4:44

Autor: Lucas Vera
Ilustraciones: Ludmila Vera

El whatsapp que le llegó es una sola línea:

-Estoy solo.

Donde deberían estar los números no hay nada. Más bien hay el espacio verde sobre el cual otros contactos tienen sus nombres o números blancos, junto a una foto de perfil oscura, en la que apenas se adivina, con el brillo máximo de la pantalla y todo el esfuerzo legañoso de sus ojos, la silueta de una boca.
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-Estoy solo.

Santino susurra el mensaje como si a través de su voz ganara sentido. Se incorpora. Vuelve a comprobar que efectivamente son las 4:44, las cuatro horas con sus cuarenta y cuatro minutos, el tiempo exacto de la línea que ahora lee por tercera vez.

-Estoy solo.

Putea. Bloquea el celular y lo regresa al piso. La siguiente puteada tiene un poco de ritual para rezarle al sueño, mientras pone una mano bajo la almohada y reproduce nítida la última escena de lo que había en su cabeza un momento antes.

-Estoy solo-murmura.

Por la cortina y por la persiana levantada distingue luces en los balcones de enfrente y también las de mercurio, cortado su resplandor por el cableado de los postes. Junto a la ventana, una silla con ropa que ha amontonado por no querer planchar. Zapatillas y pantuflas, cuadernos con apuntes. Y frío. Por qué hace tanto frío, le gustaría saber.

El teléfono vibra. Girar sobre sí, manotear el aparato con los ojos cerrados y gemir de dolor cuando la
luz de la pantalla, que olvidó mermar, le da de lleno, todo esto es automático hasta que se abre paso la tenue sospecha de lo que hallará.

-Estoy solo-dice la única línea.

Pero no es un texto nuevo. Es el anterior, todavía a las cuatro y cuarenta y cuatro en la hora de llegada y en la de la esquina superior izquierda. Cierra el whatsapp. Revisa. No hay llamadas recientes, ni otros mensajes en la aplicación, ni notificación cualquiera. Solo tiene esas dos palabras, aún destacadas como si no hubiera abierto la conversación.

-Estoy solo.

El espacio verde sin ninguna identidad, la foto oscura. ¿Hay un ojo en ella? ¿Una
boca? Santino escribe:

-Quién sos?

Lo envía. La pregunta queda suspendida de camino a la primera tilde y a Santino, flaco de paciencia escasa, no le parece que rinda esperar ahí, en calidad de idiota, a quien sea que esté jodiéndolo en el intento de sobrevivir al insomnio o a la inmensidad opresiva del aislamiento. Bloquea el celular.
Ahora sí, piensa. Ahora sí el sueño recupera su contorno y su textura. Vagamente es consciente de lo especial de la ocasión: Un sueño que pisa no una ni dos, sino tres veces, cada una de las cuales le revela un detalle nuevo, asombroso, que de alguna forma resignifica la memoria de lo soñado hasta ese momento, y abre un camino, medio literal y medio en expresión, a un horizonte que conduce a otro que conduce a otro.

-Estoy solo.
Las palabras le calientan el oído. Santino se sacude y patalea de espaldas, golpeándose con la cabecera de la cama. Mira delante, a los lados, mira incluso donde sus pies, a la expectativa de un par de ojos ascendiendo lentamente. Solo ve el techo, la persiana, la ropa, solo ve las paredes y los dedos de sus pies levantando la frazada. Y como inseguro de que lo sean, los mueve. Sí, son sus pies. Conectados a sus piernas y al resto de su cuerpo, a las cuatro horas con sus cuarenta y cuatro minutos en la penumbra azulada. Entonces, abandonando el miedo, se arrastra por el colchón y alarga el brazo hacia el
piso y su teléfono. Desbloquea. En la esquina superior izquierda, los números exactos. Cuatro, cuatro y cuatro. Cómo lo supo no es la cuestión. La cuestión es por qué el tiempo no avanza o no quiere avanzar.

-Estoy solo.

La misma sensación ardiente. No hay nadie, sin embargo. Nadie cerca hablándole, confesándole su soledad en dos palabras tímidas, vacilantes aunque decididas. La voz de alguien resignado o asumido en el valor de su resignación. La voz de un hombre, no. La voz de una mujer tampoco. Celular en mano, Santino pasea la mirada por su pieza. Protegido por el pasillo corto que lleva al resto del departamento, perceptible nomás gracias al extraño tino de quienes saben qué buscar muy por debajo de la superficie de su mente, hundido así en el pasillo y asomando sobre el ángulo de la pared, aferrándose a ella en cuatro dedos, ahí brilla el ojo que quizá pretendió aparecer por los pies de su cama y se escabulló tras habersido intuido, se escabulló a ese ángulo sobre el cual un haz de mercurio parece un segundo ojo encimado, un hueco abierto en una llama para ese ojo anterior, destello como una gota de agua contenida.

Helado, el corazón martilla el pecho de Santino. Piensa gritar, pedir ayuda, seguir helado con la esperanza de que aquel ojo retroceda. Elige esto último. El teléfono vibra entonces. Quiere soltarlo, no logra la fuerza necesaria. Al menos es capaz de resistir la tentación de verlo, de una vez más constatar lo que ya sabe que hay. El espacio verde, la única línea que debería preceder a la pregunta que escribió, dos palabras y un signo de interrogación que no aparecen por ningún lado, y la foto de perfil oscura salvo por la irreal silueta de una boca y la intensidad de un ojo, un único ojo como un signo de interrogación.
Santino gime. Clavado a la pantalla del celular como si alguien le sostuviera el brazo, gime.

-Estoy solo-dice el mensaje.

-Yo también-dice él, casi implorando-. Yo también estoy solo.

Ocurre cuando su voz termina de quebrarse. El ojo se mueve y una parte del aire alrededor, de la penumbra sólida envolviéndolo, lo hace con él. Santino entiende el movimiento. Es un gesto. Es un gesto que pregunta:

-¿De verdad?

Y la solidaridad de esa pregunta le anuda la garganta. Tiene que tragar para volver a hablar, y solo así se da cuenta de quererlo, de que desea responder. Apretándose en su interior, dice:

-Estoy solo.

El ojo brilla, o le parece. Un brillo genuino y derrotado de esperanza, en el ángulo de su pasillo.

-¿Cómo te llamás?-le pregunta él.

-¿Cómo te llamás?-repite el ojo.

-Santino- dice él.

Y desde el ángulo del pasillo oye:

-Santino.

Santino desborda de piedad.

-Son las cuatro y cuarenta y cuatro-dice.

-Son las cuatro y cuarenta y cuatro-le devuelve.

-¿No tenés sueño?-¿No tenés sueño?

-La verdad que sí.

-La verdad que sí.

-¿Vamos a dormir?

-¿Vamos a dormir?

-Bueno.

-Bueno.

Santino apaga el celular, lo deja caer al piso. Vagamente consciente de lo especial de la ocasión, ve a través de la cortina y la persiana las luces prendidas en los balcones enfrente, apagándose una tras otra con calma, y las de mercurio en la calle, apagándose una tras otra con calma. El sueño recupera su contorno y su textura, separa un camino al horizonte que conduce a otro, que conduce a otro.

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