Una Historia de la Fantasía 05 – La Fantasía en la Prehistoria y la Antigüedad
por: Claudio Díaz
¡Hola, bienvenidos! En el primer episodio de esta serie dejamos en claro que la literatura fantástica no nació a mediados del siglo veinte, como parecen pensar algunas editoriales grandes o algunos divulgadores pequeños. Por el contrario, autores de fantasía han existido desde que se inventó la escritura, aunque su obra esté disimulada entre tantos relatos mitológicos y leyendas varias.
En el tercer capítulo agregamos que las historias mitológicas fueron escritas para honrar a dioses, semidioses y otros seres que se aceptaban como reales, por lo cual no califican de fantasía, aunque hoy sean humus fértil para nuestras creaciones. A modo de ejemplo les puedo señalar la saga Aquelarre de Vanesa O’Toole y Fernanda Bertonatti, en la cual los dioses egipcios tienen un papel preponderante, o la antología Dioses de Arena, cuyos relatos recuperan diferentes deidades egipcias y las acercan al mundo contemporáneo mediante la pluma de varios autores locales.
Pero entonces, ¿cuándo nace la literatura fantástica? ¿Cómo podemos hallar las obras más antiguas dentro de este fascinante género literario? Les pido disculpas de antemano por lo que va a ser un capítulo muy especulativo, ya que, como su nombre lo indica, la prehistoria humana es aquel período de tiempo del cual no tenemos registros escritos… que podamos leer.
En el cerebro de nuestros antepasados, la zona del habla ya estaba desarrollada hace varios cientos de miles de años, como nos lo muestran los fósiles. De esto podemos deducir que el lenguaje era lo suficientemente complejo como para diferenciar sustantivos, adjetivos, verbos y pronombres que permitieran comunicarse a los miembros de las tribus con bastante soltura. Por otra parte, las pinturas rupestres y los objetos tallados nos demuestran que la capacidad imaginativa de nuestros ancestros estaba muy bien desarrollada hace unos veinte mil años. Podemos encontrar obras anteriores, quizás hasta cuarenta y cinco mil años atrás, aunque son menos frecuentes.
De este modo, si unimos un lenguaje maleable a una imaginación fértil, ambos capaces de abstraer conceptos e imágenes, no necesitamos mucho más para especular que las charlas alrededor de las hogueras no deben haberse limitado a las proezas realizadas en las cacerías o a los mitos protagonizados por dioses y seres mágicos.
Es cierto que muchas de estas creaciones deben haber nacido como creencias para explicar los fenómenos naturales, para combatir el miedo a lo desconocido o para mantener en línea a los elementos más inquietos de la tribu. Así como las viviendas eran tiendas pequeñas, simples reparos contra los elementos, los patios de juego eran muy grandes. Me imagino a las madres prehistóricas pidiendo a sus niños que regresen antes del anochecer, amenazándolos con el “ser mágico con cabeza de ciervo”, por ejemplo.
No, aunque se hayan perdido para siempre, estoy convencido que nuestros antepasados cromagnones, neanderthales y denisovanos fueron capaces de inventar relatos por el simple hecho de entretener y sorprender a sus oyentes. Relatos imaginarios con personajes imaginarios que vivieran aventuras imaginarias, sólo para el deleite del resto de la tribu. Relatos que quizás se pasaron de generación en generación hasta perderse o, en el mejor de los casos, integrarse al acervo literario de las primeras civilizaciones, junto a otras creaciones tan primitivas como los chistes de borrachos, de suegras o de carácter picaresco.
Entre la prehistoria y la historia tenemos un período más llamado protohistoria, caracterizado por la presencia de símbolos y abstracciones tallados en piedra o pintados en cuevas, un probable lenguaje escrito que transmitía información de la misma manera que los jeroglíficos en el antiguo Egipto o los kanjis actuales en China o Japón. Qué significan esos símbolos no lo sabemos, pero están presentes en toda Europa.
Como ejemplo tenemos estos guijarros pintados, hallados en una cueva de Francia que, si me apuran, no tienen nada que envidiarles a las runas adivinatorias actuales. O estos símbolos pintados en Tarragona, que claramente transmiten un mensaje complejo, aunque no podamos leerlo. ¡Quién sabe lo que nos contaría si pudiéramos hacerlo! ¡Quién sabe qué sagas fantásticas se transmitieron de forma oral durante cientos o miles de años, como el único entretenimiento posible en épocas tan tempranas!
Quizás serían historias realistas como El Señor del Fuego, de Vallvé, o Allan y los Dioses de Hielo, de Henry Rider Haggard; o mucho más fantásticas como las de Robert Howard o Clark Ashton Smith. O mejores aún, y nosotros sin poder disfrutarlas.
De paso, si alguno de ustedes tiene pensado escribir una ficción ambientada en la prehistoria, ya fuera fantástica o realista, les recomiendo buscar documentación fidedigna. Bueno, cualquier historia fantástica basada en algún momento del pasado exige que realicemos una buena búsqueda de documentación. Décadas atrás era un trabajo que llevaba tiempo, pero hoy la tenemos a un clic de distancia y, si queremos que nuestra obra resulte creíble, tratemos de que la vagancia no nos venza. Nosotros no tenemos ni a las criaturas animadas cuadro a cuadro de Ray Harryhausen ni tampoco a Raquel Welch, que hicieron de la película Un Millón de Años Antes de Cristo, un clásico pese a sus incongruencias. No nos queda otra opción que ser creíbles.
¡Ah, lo olvidaba! Les recomiendo la saga Aquelarre, que narra la historia de varios personajes adolescentes durante su paso por distintas escuelas de brujería y esoterismo. Aunque cualquiera puede leerla y disfrutarla, no está dirigida a un público adolescente como ocurre en otros casos, y además, aparezco yo como personaje, en el rol de presentador y divulgador. No salvo las papas, como se suele decir, pero le pongo un poco de sabor a alguna que otra escena del tomo tres.
Gracias por haber llegado hasta aquí, nos vemos en una próxima entrega de Una Historia de la Fantasía.
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