar, a lo que yo respondo con una sonrisa discreta. Pero enseguida finge acomodar sus anteojos, da vuelta la cara y vuelve a lo suyo. Es tímido, supongo. Hay gente que no suele ver fijamente a los ojos, pero eso no quiere decir que sean malas personas. El no lo es, según creo. Me pregunto qué escribirá, o porque está tan solo, pero las respuestas que yo misma me doy nunca me convencen del todo. Poesía, tal vez, aunque no es seguro. Quizás sea algún trasnochado estudiante de Periodismo preparando algún artículo, o un poeta esperando a su musa, aunque también podría ser un músico buscando inspiración para la letra de una canción. ¿Quién sabe?

Lo cierto es que me gusta, mucho. Sí, ya sé que todo es muy loco, nunca cruzamos siquiera una palabra. De hecho, mis amigas me dicen que ya estoy grande para creer en el amor a primera vista y que tengo que dejar de venir al bar, porque todo este asunto me está haciendo mal. Eso creen ellas. Y puede que tengan razón, incluso. A los veintiséis años, una debería abandonar ese tipo de conductas ’adolescentes’. Pero aunque a veces llegue a dudar, eso no cambia nada. Sigo viniendo cada jueves a la misma hora en que se presenta, para compartir una cita impostergable. Tan fugaz como secreta.

Ahí entra, carpeta en mano, caminando lentamente hacia la barra. Observando mientras tanto, la geografía del lugar, corroborando que todo esté en orden. La rutina habitual, pide lo suyo al mozo y se dirige a la mesa que da a la ventana. Se sienta. Birome en mano, saca una hoja del block y comienza a escribir. Entonces parece estar en otro lugar, su propio mundo, una presencia tan distante que intriga. El ritual de la escritura se quiebra cuando el mozo le alcanza su capuchino y hace algún comentario de momento, a lo que responde con alguna frase casual, que no lo distraiga de sus pensamientos y lo deje volver pronto a su realidad de hoja en blanco que lo espera. Como yo.

Su tristeza se parece a la melancolía, y mal que me pese, la comparto. ¿Sabrá alguna vez lo mucho que nos parecemos? Difícil. Más de una vez, confieso, lo pensé, pero no me atrevería a hacer algo tan común como acercarme a él con alguna excusa para iniciar el diálogo y ver qué pasa. No es vergüenza, temo que su reacción sea evadir mi compañía. No lo soportaría. Prefiero seguir acá, formando parte de la repetida postal de un comercio que ha pasado a ser escenario de nuestros días. El sitio donde encuentra la tranquilidad necesaria para pensar lo que sea que escriba, y yo lo veo. Aunque me ignore, algo dentro mío me dice que también formo parte de su vida. Como él de la mía. Y este lugar, que ya es nuestro.

Entonces deja un billete y algunas monedas sobre la mesa, y camina hacia la calle. ¿Se va? Es raro, no han pasado ni quince minutos desde que llegó. Eso hace que lo mire con un dejo de curiosidad, intentando develar el motivo de tan repentina partida. Una sensación de extrañeza y perplejidad me invade cuando intempestivamente, antes de cerrar la puerta y perderse entre la gente que recorre la ciudad, me sonríe como nunca lo vi hacerlo. Con un gesto de dulzura del que no lo creí capaz, que es una implícita invitación a descubrirlo.

Vuelvo la vista hacia su mesa y para mi sorpresa, encuentro allí, debajo del pocillo del capuchino, la hoja en que estuvo escribiendo. La dejó para mí, seguro. Me paro y voy hacia su mesa antes que el mozo, sintiendo sobre mi espalda las curiosas miradas de la clientela del local. No me importa. Levanto el pocillo apresuradamente, tomo el papel entre mis manos y empiezo a leer. Es un cuento, lleva por título ‘Ausente presencia’. La oración que inicia el primer y único párrafo dice: “Suelo verlo sentado en la mesa que da a la vereda de calle San Lorenzo…”

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