Arrepentido
Autor: Mariano Sicart
Ilustraciones: Pablo Colaso
Publicado en revista La Puerta Nº 163 – Agosto, 2006
Lo veo a través de la ventana. Hay poca gente en el bar a esta hora. Entro, saludo y me siento junto a él. Me dispensa una larga mirada intimidatoria que no cumple su objetivo.
-Lo noto algo tenso, tranquilícese un poco. ¿Pidió algo?- digo para romper el hielo.
-Un café bien cargado. ¿Cómo es esto, trajo el grabador o va a tomar nota?
-Como usted quiera, aunque preferiría que antes charláramos un poco, si no le molesta.
-¿Por donde quiere que empiece?- dice justo cuando interrumpe el mozo con su café. Ordeno una lágrima para que se vaya. Piensa un momento y recomienza el relato.
-En casa no había muchas opciones. Mi viejo era cana, viene de familia. Y a mí nunca me dio el bocho para estudiar. De pedo terminé el secundario, en la EEMPA, por insistencia de la vieja. No se podía pensar mucho. Veinticinco años, mi mujer embarazada y no salía ningún laburo. Hice el curso, ingresé a la fuerza nomás.
Hace una pausa para tomar el café. Sin decir nada, me arriesgo. Saco el grabador del bolsillo del saco y lo pongo sobre la mesa. Aprueba con la mirada. Lo enciendo y pregunto.
-¿Cuánto hace que está en la policía?
-Van a hacer diez años en junio. Si llego, no sé- habla con nerviosismo, pero se sobrepone.
-¿Qué puede decirme acerca de los excesos en la represión durante diciembre de 2001?
Su respuesta se hace esperar. Interpone un silencio prolongado que solo se quiebra después de que el mozo sirva mi lágrima y se retire hacia la barra. Titubea antes de retomar.
-No puedo dormir por las noches, sabe. Eran tantos… Esa gente tenía hambre. La villa se formó un tiempo después que me fui del barrio. Sí, mi barrio. Cada vez que patrullaba por la zona veía caras conocidas. Pero antes no había tanta miseria. Hoy, la mayoría de los pibes con los que jugaba al fútbol están muertos. Los que quedan, son chorros o faloperos, es así. Lo que pasó esos días todavía está acá- explica llevándose la mano a la cabeza.
-¿Cuáles fueron las órdenes que recibieron al momento de actuar?- lo insto a que continúe.
Reprimir los intentos de saqueo sin dejar huellas. La orden vino de arriba, ¿entiende? Se usó munición gruesa y antitumulto. Miré, yo no voy a dar nombres. Lo que sí, puedo confirmarle esto. Que supongo, ya sospechaba, por la nota que publicó en el diario. Y también, que muchos efectivos se excedieron en su accionar. Pero no me pida más, porque estoy hasta las manos. Usted sabe como es, hace tiempo que me tienen fichado.
-¿Por qué lo hace? ¿Qué lo llevo a buscarme para hablar del tema?- pregunto intrigado.
-Los muertos, supongo. Y mi pibe. En el Gran Rosario murieron siete personas a manos de la Policía. Yo estoy consciente de que hice lo que debía, cosa que no puedo decir de muchos de mis compañeros, los mismos que siempre me miraron mal cuando no quería recibir las coimas; pero igual, me siento sucio. Nicolás tiene nueve años, ¿sabe? Mucho no entiende, tenía seis entonces. A veces se acuerda de esos días, ver a la madre llorando frente a la tele, mirando el noticiero, y me pregunta sobre mi trabajo. No sé bien qué contestarle. Me digo que lo hago por él, pero no es fácil, cada día es más jodido intentar ir por derecha. Y no me queda mucho, tampoco- confiesa con un inocultable dejo de tristeza.
-Cálmese un poco, tome el vaso de agua. ¿Qué quiere decir?
-Ellos saben todo, ¿no se da cuenta? Voy al baño, ya vuelvo- aclara apagando el grabador.
Quedo solo frente al pocillo vacío, pensando en que por ahí juzgué mal al tipo. Cuando llamó a la redacción no daba dos mangos por lo que podía llegar a decirme, y me dio una bomba. Aparte, parece honesto. Quiero pedir otra lágrima, pero no logro ver al mozo. Ahí está, saliendo del baño. Le hago la seña, asiente con la cabeza. Da cuenta de mi pedido en la barra y recoge su bandeja. Pasa a mi lado y explica que después de que atienda las mesas de afuera viene por lo mío. Le digo que no hay apuro. Mi entrevistado se demora.
Cinco minutos, ¿qué pasa? Me levanto, camino hacia el baño. Abro la puerta y lo veo en el suelo, tendido boca abajo sobre un gran charco de sangre fresca. Una sensación de náusea sube por mi garganta desde el estómago hacia la boca. Asqueado, vomito en el lavamanos y salgo corriendo a los gritos. Todos me miran horrorizados. Vuelvo a la mesa para buscar mi celular en el interior del saco. Allí es cuando me doy cuenta. El grabador no está. El “mozo” tampoco.
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