Cuando la tarde se hace noche

Autor: Mariano Sicart
Ilustraciones: Pablo Colaso

Publicado originalmente en la revista La Puerta Nº 164 – Septiembre, 2006

Lleva unos quince minutos sentada en esa mesa. Sola. De a ratos consulta la hora en el reloj de pared ubicado frente a ella. Es muy bonita. Joven, debe tener mi misma edad. Delgada, algo más baja que yo, de cuerpo armonioso, aunque nada exuberante. Un tipo de belleza delicada, podría decirse. Aunque tal vez ignore que nada sería lo mismo en ella sin esa espléndida sonrisa que se esboza en su rostro espontáneamente, ahora mismo, mientras habla vaya a saber con quién a través de su celular. Sus ojos pardos se encienden con una chispa diferente entonces, mientras mueve levemente su cabeza, acomodando de lado su largo cabello castaño claro con un delicado toque de su mano izquierda.

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Cuesta apartar la vista de su persona, aunque dudo que pueda llegar a darse cuenta que la observo. Aún pese a la poca gente que hay en el bar a esta hora, cuando la tarde se hace noche y el centro de la ciudad extingue su actividad comercial para permitir el obligado regreso a casa. Dudo que llamase su atención de alguna manera. Corta. Apaga el celular para guardarlo en su cartera, que cuelga en el respaldo de la silla. Vuelve a servir la botella de gaseosa en su vaso, para beberlo mientras dirige su mirada hacia el amplio ventanal. Tal vez ahora mismo toda su atención se halle atrapada por algún insignificante detalle, de esos que dejan a uno en silencio. No lo sé.

¿Qué estoy haciendo? Después de todo, yo tengo una vida, también. Se hace tarde para volver a la Facultad, y hoy tengo examen. Me reprocho a mí mismo haber pedido otro café -el segundo, ya-, en el momento en que debería estar saliendo. Pero debo admitir que estoy haciendo tiempo, por una sola e inequívoca razón. Ella. Podría atribuirlo a que me intriga la situación. Me quedo para ver quien es el afortunado al que, evidentemente, espera.

No soy de hacer estas cosas habitualmente, reconsidero mientras recibo el café de manos de la mesera. La curiosidad nunca ha sido uno de mis defectos y con el estudio no jodo. Igual, no puedo evitar quedarme para ver a esta chica que me alegró el día. Mentiría si niego lo mucho que me gusta. Sí, es eso. Por extraño que parezca viniendo de mí. Justo yo, que era el primero en reírme cuando algún amigo del grupo contaba que esto mismo le había pasado con alguna mina sin mediar palabra, nomás al verla. Parece que terminé siendo la víctima.

Ahora se muestra sorprendida, volvió a sacar el celular y creo que esta leyendo un mensaje de texto. Adivino por su reacción que algo no le ha caído bien. Baja la cabeza, afligida, llevando su mano derecha hacia la frente en un claro gesto de resignación. Así transcurre un largo instante, que termina cuando se percata de que en la vereda, la gente empieza a apurar el paso. Afuera, el viento sopla algo más fuerte que lo habitual, anunciando agua. De inmediato, las primeras gotas comienzan a caer copiosamente sobre el pavimento. Lo que faltaba. Menos mal que hoy escuché el pronóstico en la radio y traje conmigo el paraguas.

Bueno, suficiente. Hago una seña para que me vengan a cobrar la consumición y dejo la plata sobre la mesa. Hasta acá llegué. Todo esto es una boludez, no da para más. Me levanto, coloco la carpeta bajo el brazo y abrocho la campera, debe estar fresco en la calle. Considero mis opciones. La parada del bondi está a dos cuadras, pero si lo tomo no hay forma de que llegue a horario para rendir. Pienso en que ando medio justo con la guita, en los apuntes que deje encargados en la fotocopiadora y tengo que pagar, pero no hay otra, debo tomar un taxi. Camino por el lugar tratando de evitar mirarla, pero a unos pasos de la puerta, mis ojos la buscan. Para mi sorpresa, su mesa está vacía. Debe haber salido recién, me digo al cruzar la puerta.

Entonces la veo, parada sobre el cordón amarillo, mojándose. Me acerco. Abro el paraguas y sin decir nada, la cubro, protegiéndola de la lluvia. “Gracias -me dice-, mi hermano tenía que pasar a buscarme con el auto, pero se demoró en el trabajo”. En eso viene un taxi. Le ofrezco tomarlo, aclarándole que yo puedo esperar el próximo. “No, lo compartimos” -sentencia volviendo a sonreír-. Subimos. Al cerrar la puerta creo interpretar un guiño del destino en ese cielo gris y acuoso que la ciudad padece. De pronto, el examen no parece tan importante.

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