El conquistador del tiempo

Autor: Claudio Díaz
Ilustraciones: Quique Alcatena

Con apenas cuarenta años, el profesor Scordamaglia ya era un físico de renombre. Gozaba de gran respeto tanto en los círculos científicos como en los periodísticos, aunque se había ganado la molesta fama de intratable, la cual lo mantenía fuera de las reuniones y celebraciones de sus pares y lejos de las revistas especializadas. En el fondo deseaba disfrutar del reconocimiento tanto como cualquier otro, pero prefería desarrollar su revolucionaria teoría del viaje en el tiempo en solitario, lejos de las miradas y opiniones profanas. Había sufrido encontronazos nada civilizados con algunos de sus colegas con respecto al tema, y si bien no habían tomado estado público, lo habían vuelto aún más amargado e irritable.

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Retirado a la soledad de la gran casona familiar, había acondicionado, en una de las habitaciones superiores, un laboratorio equipado con todos los adelantos que su herencia le había permitido adquirir. Su padre había hecho mucho dinero vendiendo licencias de grandes marcas por todo el país, y al profesor le correspondía hacer buen uso de esa pequeña fortuna. Allí se encerraba en sus días libres, lejos de la docencia, para intentar alcanzar ese resultado que le era tan esquivo. Siendo hijo único y no habiéndose casado jamás –Cronos no lo permita–, podía trabajar en paz y en silencio.
La teoría en sí era bastante consistente. Pero tenía huecos, huecos que intentaba llenar con pasión, una herramienta muy poco útil en el campo de la física. Mientras no pudiera completarla satisfactoriamente, no lograría interesar a los laboratorios de partículas para que realizaran una comprobación experimental. A veces se dejaba llevar por la desazón, puesto que, si en un futuro su teoría permitía el viaje temporal, ¿por qué no se había enviado a sí mismo una señal de que su esfuerzo estaba bien encaminado?
Un sábado como cualquier otro lo encontró cabizbajo sobre su mesa de trabajo, rehaciendo sus cálculos una vez más, cuando sonó el llamador de la puerta de entrada. Dudó antes de bajar, ya que no esperaba a nadie y no había nadie que pudiera estar interesado en él –la mujer que hacía la limpieza venía los miércoles–, pero la curiosidad pudo más.
Grande fue su sorpresa al abrir la puerta y encontrarse frente a frente con una copia casi perfecta de sí mismo. Algo mayor quizás, como lo sugerían los cabellos canosos en las sienes, pero bastante buena al fin y al cabo. Un extraño escalofrío, que no era ni pavor ni placer, o quizás una mezcla de ambos, recorrió el sistema nervioso del profesor.
El recién llegado realizó dos o tres intentos para hablar –se hallaba visiblemente emocionado–, pero el profesor no se lo permitió y, tras arrastrarlo al interior de la sala de estar, lo dejó a la espera mientras abría el pequeño frigobar. Acto seguido descorchó un champán que había reservado para momentos especiales y se acercó al visitante inesperado con dos copas.
–Lo sé, lo sé, no digas nada –le dijo a su sosías mientras lo invitaba a sentarse por medio de señas. El profesor irradiaba felicidad. Sus colegas en el instituto no lo hubieran descubierto detrás de tamaña sonrisa.
–¿Lo… lo sabe? –alcanzó a preguntar el recién llegado, controlando de manera parcial su nerviosismo. Sus ropas no resultaban exóticas, observó el científico; o venía del futuro cercano o había procurado pasar desapercibido adoptando la moda actual.
–Por supuesto –le dijo al visitante, absolutamente convencido–. Es natural, sabía que si en el futuro hallaba un medio de dominar el viaje temporal, intentaría comunicármelo a mí mismo –el profesor daba vueltas por el salón, feliz y orgulloso–. Dime, Marcelo, ¿de qué año vienes?
–Espere un momento… está confundido –dijo el recién llegado. No había tocado su copa–. Mi apellido es Scordamaglia, pero mi nombre no es Marcelo. Me llamo Luis… Luis Scordamaglia.
La copa del profesor tembló, derramando parte del líquido espumante. Tomó asiento a su vez, al otro lado de la mesa ratona. Pensó unos instantes, tratando de descifrar el misterio.
–¿Entonces es verdad? –preguntó por fin, temiendo la respuesta–. ¿No se puede viajar en el tiempo sin crear mundos paralelos? ¿En el tuyo tengo otro nombre?
El recién llegado suspiró, muy decepcionado por el derrotero que estaba siguiendo la conversación.
–Me habían advertido sobre usted y sus excentricidades, pero este encuentro me hacía mucha ilusión –contestó–. Ahora no estoy tan seguro. Será mejor que me vaya, afuera están aguardando el resultado de este encuentro –agregó, levantándose de la silla–. Por lo pronto, veo que fue una mala idea venir hasta aquí sin prepararlo de antemano.
El profesor lo observó atónito caminar hacia la puerta, sin comprender una palabra de lo que había oído. Reaccionando al fin, se incorporó de un salto y lo alcanzó antes de que el desconocido lograra girar el picaporte.
–¡Ah, no! ¡Eso no! ¡No te irás sin decirme lo que me aguarda, lo que nos aguarda en el futuro, o te juro por Tesla que te moleré a palos! –sentenció, tomando al visitante por un brazo.
La reacción del otro fue igual de grosera. Tras quitarse al científico de encima, salió al jardín delantero y se alejó ofendido por el sendero de lajas. Allí lo alcanzó el profesor, apenas unos segundos después, y se arrojó sobre él como un poseso.
Podemos obviar la descripción del vergonzoso combate que sostuvieron personalidades tan similares y que no hace al desarrollo de la historia, excepto para señalar que dieron varias vueltas sobre el césped hasta quedar hechos una pena. Finalmente fueron interrumpidos y separados por un tercer hombre.
–¿¡Se puede saber qué están haciendo!? –les gritó a ambos por igual, mientras los improvisados combatientes intentaban ponerse de pie.
El profesor Scordamaglia volvió quedarse de una pieza. El recién llegado era un hombre mucho más joven y atlético, pero tenía sus mismos rasgos, eso era indudable. El cabello ondeado, el ceño fruncido allí sobre la nariz, el mentón cuadrado, la voz profunda…
–¿Otro yo? –alcanzó a preguntar con un hilo de voz–. ¿Otra copia de mí mismo, más joven? –el asombro lo había vuelto dócil de nuevo. La cabeza todavía le daba vueltas, aunque no por los golpes recibidos–. ¿Tanto desastre he causado con mi teoría?
Ambos visitantes hicieron ademán de responder, aunque no tuvieron tiempo. Desde un auto estacionado al otro lado de la calle, otro joven idéntico corría hacia el grupo.
–¡Es un demente! –sentenció–. ¡Les dije que era una mala idea venir, pero no me hicieron caso! ¡Ahí tienen el resultado!
Al verse rodeado por tantas versiones distintas de su propia persona, el profesor intentó balbucear una pregunta.
–¿Cuántas… pero cuántas… copias de mí mismo hay aquí?
El primer visitante, el que había llamado a su puerta, dudó unos instantes buscando las palabras adecuadas. De pronto estalló en una carcajada que desorientó aún más al hombre de ciencia. Tras serenarse otra vez, y en un tono más familiar, alcanzó a explicar:
–No somos… copias de ti… o lo que fuera que estuvieses esperando –dijo al fin, con una sonrisa franca en el rostro.
–¿¡Y entonces quién mesones son ustedes, por el amor de Einstein!? –estalló el profesor.
–Tu hermanastro… y ellos son mis hijos… gemelos. Mi padre, nuestro padre, era viajante… y bien, estas cosas pasan –y dirigiéndose a los jóvenes, les pidió–: Carlos, Fernando, saluden por favor al tío Marcelo.

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