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A los dioses

Autor: Claudio Díaz
Ilustraciones: Romina Díaz

¿Cuál es el mal que he hecho? ¿Qué es lo que han aborrecido en mí los dioses para castigarme de esta forma? Nunca los he molestado ni he dejado de adorarlos. Pero me pagan de esta manera atroz, absurda, terrible…

Nunca les he faltado el respeto. Apenas he osado tocar la escasa comida que dejaban a nuestro alcance, aún cuando veía las grandes cantidades que guardaban para sí mismos. Jamás los molesté con mi presencia, esperando siempre las sombras de la noche para salir al descubierto.

Ahora mi esposa, mi adorada esposa, yace muerta ahí fuera, aplastada por el peso de la ira de mil dioses; destrozada, inerte. Ella, que fuera hermosa en vida, ahora no es más que un montón de restos desfigurados que me desgarran el corazón. No puedo comprenderlo; los dioses habían sido buenos con nosotros…

Ahora pienso que mi vecino siempre tuvo la razón. Él acostumbraba decir que desconfiáramos de ellos, que jamás nos profesaron simpatía alguna. Por el contrario, de vez en cuando hallábamos muerto a alguno de los nuestros, aplastado. Decía que caían a manos de los dioses, los cuales se regocijaban al darles muerte. Nunca le creí. Y ahora me arrepiento de no haberlo hecho, así como me arrepiento de haberme alegrado cuando supe que lo habían hallado muerto en las mismas condiciones que los demás.

Ahora todos me han dejado solo. Saben lo que voy a hacer, y no quieren estar cerca para que la ira de los dioses no caiga sobre ellos y los aplaste. Pero no importa lo que opinen, ya me he decidido y, lo quieran o no, voy a salir al descubierto para enfrentarme a ellos, a todos ellos, y reclamarles por la muerte de mi amada esposa. Sí, ya mismo voy a hacerlo.

Acabo de salir. ¡Qué distinto se ve todo a la luz del día! Parece más hermoso… pero hay algo que acaba con la belleza del paisaje. Desde aquí puedo verlo. Es el cadáver de mi esposa, que ahora descansa sobre el suelo marmóreo. Y desde aquí veo también a uno de los dioses. ¡Es enorme! Apenas puedo divisar su cabeza, perdida en lo alto. Lleva algo en las manos, no sé qué pueda ser aquello. Es una vara larga, provista en su extremo inferior de una gran cantidad de follaje amarillo y seco. Y ahora… ¡oh, es terrible! ¡Ahora intenta mover con ella el cuerpo de mi amada!

Sí, es verdad. Se la lleva, arrastrándola por el suelo. No puedo tolerar que trate de esa manera vil a quien fue mi compañera durante gran parte de mi vida. No, ya mismo voy a… creo que me ha visto. ¡Sí, es verdad! Me ha visto, y avanza hacia mí. Es… es horroroso… descomunal… y ahora se eleva del suelo y se coloca sobre mí… ¡Oh, no! ¡Creo que me quiere aplast… yaaaargh!

–¡Vieja, mirá! ¡Pisé otra cucaracha!